Curtis se posó en el asiento frente a Abel dentro del carruaje. Mantenía su mirada en Aries, que estaba sollozando y teniendo hipo en los brazos de Abel. Mientras tanto, Abel le acariciaba la espalda para consolarla, pero fijó sus ojos en el hombre sentado frente a él.
—Tú —llamó Abel, pero Curtis, como de costumbre, no respondió como si no lo escuchara. Se relamió los labios, mirando a Aries, quien tiraba de su blusa interior para soplar sobre ella.
Suspiró. —Qué bebé —murmuró, dándole palmaditas en la espalda ya que no le importaba su acción.
—Deberías descansar, mi querida —Abel puso su mano en el lado de su cabeza, recostándola en su pecho—. Me estás rompiendo el corazón si sigues llorando.
—Pero quiero ir a casa… —Aries sollozó mientras miraba hacia arriba. Sus ojos ya estaban hinchados y su visión parpadeaba. El constante rebote en el carruaje no la estaba ayudando.
—¿Puedes llevarme a casa? —preguntó.