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Chapter 4 - 3. Las bestias

—Deberíamos asustarlos —sugirió Hercus, con intención de mantenerlos a raya.

Zack miró a sus hermanos y a su grupo. Así, todo empezaron a gritar de gran manera. Meneaban sus brazos, para tratar de ahuyentarlos. A Hercus le sorprendió que lo obedecieran y que le hicieran caso al instante. Podría sonreír de la gracia, pero se lo ahorraría y lo haría en otra ocasión, cuando estuvieran a salvo.

El grupo se movía y retrocedía despacio, para alejarse de las dos bestias. Pero los felinos los iban siguiendo despacio, como probando que tanto se resistirían, sin importar la bulla que hacían. Su ventaja era su número, que lograba controlarlos y hacer que no se apresuraran a abalanzarse sobre ellos, así como sus asustados y roncos bramidos. Sabían que no saldrían ilesos si los atacaban. Estuvieron en esa tensa situación por los siguientes minutos. Los animales tanteaban la tierra con sus garras, nada más esperando el momento oportuno para quebrar la defensa de los jóvenes. En sus fosas nasales olían el miedo y el temor que les enfundaban y se regocijaban.

Uno de los pueblerinos, en su pavor, tropezó con una piedra. Su pie se dobló y cayó al suelo, siendo el más vulnerable en esa situación. Los leones parecieron esbozar una sonrisa ante lo ocurrido. Sin más, una de las criaturas se arrojó con furia hacia el grupo, en dirección del caído.

—Encárguense del que queda—dijo Hercus, exaltado,

Hercus avanzó para frenar la arremetida del que se hubiera comido a su compatriota de Glories. En el choque soltó su arco debido a la vehemencia del rey de la selva. Cayó de espaldas y boca arriba contra el suelo. Le puso el brazo en el cuello, mientras que con la derecha controlaba por el lado de la cabeza, para que no lo mordiera en el pescuezo de forma fatal, ya que era la manera en la que sometían y mataban a sus presas. Debía proteger su cuello a como diera lugar. Las garras afiladas dañaron su camisa y le desgarraron la carne del pecho, haciendo que sangrara de manera ligera. Podía mantener a raya a uno solo, pero si el segundo decidiera atacarlo por el costado podía llegar a morir si lo tomaba por el cuello. Aprestaba toda su energía y destreza, para que no ser devorada por el feroz león que descargaba su ímpetu contra él. Soltaba quejidos de dolor y de su forcejeo contra la bestia salvaje.

—Vámonos —dijo Zack al ver la situación despavorida para Hercus. No tenía intenciones de ayudarlo luego de haberlo golpeado y humillado en público—. Él lo dijo. Uno debe ser el sacrificio. El otro león no nos perseguirá.

—¿Qué? ¡No! No podemos abandonarlo —comentó Herick, alterado. Al conocerlos a ellos, sabían que sí eran capaces de dejarlos atrás para salvarse ellos. Pero Hercus había salvado a uno de su grupo. Lo menos que podían hacer era devolverles el gesto.

Zack, Lysandra, Zeck, Zick y los demás jóvenes no lo pensaron dos veces y echaron a correr, alejándose del peligro. Hasta el ciudadano que Hercus había rescatado se había dado a la fuga por el bosque. Estaba asustado y más preocupado por salir con vida del bosque y volver con su familia, que salvarlos a Ellos. Eran dos huérfanos en el pueblo de Honor. Hasta sus padres los habían abandonado, por lo que no estaban haciendo nada nuevo para ellos. Pobres, malditos y estúpidos hermanos. Merecía morir de una vez por todas y esta era la ocasión esperada. Gracias a los espíritus del cielo por escuchar sus oraciones de desaparecer a Hercus y a Herick de la tierra. Nadie se entristecería, nadie los lloraría y nadie vendría rescatarlos. Y después de muertos, nadie los buscaría. Eran tan lamentables e infelices. Bebería por siete días seguidos, iría con las rameras a las afueras de la muralla de hielo para acostarse con todas las que pudiera y les haría un monumento a los leones si lograban devorarlos.

Herick le lanzaba flechas al felino para alejarlo de su hermano. Pero esta les esquivaba de manera ágil. Se echaba hacia atrás y gritaba para mantenerlo a raya. Cada fibra de su cuerpo se estremecía del miedo. Las piernas le pesaban y sudaba frío.

—Toma al ciervo y vete.

—¡No! —dijo Herick.

—¡Vete!

—¡No!

—¡Herick! —exclamó Hercus a viva voz, casi desgarrando su garganta de la potencia en que lo había hecho.

—¡No! ¡No! —dijo Herick, asustado. Las lágrimas abandonaron sus ojos sin contención.

—No… No te preocupes. Te alcanzaré luego. Lo juro —dijo Hercus, para animar a su hermano, que sabía no lo iba a abandonar por su voluntad. Solo forzándolo a que se fuera, para mantenerlo a salvo. Era su último pariente de sangre conocido, y no dejaría que nada le pasara.

—Es una promesa —dijo Herick. Se lanzó sobre el venado muerto y lo cargó sobre sus hombros con dificultad—. ¡Heos! —Llamó al can, pero este se mantenía firme, ladrándole al león—. Cuídalo.

Herick salió corriendo con apuro y forzado, pues el animal pesaba. Sus pupilas se ensancharon cuando divisó a las leonas escondidas y asechándolo desde los arbustos. En su pecho sintió un frío que caló sus huesos. Iba a morir. Su llanto insonoro tornaba su visión borrosa. Estaba aterrado.

Hercus, en su disputa contra el feroz león, se protegió con su antebrazo, en donde se enterraron los agudos dientes del depredador. En forcejeo arduo, turbulento y lleno de vehemencia se lo pudo quitar de encima al darle una patada en el estómago, mientras Heos le ladraba al otro. Sofocado y ajetreado, se mantuvo en pie. Estaba sangrando y su ropa estaba toda rota. La expresión en su rostro se mantenía calmada. Sus brazos, todavía le temblaban y el pecho se le inflaba del aire con rapidez debido al aire que cumulaban sus pulmones.

Herick, en su carrera, se dispuso a recitar la siguiente oración. Era perseguido por cuatro leonas que cada vez lo iban alcanzando.

—Su alteza real todopoderosa, la que gobierna este país y la que fue dotada con gélida magia por los espíritus. Es la bruja de escarcha la profecía y la monarca de esta nación. Salva a tus ciudadanos y libranos de todo peligro. A mí y a mi hermano Hercus, te lo imploro de corazón—comentó con fervor, aunque su voz era uniforme y turbada. Agachó la cabeza, haciendo una reverencia—. Larga a vida a la reina… —dijo el final de su plegaria—. Su majestad, Hileane. Concédenos piedad.

El cielo despejado de Glories se cubrió de densas nubes grises, que oscurecieron el reino. La nieve blanca brotó de las alturas, como pesado algodón que se precipitaba hacia el suelo. Los pueblerinos, soldados, mercaderes, nobles, caballeros y guardias contemplaron el fenómeno sin asombro, pues ya estaban acostumbrados al extraño fenómeno que ocurría en el reino.

—La reina —dijeron algunos, desde los más pequeños hasta los más ancianos, sin importar su estatus o profesión.

—Su alteza real —comentaron otros.

—Su majestad. —Desde los más letrados hasta los menos estudiados sabían a quién pertenecía esta nieve. Solo con pensar en ella les daba un escalofrío y sentían intimidados, solo con su nombre.

Herick se asustó cuando un par búhos blancos pasaron por su lado y detuvieron el ataque de las leonas a su espalda. Se detuvo un instante. Vio como todo se tornó oscuro y como caía la nieve. Sonrió, confiado y seguro porque ya estaba a salvo. Solo había un ser en todo el mundo que era capaz de ocultar el sol, cambiar el clima y hacer nevar en el centro de Glories, donde la temperatura era cálida. Además, de que ni siquiera las criaturas más salvajes de la tierra, ni la naturaleza misma, se atrevían a desafiarla. Se apresuró a regresar a la aldea para llevar su premio.

Los majestuosos búhos se posaron sobre ramas del árbol, luego de haber llamado la atención de las felinas como si su intelecto fuera superior al de un animal ordinario. Las leonas se detuvieron al instante y rugieron entre ellas, atemorizadas, para después darse vuelta ante la presencia de las aves que eran fieles seguidoras de la inclemente y sobrenatural monarca de Glories, la reina Hileane.