“No importa cuánto me esfuerce para mejorar mi calidad de vida, nunca podré abandonar mis labores”. Esa era la filosofía que repetía cada mañana al despertar en el ala de las homúnculos del Castillo Einzbern. Producto imperfecto de un experimento fallido, aceptaba sin cuestionar su destino: servir sin descanso o ser descartada en la cripta de cuerpos. Con esa idea en mente, afrontaba la rutina diaria, porque la rebelión interna solo traería castigos o disculpas infundadas.
Una mañana, antes de comenzar sus tareas, Stella se dirigió a la sala de informes. Allí revisó documentos sobre los MorningStar. Encontró datos sobre Leo MorningStar: fundador enigmático, visiblemente eterno bajo la leyenda del “heaven’s feel” o de un artefacto que transfiriera conciencia. Frente al informe, Stella reflexionó: si pudieran robar tal objeto, quizá homúnculos como ella resistirían más tiempo, pero la idea chocaba con la realidad brutal: esa búsqueda equivaldría a traicionar a sus amos. Dejando el reporte archivado, volvió a su rol sin permitir que la curiosidad desviara su obediencia absoluta.
Poco después, un sirviente masculino, de rango medio, le informó que la familia Einzbern recibiría invitados de la Casa MorningStar en un par de días, y que debía encargarse de la cocina y la limpieza en ese período clave. Además, mencionó que en otra ocasión vendría Kiritsugu Emiya, el asesino de magus liberado de prisión, para tratar asuntos distintos en una fecha separada. Stella asintió sin mostrar emoción: “Entendido. Prepararé todo según los estándares”. Internamente, sin embargo, su mente oscilaba entre la resignación y una vaga anticipación: la visita representaba riesgo y, a la vez, una posible grieta en su monótona existencia.
Cada amanecer, Stella se levantaba antes del alba. La primera tarea era limpiar la sala de desechos: cuerpos de homúnculos cuya “utilidad” había expirado, acumulados en descomposición. Con guantes y un aromatizante mínimo, separaba los restos que aún mostraban latidos de aquellos definitivamente estériles. En este capítulo, decidió emplear más cuidado de lo habitual: recordaba un informe donde se sugería que quizá alguno de esos cuerpos podría ser candidato a prolongar su “ciclo vital” con un artefacto desconocido. Aunque sabía que la esperanza era vana para la mayoría, se pasó horas clasificando con minuciosidad, deseando en lo profundo un atisbo de posibilidad de supervivencia fuera de la esclavitud. Ese esfuerzo le costó el día y la noche: terminó agotada, caída junto a los contenedores, pensando en la fragilidad de su propia existencia antes de sucumbir al sueño.
En un breve sueño confuso, vio una imagen colectiva de homúnculos en estado “decente”: rostros casi humanos que ella reconocía como compañeros de servicio. La visión carecía de contexto claro, pero desapareció abruptamente cuando otra sirvienta la despertó: su relevo de turno la encontró tirada en el suelo. Con voz fría y casi sin vida, Stella reconoció su exceso de dedicación: “Me excedí más de lo recomendado. Asumo las consecuencias”. La compañera la orientó hacia la siguiente tarea: preparar la cocina para la inminente visita de los MorningStar. Sin reproches abiertos, pero con la tensa advertencia de mantenerse alerta: un miembro de esa familia homúnculo llegaría pronto.
—Entonces hoy harán una entrada sencilla. Sé un poco menos vaga y agrega tocino o salchichas para un plato más fuerte —me recomendó la homúnculo sin nombre que me visitó de improviso.
—Necesitamos el mejor uso del tiempo si queremos dejar la casa impecable para las visitas —le respondí sin fijarme mucho en ella.
Stella se dirigió a la cocina: espacio amplio donde varias homúnculos trabajaban en cadena. Supervisaba la preparación de tortillas de papa para el desayuno: pelar papas, rallar cebollas, batir huevos con leche y calibrar cantidades. Aunque el plato era sencillo, ella prefería eficiencia sobre extravagancia: consideraba que dedicar demasiada energía a la estética era inútil cuando la supervivencia de su especie estaba en juego. Sin embargo, otra homúnculo, de modales bruscos, sugirió agregar tocino o salchichas para impresionar a los extranjeros. Stella replicó con neutralidad: “Necesitamos tiempo para organizar la casa, mantendremos la receta básica. Pero puedo ajustar si falla la presentación”.
Entre cortes y mezclas, examinaba cada movimiento: corregía la postura de una compañera con un toque moderado, instruía sin entusiasmo, consciente de que cualquier error acarrea humillación o castigo. Cuando la ayudante preguntó si deberían preparar comida “nipona” para Kiritsugu Emiya (quien tal vez llegara vinculado a la Maison MorningStar), Stella contestó lacónica: “No es necesario; comerá lo que se sirva. Kiritsugu no es alguien importante para nosotros”.
Una compañera le habló de aprender palabras en “Nippon” para insultar a Kiritsugu de forma efectiva: “baka” y “aho”. Stella reaccionó con hastío: había algo desagradable en usar insultos premeditados. A pesar de su desapego, percibía cómo el lenguaje simbolizaba relaciones de poder: si Kiritsugu llegaba con sus valores, su presencia podría generar fricción con las normas rígidas del castillo.
—¿Crees que ese tal Kiritsugu le guste esto? Él es asiático, no conozco paladar de Nippon —me preguntó una ayudante de cocina.
—¿Nipón? ¿Hablas de Japón? —pregunté para confirmar.
—Sí, Nippon es el nombre en su lengua original. Me imagino que este nuevo desayuno es para la lengua de los MorningStar, ¿no deberíamos preparar un plato de su nación para él?
—No es necesario, se lo comerá quiera o no. Kiritsugu no es alguien importante.
—Ninguna de nosotras tampoco.
—Sí, la única de nuestra especie importante es la señorita Illyasviel. Supongo que es la norma en todas las familias menos en la MorningStar, las personas dicen que una es considerada de la familia, espero que nos visite.
—Jeannette, ¿no? Creo que el padre la llamó así por Jean D’Arc.
—Siempre conoces muchas cosas. Eres la más curiosa de nosotras, pero aunque me guste debes tener cuidado, mantente al margen y no sobrepases tus límites a causa de tu curiosidad.
Dejando la conversación, volvió a sus tareas de limpieza de utensilios, recordando que la curiosidad podía costar caro.
Durante la entrega del desayuno en el comedor, un sirviente de rango superior (Adal) la llamó: evaluó la presentación de las tortillas. Con voz autoritaria, alejada de la frialdad de Stella, comentó que la leche inflaba los huevos pero no aportaba sabor. Stella respondió con profesionalismo y un dejo de cansancio: “Entiendo, aplicaré ajustes según estándares de la casa”. Adal la nombró responsable de la cocina para los próximos dos días. Ella agradeció sin motivación evidente, consciente de que ese encargo implicaba mayor vigilancia y presión. Su pensamiento era oscuro: “No es como si me quedara mucho tiempo”. Adal, notando su desapego, le advirtió que cualquier descuido la llevaría al mismo destino que los cuerpos que escondía en la cripta.
El breve encuentro con Illyasviel, quien elogió genuinamente la comida, fue un destello inesperado. Stella vio en la niña un contraste brutal: inocencia y calidez frente a su propia apatía. Aquel “¡La comida estuvo deliciosa!” resonó en su mente, provocando un raro silencio interior. Por un instante, se preguntó si la aprobación de Illyasviel podía significar algo más que un formalismo. Pero se reprimió: no deseaba aferrarse a esperanzas que la hicieran más vulnerable.
De regreso a la cocina, Stella supervisó el inventario: naranjas escasas, alcoholes para los huéspedes. Anotó cantidades a mano: Riesling, Pilsner y Kölsch eran clave para impresionar a visitantes extranjeros; debía equilibrar gasto y reservas de la familia. Mientras revisaba las botellas, degustó un Riesling añejo y meditó en el paralelismo: el vino mejora con el tiempo, pero los homúnculos se degradan. Pensó en sí misma: incluso con un Mystic Code para prolongar la vida, su cuerpo no aceptaría el proceso de añejamiento; su existencia era una condena a la obsolescencia. Ese pensamiento la dejó con el corazón helado: la envidia silenciosa hacia ese vino que ganaba valor y complejidad mientras ella solo podía marchitarse.
Ya entrada la tarde, revisó por última vez el sótano de vinos y los cuartos asignados para huéspedes. Imaginó la llegada de Leo MorningStar o tal vez de un emisario de su clan: se preguntó si esos visitantes verían en ella algo más que una sirvienta sin nombre. Mientras ordenaba jarras y charolas, repitió en su mente la resignación inicial: “Nunca podré abandonar mis labores”. Sin embargo, dentro de esa repetición surgía un matiz distinto: la tenue chispa de preguntarse si, en esa visita, existiría una oportunidad de alteración, por mínima que fuera.
Al cerrar el día, Stella entendía que cada orden, cada receta ajustada y cada botella contabilizada eran eslabones de la cadena que la ataba al destino de ser útil hasta agotarse. Pero también comprendía que la llegada de los MorningStar —y con ellos, la posibilidad de interactuar con figuras como Kiritsugu o Illyasviel— abría una rendija en la monotonía. No alimentó una verdadera esperanza, pero en su interior algo se removió: la certeza de que, aun como homúnculo esclava, su conciencia podía observar y registrar el mundo exterior de forma distinta. Esa observación silenciosa sería su pequeño acto de rebeldía interna: vivir al menos como testigo, aunque fuera de la vida ajena.