Normalmente, Aries y Abel no perderían tiempo, ya que siempre se encontrarían despojándose mutuamente de la ropa y enredados en un apasionado beso como si el tiempo se les acabara. Era como si siempre que sus ojos se encontraban o sus manos se tocaban, la electricidad que viajaba por cada fibra de sus cuerpos fuera suficiente para crear tensión entre ellos.
Pero hoy... era diferente.
En lugar de terminar desnudos en el abrazo del otro, Aries permaneció sentada en su regazo. El costado de su cuerpo se apoyaba contra su frente, riendo mientras jugaban con las manos del otro. No había nada gracioso en lo que estaban haciendo, pero sus risas y sus débiles carcajadas resonaban constantemente en la habitación del alojamiento en la que se encontraban.
—Me gusta tu mano —rompió el silencio con una sonrisa, manteniendo sus delgados dedos entre los suyos y observando sus uñas limpias—. Parecen manos de un pianista. Son firmes y fuertes… pueden deslizarse por los teclados sin esfuerzo.