Cuando Curtis e Ismael entraron al vestíbulo de la capilla, se detuvieron en el medio. Sus ojos recorrieron los bancos, observando a Conan llorando como una madre orgullosa, los ojos brillantes de Morro llenos de anticipación, los hombros anchos y notorios de Isaías. Sus ojos se detuvieron más tiempo en Joaquín, quien estaba cerca del altar dándose bofetadas a sí mismo.
Ismael, débil y en un estado tan patético, entrecerró los ojos para ver más claro. Sus labios deformados se cerraron en una línea delgada.
La cara de Joaquín ya estaba roja como un betabel por la ira y por todas las bofetadas. La sangre ya goteaba de su boca, pero él continuaba golpeándose a sí mismo sin pronunciar una queja.
—Qué vergüenza —murmuró, observando la figura patética de Joaquín y sus continuas bofetadas.