Hercus estaba allí de nuevo, en esa zona lúgubre, llena de oscuridad. Esta vez, en sus pies, se sentía como caminar como un lago con poca agua. Volvió a ser un niño y a su alrededor se desplegó aquel paisaje de tantos años atrás. Luego de que su padre ser recuperara por la mujer médica, todo siguió con normalidad. Aquella noche la princesa Hileane se había casado con el rey heredero, Magnánimus Grandeur. En los días siguientes solo hablaba de los nuevos monarcas y de la reina consorte del monarca de Glories y a eso se sumó la noticia de que el rey y la reina estaban esperando a su primer hijo. De manera adelantada, siete meses después se dio a conocer el nacimiento de la joven alteza, la princesa Hilianis Grandeur, la primogénita del gran reino de Glories, del centro de Grandlia.
Hercus oyó las buenas nuevas y desde el acontecimiento del alumbramiento del nacimiento de la princesa Hilianis pasó más de un año. En ese tiempo, se divirtió con su padre y con su madre. Estaba jugando y pasó el día con los niños, con Zack, Axes, Lysandra y los demás niños. Pero al volver a casa, se encontró con una terrible situación. Corría a la cama de su amado ascendiente.
—Agradécele a la reina Hileane por haberte salvado, hijo mío —dijo su padre en su último suspiro. El cuerpo de Herodias perdió aquel privilegiado virtud de la vida y su alma abandonó su ser.
Hercus no asimilaba eso. Debía encontrar de nuevo a esa mujer médica que lo había curado, ella podría salvarlo.
—Iré a buscar a un médico, madre. Mi padre todavía puede ser sanado.
—Mi amado hijo, eso ya no sería necesario. —Ligia lo envolvió en sus brazos—. Él ya ha fallecido.
El dolor cubrió el cuerpo de Hercus y el amargo sollozo por la pérdida de su padre volvió a mojar su rostro. Se dejó llevar por el llanto, acompañando los lamentos de su madre.
—Padre, ahora que ya no estás, yo cuidaré y protegeré a mi madre —prometió Hercus, sosteniendo la mano de su padre y apretándola con sus escasas fuerzas—. Y le agradeceré a su majestad en persona.
Así, veinte días después del fallecimiento de su padre, su madre y Rue estaban ocupadas trabajando. La ausencia y la partida de Herodias había dejado un ambiente melancólico y lúgubre. Aún los mantenía sumidos en la tristeza y hablaban poco. Sin embargo, de repente, su madre empezó a vomitar y su piel se volvió pálida.
—Ligia, ¿te encuentras bien? ¿Qué te sucede? —preguntó Rue, con preocupación.
—No lo sé, de repente me dieron náuseas y ganas de vomitar.
—¡Madre, madre! ¿Estás bien? ¿Estás enferma? —preguntó con preocupación, acercándose a ella para sostenerla.
—Sí, Hercus, estoy bien.
—¿Sabes lo que eso podría significar, Ligia? —interrogó Rue, de neuvo.
—Sí, entremos a la choza para que me examines.
—De acuerdo.
Después de algunos minutos dentro de la choza, Rue finalmente salió.
—¿Qué le sucede a mi madre? ¿Está enferma? —preguntó Hercus de inmediato. Recordaba esto como la vez que su padre había estado mal.
—No, no está enferma. Está embarazada.
—¿Embarazada, como las ovejas?
La joven Rue empezó a reír ante su comentario inocente comentario.
—No, como las personas, y eso significa que tendrás un hermanito o una hermanita —dijo la joven Rue con una sonrisa—. ¿Qué prefieres, un niño o una niña?
Hercus reflexionó sobre su respuesta. ¿Un niño o una niña? ¿Qué prefería?
—Un hermano, quiero que sea un niño, así podré jugar con él.
Entonces, nueve lunas después, Rue y otras mujeres habían permanecido con su madre durante mucho tiempo dentro de la choza. La señora Ligia había estado gritando de forma constante desde que entraron. Al final, el sonido que llegó después de una larga espera fue el llanto de un pequeño bebé. Pasaron más momentos, hasta que finalmente lo avisaron.
—¡Hercus, ya puedes entrar! —gritó Rue, con voz forzada. Estaba cansada por la labor de partera.
—Madre, ¿cómo estás? —preguntó Hercus al verla. Estaba sudada, pálida y con ojeras, rodeada de trapos manchados de sangre. En el aire había un olor penetrante.
—Hercus, ahora tienes un hermanito. Como su hermano mayor, ayúdalo mucho y no debes permitir que le ocurra nada malo, pero, sobre todo, debes cuidarlo —dijo con la voz quebrada, y luego comenzó a llorar.
Hercus al verla así, su corazón se llenó de dolor y la acompañó con sus lágrimas. Tenía que convertirse en un defensor al que todos admiren y le permitan la entrada a su casa como un héroe. Un guerrero del que conozcan su nombre y lo acepten sin colocar obstáculos. Un guardián era en lo que se convertiría, así podría darles todo lo que se merecían.
—¡Guardián! Me volveré un guardián para protegerlos a ti, a mi hermanito y a todo el reino. Seré un protector, te lo prometo —dijo él, sonando más alto de lo que su pequeño cuerpo le permitía.
Una sonrisa se moldeó en el rostro de su madre.
—Tú, hijo mío, no solo te convertirás en el mejor guardián de este reino y de cualquier otro; tú serás más grande que cualquier hombre que exista, porque la nobleza de tu corazón es incluso superior a la de la realeza. —Ligia acarició su cabeza con amabilidad—. El nombre de Hercus será conocido y recordado en todos los reinos por los siglos de los siglos y por toda la eternidad. Herodias y yo nos sentiremos muy orgullosos de ser padres del hombre que será más grande que un rey. Además, pase lo que pase debes proteger a la reina Hileane. Aun cuando todos se alcen en su contra. Tú debes estar con ella y ser su perfecto Guardian.
Hercus solo sonrió al escuchar sus palabras y asintió con aceptación.
—Lo prometo, madre. ¿Y cómo se llama mi hermanito?
—Su nombre será Herick. Protégelo, mi amado hijo —La voz de su madre se fue haciendo más débil y por algún motivo, sentía que se estaba despidiendo—. Rue, mi amiga, disculpa por las molestias, ¿pero cuidarías de ellos mientras yo no estoy?
—Claro que sí, Ligia, cuidaré de ellos como si fueran mis propios hijos —respondió la joven Rue, también comenzando a llorar—. Junto con mi marido los cuidaremos.
—Madre, ¿a dónde vas? ¿Por qué te despides?
—Hercus, Herick, los amo.
Esas fueron las últimas palabras que escuchó pronunciar de su madre, cuando cerró los ojos por completo y quedó inmóvil, pero con una hermosa sonrisa en sus labios.
—¡Madre, madre! ¡Despierta, despierta! Yo me iba a convertir en guardián para protegerte a ti, a mi hermano y a la reina Hileane. —No pudo contener el dolor que sentía y lloraba con desesperación—. También se lo prometí a mi padre que te cuidaría. ¡Despierta, por favor! ¡Madre!
—Ya no sigas, Ligia ha muerto, Hercus. —Rue colocó una de sus manos en su hombro—. Ven, salgamos. Tenemos que avisar.
—Se supone que yo la cuidaría, pero no pude hacer nada para evitar que muriera.
—No digas esas cosas, nadie podría haber hecho algo para impedir su muerte. Algunas cosas se escapan de las manos de los hombres y esta es una de ellas. Así que no te culpes.
Las palabras de la joven Rue no lograban aplacar la tristeza que lo abrazaba sin piedad. Él era el que no había cumplido su promesa. Él tuvo la culpa. Su respiración se detuvo por unos instantes y una punzada en su pecho lo hizo ver negro un momento. Así, desde ese día, una pequeña mancha nació en su corazón. Luego su estado volvió a normalizar.
—Perdóname, madre. Te he fallado. —Volvió a ver a su madre y se apartó de la mano de Rue, si era la última vez que la iba a ver, entonces debía despedirse. Fue corriendo y se apoyó en la cama de roble macizo, pegando sus labios en la frente de la mujer que lo había traído a este mundo—. Te amo, madre.
Hercus regresó con la señora Rue y juntos salieron de la choza. Ella le dio a sostener a su hermano, porque iba a dar la noticia del fallecimiento de Ligia. Los sostuvo con fuerza, pero su atención fue captada por el polvo que se notaba a los lejos. Una gran multitud de jinetes cabalgaban a toda prisa sobre los cabellos, como si estuvieran escapando de algo. Se dio media vuelta, para que la tierra no molestara a su hermanito. Resonó su nariz y su llanto se incrementó de repente.
—Yo te mantendré a salvo, Herick —dijo Hercus al pequeño bebé, que todavía no abría los ojos. Mas, esa tierna criatura le agarró la camisa y se sujetó de él.
Hercus sonrió con ternura y felicidad. Entonces, la mancha oscura que había nacido en él, dejó de crecer y se escondió en lo más profundo de su ser. El recuerdo se fue desvaneciendo ante a ante él, para dar paso la realidad que lo había quebrado.
—¡Despierta! ¡Despierta!
Hercus escuchó una voz desconocida y percibió unas vibraciones en la parte de su cabeza. Los golpes eran producidos por un guardia que golpeaba la tabla superior con la espada en donde habían metido la cabeza para despertarlo de su sueño. Abrió sus parpados con lentitud, observando de manera distorsionada y borrosa, con sus ojos llorosos por rememorar aquellos eventos tan tristes y melancólicos para él. Cuando estuvo a plenitud de sus sentidos, lo único que veía era la imagen de la reina frente a él, siendo rodeada por los leones, que no había participado en su confrontación y por los custodios reales. El vestido de mangas largas de seda morada destacaba por la limpieza y esbozados, mientras que su cabello blanco-grisáceo, brillaba como un río de ese metal fundido. Era adornado por una preciosa corona de cristal que tenía deslumbrantes gemas púrpuras y el olor del extravagante perfume entraba por su nariz. Sostenía el cetro con destreza. Antes esos ojos resplandecientes plateados lo habían hecho sentir mareado y agobiado. Pero ya podía mirarlos sin que le causaran alguna emoción.
—¿Qué quieres? ¿Ya vienes a matarme? —preguntó Hercus con brusquedad y hostilidad en contra de su soberana.