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Chapter 21 - Ova 15: La esclavitud.

Armando Mercier tenía 20 años, y su vida era una mezcla de contrastes. Su hogar, una modesta casa con muebles antiguos, estaba decorada con objetos lujosos que había adquirido gracias a los trabajos ocasionales que realizaba para empresarios adinerados. Su vida estaba lejos de ser sencilla, pero al menos compartía su día a día con Marlene Méndez, su pareja, quien siempre lograba encontrar el lado positivo de las cosas. Marlene tenía una sonrisa que podía iluminar incluso los días más grises, y aunque provenía de un entorno similar al de Armando, siempre soñaba con un futuro mejor.

Una tarde, mientras el sol iluminaba tímidamente las cortinas del pequeño salón, Armando se encontraba sentado en el sofá revisando unos papeles. Marlene, con un delantal lleno de manchas de harina, entró desde la cocina con una bandeja de galletas recién horneadas.

—¿Otra vez esos papeles, Armando? —dijo ella, dejando la bandeja sobre la mesa.

—Son de la empresa de Collier. Están buscando un asistente personal, y creo que tengo una buena oportunidad.

Marlene se sentó junto a él, mirándolo con atención.

—¿Estás seguro? Esos empresarios siempre buscan a alguien con experiencia, y tú... bueno, ya sabes.

Armando dejó los papeles a un lado y tomó una galleta.

—Lo sé, pero también buscan a alguien que sepa lidiar con la presión. Nadie entiende mejor la presión que nosotros.

Marlene suspiró y apoyó la cabeza en su hombro.

—Ojalá te den una oportunidad. A veces siento que el mundo está diseñado para mantenernos siempre al borde.

—Por eso peleamos, Marlene. No pienso quedarme en este lugar para siempre. Quiero algo mejor para nosotros.

El silencio se instaló en la habitación por unos momentos, solo interrumpido por el crujir de las galletas. Finalmente, Marlene se levantó y se dirigió a la ventana, desde donde se veía el pequeño jardín que habían cuidado juntos.

—¿Sabes qué? Si consigues ese trabajo, voy a celebrarlo cocinando tu plato favorito.

Armando rió por lo bajo y se cruzó de brazos.

—¿Tu famosa lasaña? Espero que esta vez no se queme el queso.

Marlene le lanzó una mirada fingidamente molesta antes de reírse con él.

—¡Eso fue un accidente! Pero está bien, esta vez la haré perfecta.

La conversación fue interrumpida por el sonido de un teléfono móvil. Armando lo tomó rápidamente al ver el número en la pantalla. Era Collier. Su rostro se tensó mientras contestaba.

—¿Señor Collier? Sí, soy Armando Mercier... Sí, recibí su correo. ¿Está seguro?

Marlene se acercó, inquieta, intentando descifrar algo por la expresión de su rostro. Cuando Armando finalmente colgó, había una mezcla de asombro y emoción en sus ojos.

—¿Y bien? —preguntó Marlene, ansiosa.

Armando respiró profundamente antes de hablar.

—Tengo una entrevista mañana.

El grito de alegría de Marlene llenó toda la casa mientras corría a abrazarlo.

—¡Sabía que lo lograrías! ¡Te lo dije, Armando!

Él, aunque emocionado, levantó una mano en señal de advertencia.

—Es solo una entrevista. Todavía falta mucho.

—¡No importa! Este es el primer paso, y estoy segura de que lo harás bien.

La energía positiva de Marlene contagió a Armando, y por primera vez en semanas, sintió que había una posibilidad real de que las cosas mejoraran. Esa noche, mientras cenaban juntos bajo la tenue luz de una lámpara, hicieron planes para el futuro, soñando con un día en el que ya no tuvieran que preocuparse por el dinero ni por las dificultades.

A la mañana siguiente, Armando se puso el mejor traje que tenía y se despidió de Marlene con un beso.

—Buena suerte, amor. —dijo ella, ajustándole la corbata con una sonrisa.

—Gracias, Marlene. Lo haré por nosotros.

Y con esas palabras, Armando salió al mundo, listo para enfrentar lo que viniera.

Armando Mercier caminaba con pasos firmes por las concurridas calles de la ciudad. Llevaba consigo una carpeta con su currículum y las recomendaciones que tanto trabajo le habían costado conseguir. Su corazón latía rápido, no solo por los nervios de la entrevista, sino también por la esperanza de que esta pudiera ser la oportunidad que cambiara su vida.

Era un día normal, o al menos eso pensaba. A su alrededor, la gente iba y venía en sus rutinas habituales: ejecutivos apurados con sus maletines, vendedores ambulantes que ofrecían sus productos, y artistas callejeros que tocaban melodías alegres. Armando intentó concentrarse, ignorando el bullicio mientras repasaba mentalmente lo que diría al entrevistador.

Sin embargo, algo llamó su atención. Al cruzar una esquina, notó que un chico, aproximadamente de su misma edad, lo observaba desde el otro lado de la calle. Vestía una sudadera gris con capucha que le cubría parcialmente el rostro, y sus ojos oscuros lo estudiaban con intensidad. Armando pensó que era solo una coincidencia y siguió caminando, aunque no pudo evitar sentir una extraña incomodidad.

Un par de minutos después, giró levemente la cabeza y vio al mismo chico. Ahora estaba detrás de él, a una distancia prudente, pero claramente lo estaba siguiendo.

"¿Qué quiere?", pensó Armando, apretando con fuerza la carpeta que llevaba bajo el brazo. Decidió probar algo: cruzó la calle en un semáforo concurrido, mezclándose entre la multitud. Para su sorpresa, el chico con la capucha lo siguió, moviéndose con agilidad entre las personas.

El corazón de Armando comenzó a latir más rápido. Quería creer que era una coincidencia, pero la forma en que el chico mantenía la distancia exacta lo hizo sospechar lo peor.

Cruzó otra esquina y entró en un pequeño callejón, fingiendo buscar algo en su carpeta. No pasó mucho tiempo antes de que el chico apareciera, caminando tranquilamente hacia él. Fue entonces cuando Armando lo enfrentó.

—¿Necesitas algo? —preguntó con firmeza, aunque su voz traicionó un leve temblor.

El chico detuvo su paso y se quedó a unos metros de él. Su mirada era fría, pero había algo calculador en sus movimientos. No respondió de inmediato, sino que metió las manos en los bolsillos de su sudadera.

—Solo estoy paseando. —respondió finalmente, con un tono que no sonaba nada amistoso.

Armando sintió un escalofrío.

—Mira, no tengo tiempo para juegos. Si me estás siguiendo por algo, mejor dilo ahora.

El chico dio un paso adelante, con una media sonrisa.

—Está bien, no voy a mentir. Me interesa lo que llevas ahí. —dijo, señalando la carpeta.

—¿Mi carpeta? —Armando levantó una ceja, confundido.

—No solo eso. También ese reloj que llevas. Parece caro.

Fue entonces cuando Armando lo entendió todo. Este chico no era alguien que estuviera interesado en una entrevista o en una charla casual. Su objetivo era robarle.

—No tienes idea de quién soy, ¿verdad? —dijo Armando, intentando mantener la calma mientras retrocedía unos pasos.

El chico se encogió de hombros.

—No me importa quién seas. Solo dame tus cosas y no habrá problemas.

Armando sabía que no podía entregarle sus pertenencias, no solo porque no tenía nada de valor real aparte del reloj que había heredado de su padre, sino porque sin la carpeta perdería su única oportunidad de cambiar su vida. Miró alrededor, buscando una salida. El callejón estaba casi vacío, salvo por un par de contenedores de basura y una puerta trasera cerrada.

—¿Y si no lo hago? —preguntó, intentando ganar tiempo.

El chico sacó una pequeña navaja de uno de los bolsillos y la mostró con aire despreocupado.

—Entonces tendremos un problema.

Armando sintió que el pánico se apoderaba de él, pero intentó mantener la compostura. Su mente trabajaba a toda velocidad. Sabía que no podía pelear, pero tampoco podía rendirse.

—Mira, no quiero problemas. —dijo, levantando las manos. Lentamente sacó su reloj y lo extendió hacia el chico—. Aquí tienes. Es todo lo que tengo.

El chico se acercó con cuidado, pero cuando estaba a punto de tomar el reloj, Armando aprovechó su distracción. Lanzó la carpeta hacia el rostro del ladrón, quien retrocedió, sorprendido, y luego corrió hacia la calle principal, gritando:

—¡Ayuda! ¡Ese tipo intentó robarme!

El ruido atrajo la atención de los transeúntes, que rápidamente se giraron para mirar. El chico con la capucha, al verse expuesto, guardó la navaja y salió corriendo en la dirección opuesta, desapareciendo entre la multitud.

Armando se quedó allí, respirando con dificultad. Un par de personas se acercaron para preguntarle si estaba bien, pero él solo negó con la cabeza, recogió su carpeta del suelo y continuó su camino.

"Bienvenido a la ciudad", pensó con amargura, mientras ajustaba la corbata. A pesar del incidente, sabía que no podía darse el lujo de llegar tarde a la entrevista. Su futuro dependía de ello.

Armando finalmente llegó al edificio donde se llevaría a cabo la entrevista, aún con el corazón acelerado por lo ocurrido momentos antes. Se detuvo frente a las puertas de vidrio, respirando hondo para calmarse. Había tenido días complicados, pero este se sentía particularmente pesado. Aún así, no podía darse el lujo de detenerse ahora.

Al entrar, fue recibido por una elegante recepcionista que apenas levantó la vista de su escritorio.

—¿Nombre? —preguntó sin emoción alguna.

—Armando Mercier. Tengo una entrevista programada con el señor Collier.

La recepcionista tecleó algo en su computadora y asintió brevemente.

—Piso 15, sala de conferencias B. Puede tomar el ascensor al fondo.

Armando agradeció con un gesto y se dirigió al ascensor. Mientras subía, intentó organizar sus pensamientos. Repasó una y otra vez las respuestas que había preparado para las preguntas comunes de una entrevista, aunque una parte de su mente no podía dejar de revivir el momento en el callejón.

"Solo fue un mal día", se dijo a sí mismo. "Nada más."

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Armando se encontró en un pasillo impecable con paredes de vidrio que dejaban ver las oficinas llenas de ejecutivos trabajando. Caminó hasta la sala indicada y, al entrar, se encontró con un hombre de mediana edad, trajeado y con un porte imponente.

—Señor Mercier, ¿verdad? —dijo el hombre mientras extendía la mano.

—Sí, mucho gusto. —respondió Armando, estrechándole la mano con firmeza.

El hombre asintió y señaló una silla frente a su escritorio.

—Siéntese. Dígame, ¿por qué cree que es el candidato ideal para este puesto?

Armando respiró hondo, dejó la carpeta en sus piernas y comenzó a hablar.

—Porque entiendo lo que significa trabajar bajo presión. No vengo de una familia acomodada, pero eso me ha enseñado a adaptarme y a encontrar soluciones rápidas a los problemas. Estoy acostumbrado a enfrentar desafíos y salir adelante.

Collier lo observó con atención, entrelazando los dedos sobre la mesa.

—Interesante. Eso explica mucho, pero dígame, ¿cómo manejaría una situación en la que algo sale terriblemente mal y todos miran hacia usted?

Por un momento, Armando pensó en el incidente en el callejón. Recordó la adrenalina, el miedo, y cómo había logrado mantener la calma para salir de la situación.

—Mantendría la calma. —dijo con confianza—. En mi experiencia, perder la cabeza solo empeora las cosas. Analizaría la situación, buscaría una solución y tomaría acción rápidamente. Creo que, en situaciones críticas, lo importante es no rendirse.

Collier levantó una ceja, impresionado.

—Buena respuesta. Pocos tienen la capacidad de pensar así bajo presión.

La entrevista continuó durante media hora, con preguntas que iban desde sus habilidades técnicas hasta sus experiencias personales. A medida que hablaban, Armando notó que comenzaba a sentirse más relajado, y poco a poco recuperó la confianza en sí mismo.

Al terminar, Collier se levantó y le estrechó la mano una vez más.

—Gracias por venir, señor Mercier. Tomaremos nuestra decisión en los próximos días, pero debo decir que tiene potencial.

—Gracias a usted por la oportunidad. —respondió Armando, con una pequeña sonrisa.

Cuando salió del edificio, sintió cómo una ola de alivio lo envolvía. El día había comenzado mal, pero al menos había logrado hacer lo que se había propuesto. Mientras caminaba de regreso a casa, pensó en Marlene y en cómo reaccionaría al escuchar cómo le había ido.

"Solo fue un mal día", se repitió a sí mismo, esta vez con una sonrisa. Y, por primera vez en toda la jornada, realmente lo creyó.

Armando Mercier caminaba por las calles con el espíritu renovado. Sentía que, por primera vez en mucho tiempo, las cosas podían cambiar a su favor. Su mente divagaba en las posibilidades: el empleo, el esfuerzo por mejorar su vida, y el deseo de construir un futuro junto a Marlene. Por unos momentos, incluso los eventos del callejón parecían haberse desvanecido en la distancia.

Sin embargo, su esperanza fue interrumpida por una sensación extraña, un escalofrío que recorrió su espalda. Fue instintivo. Algo en el aire había cambiado, como si el mundo a su alrededor se volviera más pesado y sombrío. Giró la cabeza hacia su izquierda, y lo que vio lo dejó completamente paralizado.

Allí, en medio de la calle, un hombre caminaba lentamente, pero había algo terriblemente mal en él. Desde la frente hasta la barbilla, no tenía piel, solo una carne expuesta cubierta por sangre seca. Sus ojos apagados, de un café sin vida, parecían mirar al vacío. Sus manos sostenían dos cabezas decapitadas, ambas grotescamente familiares: una pertenecía al director Rigor, el legendario líder de la Academia Historia; la otra era la de Nihil, el temido dios de las maldiciones. Ambas cabezas parecían absurdamente fuera de lugar en este escenario, como si el tiempo y el espacio se hubieran mezclado de manera incomprensible.

El hombre, o lo que fuera, tenía un aura de muerte que helaba la sangre. Armando sintió su corazón golpear contra su pecho mientras el ser giraba la cabeza hacia él. La expresión en su rostro no era de rabia o furia, sino de una calma inquietante, una sonrisa maliciosa que revelaba más maldad de la que Armando podía comprender.

Ese hombre, o monstruo, era Victor Zombie. Alguna vez había sido el héroe más fuerte de su línea de tiempo, un símbolo de esperanza y valentía. Pero ahora, convertido en un cadáver andante, había logrado cruzar hacia esta línea temporal, trayendo consigo su propio apocalipsis. Y Armando era su objetivo.

Victor Zombie comenzó a caminar hacia él, cada paso lento pero deliberado, como si saboreara la tensión que estaba generando. Armando no podía moverse; estaba congelado en su lugar. Su mente trataba de racionalizar lo que veía, pero no había lógica que explicara aquella aberración.

Cuando Victor finalmente quedó frente a él, Armando sintió que el tiempo se detenía. El monstruo lo miró fijamente, sus ojos muertos examinándolo de pies a cabeza. No había furia en su expresión, solo una calma inquietante que lo hacía aún más aterrador. Su cabello castaño estaba desordenado, y su cuerpo, aunque claramente muerto, emanaba una presencia imponente. Era como si su existencia misma desafiara las leyes de la vida y la muerte.

El aroma de la muerte lo envolvía todo. Armando apenas podía respirar, y un sudor frío recorría su espalda. Sabía, instintivamente, que este ser no era algo natural. No era humano, ni siquiera algo que perteneciera a este mundo.

Victor Zombie inclinó levemente la cabeza, como si estudiara a su presa. Por un instante, Armando pensó que lo atacaría, pero el monstruo no hizo nada. Simplemente lo miró con esos ojos sin vida, como si lo estuviera evaluando, como si fuera una pieza interesante en un tablero que solo él entendía.

Finalmente, Victor habló, su voz profunda y arrastrada como el eco de una tumba:

—No eres nada... todavía. Pero puedo olerlo. Algo en ti… podría ser delicioso.

Esas palabras hicieron que Armando diera un paso atrás, casi tropezando.

—¿Qué… qué eres tú? —preguntó, con la voz temblorosa y el corazón a punto de estallar.

Victor Zombie no respondió. Su sonrisa se desvaneció, y su rostro adoptó un semblante más serio, casi solemne. Levantó las dos cabezas que llevaba, mostrándolas como si fueran trofeos.

—Ellos... eran fuertes. —dijo, señalando las cabezas de Rigor y Nihil—. Pero incluso los fuertes caen. ¿Qué esperas tú, pequeño humano?

Armando no podía responder. Sus piernas temblaban, y su mente gritaba que debía correr, pero algo en la presencia de Victor lo mantenía clavado en el suelo, como si estuviera atrapado en una pesadilla.

Victor dio un paso más cerca, inclinándose lo suficiente como para que sus ojos muertos quedaran a la altura de los de Armando.

—Tienes miedo. Lo siento... lo huelo. Pero no te preocupes, aún no es tu momento.

Sin decir más, Victor se dio la vuelta y comenzó a caminar lentamente hacia el horizonte, dejando a Armando con las piernas temblorosas y el corazón acelerado. A medida que el monstruo se alejaba, su figura se desvanecía como un espectro, dejando atrás un aire helado y una sensación de que algo mucho más grande estaba por venir.

Armando respiró profundamente, intentando procesar lo que acababa de suceder. Sabía que esto no era normal, que no era algo que pudiera ignorar o fingir que no había visto. Algo oscuro había llegado a su mundo, y de alguna manera, él estaba involucrado.

"¿Qué diablos fue eso?", pensó, mientras su cuerpo aún temblaba. Pero en el fondo sabía que esa pregunta solo era el comienzo de algo mucho más aterrador.

Armando Mercier finalmente llegó a casa, aún con la mente atrapada en el espeluznante encuentro con Victor Zombie. Su cuerpo estaba tenso, y cada paso hacia la puerta parecía más pesado de lo normal. Sin embargo, el aroma que se filtraba desde la cocina lo envolvió como un cálido abrazo, recordándole que había algo mucho más humano y reconfortante esperándolo dentro.

Al abrir la puerta, fue recibido por la vista de Marlene, su pequeña pero enérgica pareja, quien estaba de pie en una escalera pequeña, alcanzando con esfuerzo una olla en la estufa. Su cabello estaba atado en un desordenado moño, y un delantal apenas le cubría del todo debido a su diminuto tamaño de 1.50 metros. Para Armando, era como una escena salida de una película tranquila, un refugio del caos del mundo exterior.

—¡Ya llegaste! —dijo Marlene con una sonrisa radiante, girándose hacia él mientras sostenía una cuchara de madera—. Justo a tiempo, la comida está casi lista.

A pesar del torbellino de emociones dentro de él, Armando no pudo evitar sonreír. La calidez en la voz de Marlene tenía una manera de hacer que todo lo demás se desvaneciera, al menos por un momento.

—Sí… —respondió mientras cerraba la puerta detrás de él—. Estoy aquí.

Marlene lo miró con curiosidad mientras bajaba con cuidado de la escalera para caminar hacia él.

—¿Estás bien? Te ves... extraño. ¿Fue un mal día?

Armando vaciló un momento, considerando si debía contarle lo que había visto. Pero al final, negó con la cabeza.

—Nada que una buena comida no pueda arreglar.

Marlene lo estudió por un segundo más, claramente no convencida, pero decidió no insistir. En lugar de eso, tomó su mano y lo condujo hacia la mesa.

—Siéntate. Hoy preparé tu plato favorito.

Armando obedeció, sentándose mientras Marlene volvía a su escalera para terminar de servir la comida. La observó moverse con energía, usando su pequeño tamaño a su favor mientras alcanzaba con precisión los utensilios y los ingredientes necesarios. Era algo que siempre lo hacía sonreír; para él, Marlene era simplemente adorable, incluso en los momentos más mundanos.

Cuando finalmente puso los platos en la mesa, se sentó frente a él, apoyando sus codos en la superficie y mirándolo con una sonrisa traviesa.

—Ahora dime, ¿qué pasó en el trabajo? ¿Cómo te fue?

Armando tomó un bocado antes de responder, saboreando el cálido y reconfortante sabor de la comida casera.

—La entrevista fue bien. El jefe parecía impresionado. Tal vez tenga una oportunidad.

Marlene aplaudió suavemente, sus ojos brillando con entusiasmo.

—¡Sabía que lo lograrías! Eres increíble, Armando. Solo tienes que creer más en ti mismo.

Su apoyo y confianza eran todo lo que necesitaba escuchar en ese momento. Aunque las imágenes de Victor Zombie seguían apareciendo en su mente, decidió dejarlas de lado por ahora. Este era su momento de paz, y no quería arruinarlo con algo tan aterrador y extraño.

Mientras la noche avanzaba, los dos compartieron risas y conversaciones sobre cosas simples, como lo que harían el fin de semana o cómo mejorarían su pequeño hogar. A pesar de los horrores que había presenciado ese día, Armando se sintió agradecido de tener a Marlene a su lado, alguien que siempre lograba recordarle que, incluso en medio del caos, todavía existían razones para seguir adelante.

Crespín Evanescence, un joven de mirada desconfiada y movimientos ágiles, caminaba con las manos en los bolsillos por un camino que conectaba el campo con la ciudad. Había dejado atrás el ajetreo de las calles principales para refugiarse en una zona más tranquila, un espacio extraño donde la urbanidad se mezclaba con la naturaleza y la decadencia. A su izquierda, una ferretería polvorienta se erguía como un monumento olvidado del progreso, mientras que a su derecha una gasolinera de aspecto anticuado ofrecía combustible a los pocos vehículos que pasaban. Más adelante, casi como un recordatorio de la fragilidad de la vida, un cementerio extendía su manto gris bajo el cielo cada vez más oscuro.

Crespín, a pesar de su fallido intento de robar el reloj de Armando, no parecía especialmente afectado. Para él, un mal día era solo eso: un día más en la lucha por sobrevivir. Con su capucha negra cubriéndole parcialmente el rostro, parecía una sombra más en aquel paisaje que alternaba entre lo urbano y lo rural. En sus manos jugueteaba con un encendedor desgastado, haciendo chasquear la pequeña llama solo para entretenerse.

Se detuvo frente a la ferretería, observando el letrero oxidado que colgaba de una cadena. El lugar parecía abandonado, aunque sabía que no lo estaba. El viejo dueño, un hombre de pocas palabras y mirada severa, siempre estaba dentro, pero no era alguien con quien Crespín quisiera conversar. Sin embargo, aquel sitio le traía cierta tranquilidad. Era su punto habitual para despejar la mente después de un día complicado.

Miró hacia la gasolinera, donde un empleado solitario limpiaba el cristal de una vieja máquina dispensadora. Más allá, el cementerio se alzaba silencioso, las cruces y lápidas proyectando sombras que parecían moverse con el viento. Había algo inquietante en ese lugar, pero también una atracción extraña que Crespín no podía explicar. No era supersticioso, pero siempre había sentido una conexión inexplicable con los cementerios. Tal vez porque, en un lugar donde todo estaba muerto, él se sentía más vivo.

Suspiró, metiendo de nuevo el encendedor en su bolsillo. Las cosas no estaban saliendo como esperaba. Robar a Armando había sido un movimiento desesperado, una oportunidad que creyó fácil. Pero ahora, mientras recordaba la mirada del hombre, algo dentro de él lo inquietaba. No era solo el fallo en sí, sino una sensación extraña, como si al cruzarse con Armando hubiera desatado algo que aún no comprendía.

—Bah, tonterías —murmuró para sí mismo mientras pateaba una piedra en el camino.

Decidió acercarse al cementerio, como hacía cada vez que necesitaba un momento de soledad. Pasó junto a la gasolinera, ignorando al empleado, y cruzó el sendero polvoriento que lo llevaba hasta las rejas de hierro que delimitaban el campo santo. Empujó la oxidada puerta con un leve chirrido y se adentró entre las lápidas.

El lugar estaba desierto, como era de esperar a esa hora. Crespín caminó entre las tumbas con las manos en los bolsillos, leyendo algunos de los nombres grabados en las lápidas. Siempre le había parecido curioso cómo cada nombre contaba una historia que ya nadie recordaba. Era como caminar entre los ecos de un pasado que había sido olvidado.

Sin embargo, mientras avanzaba, un escalofrío recorrió su espalda. Algo no estaba bien. Se detuvo y miró a su alrededor, pero no vio nada fuera de lo común. Solo lápidas, cruces y árboles cuyas ramas se mecían con el viento. Aun así, no podía deshacerse de la sensación de que estaba siendo observado.

—¿Quién anda ahí? —preguntó en voz alta, su tono desafiante, aunque su corazón latía con fuerza.

El silencio fue su única respuesta, pero entonces notó algo al final del cementerio. Una figura se movía entre las sombras, demasiado rápida para identificarla con claridad. Crespín tragó saliva y dio un paso atrás, sus instintos diciéndole que debía salir de allí cuanto antes. Pero antes de que pudiera moverse, aquella figura emergió de las sombras, revelándose.

Era un hombre alto, de rostro parcialmente desfigurado, con piel ausente desde la frente hasta la barbilla, y ojos apagados que emanaban una extraña presencia. En sus manos llevaba dos cabezas, una de un hombre que parecía importante, y la otra… bueno, parecía un reflejo del propio portador, como si fuera parte de él.

Crespín sintió cómo el miedo se apoderaba de él al instante. No sabía quién o qué era ese hombre, pero algo dentro de él gritaba que debía correr.

—Tú... hueles como miedo —dijo la figura con una voz profunda y gélida. Era Victor Zombie.

Crespín no respondió. Simplemente giró sobre sus talones y corrió hacia la salida del cementerio, con el sonido de sus pasos resonando entre las lápidas. Pero mientras corría, supo que esa noche sería más que solo un mal día.

Crespín Evanescence llegó a su casa como un torbellino, cerrando la puerta con un golpe que resonó en el pequeño y desordenado departamento. Su respiración era pesada, y el sudor le perlaba la frente mientras apoyaba la espalda contra la puerta, como si estuviera intentando bloquear el paso de algún monstruo. Pero el pasillo estaba vacío; la noche afuera parecía tan silenciosa como siempre.

—¿Qué… qué demonios fue eso? —susurró, con la voz temblorosa y rota.

Se deslizó lentamente hasta el suelo, abrazando sus piernas mientras su mente repasaba una y otra vez lo que había visto en el cementerio. Ese hombre, ese rostro… o mejor dicho, la ausencia de él. La piel desgarrada, los ojos muertos, las cabezas en sus manos. Todo era tan irreal que no podía procesarlo, pero al mismo tiempo sabía que no había sido una alucinación. Había algo mal en todo eso, algo que su instinto le gritaba que debía evitar a toda costa.

Miró alrededor de su pequeño refugio. El lugar era modesto, una habitación única con una cama desordenada en una esquina, una pequeña mesa llena de restos de comida y papeles arrugados, y una ventana que daba a un callejón oscuro. Era su hogar, su refugio en un mundo que nunca le había dado tregua, pero en ese momento ni siquiera allí se sentía seguro.

Crespín se levantó con esfuerzo y se dirigió hacia la ventana. Corrió la cortina solo lo suficiente para echar un vistazo al callejón, pero no vio nada fuera de lo común. Aun así, no pudo evitar sentir que algo lo estaba observando desde las sombras. Cerró la cortina de golpe y se alejó, murmurando para sí mismo.

—Solo fue mi imaginación… solo fue mi maldita imaginación.

Pero sabía que no era cierto.

Se dejó caer sobre la cama, sin siquiera molestarse en quitarse la chaqueta o los zapatos. Su mente seguía girando, intentando encontrar una explicación lógica a lo que había visto. Quizás era un vagabundo deformado, alguien que había sufrido un accidente horrible. Pero, ¿las cabezas? ¿Ese aura de muerte que parecía envolverlo? No, no era algo normal.

—¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Por qué me miró así? —se preguntó, pasando las manos por su cabello en un gesto de frustración.

El recuerdo de esos ojos apagados, vacíos pero llenos de una presencia aterradora, lo hacía temblar. Nunca había sentido un miedo tan puro, tan visceral. Era como si esa cosa pudiera ver directamente dentro de su alma.

Crespín se giró en la cama, intentando encontrar una posición cómoda, pero su cuerpo estaba demasiado tenso. Cada ruido del edificio, cada crujido de la madera, lo hacía sobresaltarse. Intentó tranquilizarse, recordándose que estaba a salvo, que esa cosa no podía haberlo seguido hasta allí. Pero una pequeña voz en el fondo de su mente le susurraba que nada estaba garantizado.

La noche avanzaba lentamente, y Crespín permaneció despierto, con los ojos fijos en el techo, esperando que la oscuridad no lo reclamara. Aunque no sabía qué era lo que había visto, una cosa era segura: su vida nunca volvería a ser la misma.

En otro lado del mundo, en una ciudad envuelta en luces de neón y sombras interminables, Christian Monge caminaba con las manos en los bolsillos, con la misma expresión de aburrimiento que lo caracterizaba. Su apellido era raro, pero no tanto como su forma de ver el mundo. Para él, la vida era solo un juego de trampas y engaños, y lo único que importaba era saber cómo manipular las reglas a su favor.

Esa noche no era diferente a cualquier otra. Caminaba por las calles, esquivando miradas, escuchando a la gente hablar sin realmente prestar atención. Su mente siempre estaba en movimiento, analizando, calculando… buscando su próxima jugada.

Se detuvo frente a un pequeño casino clandestino, uno de esos lugares donde la gente perdía más de lo que ganaba, pero donde él siempre encontraba la manera de salir con los bolsillos llenos. Ajustó su chaqueta, pasó una mano por su cabello oscuro y entró con la confianza de alguien que ya sabía el resultado antes de que el juego comenzara.

Dentro, la atmósfera era densa con el humo de cigarro y el murmullo de jugadores nerviosos. Christian sonrió con suficiencia y se dirigió a una mesa de póker, donde un grupo de hombres ya estaban inmersos en la partida.

—¿Puedo unirme? —preguntó con su voz tranquila, casi perezosa.

Los jugadores se miraron entre sí y luego al crupier, quien asintió con un leve encogimiento de hombros.

—Si tienes el dinero, toma asiento.

Christian se sentó, sacó un fajo de billetes y lo dejó sobre la mesa sin decir palabra. Sabía que los demás lo estaban estudiando, tratando de adivinar si era un novato o alguien peligroso. Lo que no sabían era que él no jugaba para ganar limpiamente; jugaba para ganar siempre.

Las cartas se repartieron y el juego comenzó. Christian mantenía su expresión relajada, como si no le importara en lo absoluto el resultado de cada mano. Pero en su mente, cada carta, cada gesto, cada tic nervioso de sus oponentes estaba siendo analizado con precisión quirúrgica.

El juego avanzó, y con cada ronda, los jugadores empezaron a notar algo extraño. Christian nunca perdía. Cuando apostaba grande, ganaba. Cuando parecía que iba a perder, de alguna manera terminaba empatando o retirándose en el momento justo. No era suerte.

Uno de los jugadores, un hombre fornido con un tatuaje en el cuello, lo miró con recelo.

—Eres bueno, chico. Demasiado bueno.

Christian sonrió y se encogió de hombros.

—Solo un poco de intuición.

El hombre no parecía convencido, pero no tenía pruebas para acusarlo. Sin embargo, Christian sabía que no podía seguir mucho más. Se levantó de la mesa con una sonrisa.

—Creo que es suficiente por hoy. Buena suerte con el resto de la noche.

Tomó sus ganancias y salió del casino antes de que alguien decidiera que había tenido "demasiada suerte". Una vez afuera, respiró el aire fresco de la noche y guardó el dinero en su chaqueta.

—Un día normal… —murmuró para sí mismo, con una sonrisa ladeada.

Sin embargo, lo que Christian no sabía era que esa normalidad estaba a punto de romperse. Muy pronto, su vida de trampas y engaños lo llevaría a un juego mucho más peligroso… uno donde ni siquiera él podría controlar las reglas.

Christian Monge caminó por las calles solitarias, alejándose del casino clandestino con las manos en los bolsillos y una sonrisa satisfecha en el rostro. Las luces de neón reflejaban su silueta en los charcos de agua sucia esparcidos por la acera, mientras la brisa nocturna le aliviaba un poco el calor del juego.

Se dirigió a su apartamento en un edificio viejo, ubicado en un barrio donde la gente prefería no hacer demasiadas preguntas. Subió las escaleras con calma, escuchando el crujir de los escalones bajo su peso. No tenía vecinos curiosos, lo que le convenía. Era un tipo que prefería pasar desapercibido.

Al llegar a su puerta, sacó las llaves y las giró en la cerradura con un movimiento mecánico. Al entrar, cerró con doble seguro, un hábito aprendido con el tiempo. Encendió la luz y se dejó caer en el sillón de su sala, soltando un suspiro de alivio.

—Vaya noche… —murmuró, sacando el fajo de billetes y contándolo con rapidez.

No era la mayor cantidad que había ganado, pero era suficiente para cubrir los gastos del mes sin problemas. Sonrió con autosuficiencia, guardando el dinero en un compartimento secreto en su escritorio. Después de eso, se quitó la chaqueta y fue a la cocina a servirse un vaso de whisky, su pequeño ritual para terminar la noche.

Se apoyó en la ventana y miró hacia la ciudad, preguntándose cuál sería su próximo movimiento. Siempre había vivido así, ganando a base de engaños, evitando problemas y asegurándose de no quedarse demasiado tiempo en la ventana

El sol apenas asomaba entre los edificios cuando Crespín Evanescence salió de su casa, sintiendo que la noche anterior había sido solo un mal sueño. Quería convencerse de que todo lo que había visto —el hombre sin piel, las cabezas cercenadas, la presencia aterradora de ese tal Victor Zombie— no había sido real.

Caminó sin rumbo fijo por la ciudad, intentando despejar su mente, hasta que, en una esquina concurrida, se encontró cara a cara con Armando Mercier.

El aire se tensó de inmediato.

Armando entrecerró los ojos al reconocerlo.

—Tú…

Crespín apretó la mandíbula. Se suponía que no debía volver a cruzarse con él después de haber intentado robarle. Pero el destino, o quizás la mala suerte, tenía otros planes.

—No esperaba verte tan pronto —dijo Crespín, metiendo las manos en los bolsillos con aparente despreocupación.

Armando no respondió de inmediato. Sabía que este tipo no era de fiar, pero algo en su expresión estaba… diferente. Como si estuviera tan perturbado como él.

Sin embargo, antes de que pudieran decir algo más, ambos notaron a alguien a lo lejos.

Una figura delgada y tranquila avanzaba por la calle, con una expresión de absoluta confianza y las manos en los bolsillos. Su caminar era relajado, casi despreocupado, pero había algo en él que llamaba la atención de inmediato.

—No puede ser… —susurró Armando, frunciendo el ceño.

Crespín también lo reconoció.

Christian Monge.

El mayor tramposo de la historia.

El hombre que nunca perdía, que siempre encontraba la manera de salir ganando sin importar las circunstancias. Alguien que hacía trampa en la vida misma.

—¿Qué hace aquí? —preguntó Crespín en voz baja.

Armando no tenía respuesta.

Christian pareció notar sus miradas y sonrió de lado, como si ya supiera exactamente lo que estaban pensando. Se acercó con calma, deteniéndose frente a ellos con esa confianza casi insultante que lo caracterizaba.

—Vaya, vaya… qué reunión tan interesante —dijo con su tono relajado, observando a ambos con curiosidad—. Armando Mercier, el chico de los lujos y la mala suerte… y Crespín Evanescence, el ladrón con conciencia.

Crespín frunció el ceño.

—¿Qué sabes de mí?

Christian soltó una leve risa.

—Sé muchas cosas. Es mi trabajo saberlas.

Armando cruzó los brazos, sin quitarle la mirada de encima.

—¿Qué estás haciendo aquí, Monge?

Christian hizo un gesto con las manos, como si la respuesta fuera obvia.

—Lo mismo que ustedes… sobrevivir.

Su tono era ligero, pero había algo en su mirada que decía que sabía más de lo que estaba revelando. Como si ya hubiera visto la tormenta que se avecinaba. Como si, de alguna manera, ya supiera que sus vidas estaban a punto de enredarse en algo mucho más grande de lo que podían imaginar.

La tierra tembló.

Las calles, bulliciosas unos segundos antes, quedaron en completo silencio. Las farolas parpadearon, las luces de neón titilaron y una sensación de opresión llenó el aire. Algo antiguo, algo primitivo y aterrador, se estaba manifestando en la ciudad.

Desde una grieta en el pavimento emergió una figura monstruosa. Su piel era de un negro abismal, como si absorbiera la luz misma. Tenía un cuerpo humanoide pero desproporcionado, con brazos largos y musculosos, garras afiladas que goteaban una sustancia oscura y un rostro con múltiples ojos incandescentes. Dos enormes cuernos enroscados adornaban su cabeza, y su boca, llena de colmillos irregulares, se curvó en una sonrisa de puro deleite.

Bullson.

El demonio del alma y el cuerpo.

Se alimentaba de la esencia misma de las cosas: podía devorar armas y absorber su poder, consumir cuerpos físicos y no físicos por igual. Nada escapaba de su hambre insaciable. Se decía que aquellos que caían en su sombra eran despojados no solo de su carne, sino de su existencia misma.

La criatura giró su cabeza lentamente, observando la ciudad que se extendía frente a él. Su voz resonó como un susurro dentro de la mente de cada ser vivo en kilómetros a la redonda.

—Más… quiero más…

Y entonces, comenzó la masacre.

Con un solo paso, Bullson se lanzó contra un edificio, atravesándolo como si fuera de papel. Las alarmas sonaron, la gente gritó y corrió, pero no había escape. Un grupo de soldados intentó abrir fuego, pero sus balas fueron inútiles. Bullson atrapó una de sus armas con su garra, la llevó a su boca y la devoró de un solo mordisco. Su piel pareció vibrar y su cuerpo se expandió levemente, como si hubiera ganado más fuerza.

Uno de los soldados, temblando, intentó huir, pero el demonio lo atrapó con un movimiento veloz. No lo desgarró. No lo golpeó. Simplemente lo sostuvo con su mano y el cuerpo del hombre comenzó a desvanecerse, como si estuviera siendo absorbido en la nada. Su grito apenas duró unos segundos antes de que desapareciera por completo.

Armando Mercier, Crespín Evanescence y Christian Monge, que habían estado observando desde la distancia, sintieron un escalofrío recorrerles la espalda.

—Esto… —murmuró Armando, sin poder apartar la mirada—. ¿Qué diablos es eso?

Christian, que siempre tenía una respuesta para todo, permaneció en silencio. Su mente trabajaba rápido, pero por primera vez en mucho tiempo, no veía una salida clara.

Crespín apretó los puños.

—Sea lo que sea… si no hacemos algo, todos vamos a morir.

Pero, ¿qué podían hacer contra un ser que devoraba la realidad misma?

Bullson giró la cabeza en su dirección. Y sonrió.

Crespín Evanescence no lo pensó dos veces. Levantó una mano al cielo y una energía oscura comenzó a girar a su alrededor, como si el aire mismo se distorsionara ante su poder. Su mirada se volvió afilada, y un símbolo extraño brilló en su frente.

—¡Despierta, Dragón de la Oscuridad! —gritó, su voz resonando en el caos de la ciudad.

El suelo bajo él se resquebrajó y, desde las sombras mismas, una colosal figura emergió. Un dragón de escamas negras como la noche, con ojos brillantes como brasas y enormes alas que cubrían el cielo. Su sola presencia hizo que las luces de la ciudad parpadearan y que el aire se sintiera denso, cargado de energía maligna.

Bullson, aún relamiéndose de su última víctima, apenas tuvo tiempo de reaccionar. El dragón rugió con un estruendo que hizo vibrar los edificios y se lanzó contra el demonio con una velocidad imposible para su tamaño.

¡CRACK!

Las fauces del dragón se cerraron sobre el torso de Bullson, atravesando su piel negra y arrancando parte de su forma con un sonido viscoso. El demonio rugió, sorprendido por el dolor real que sintió. No estaba acostumbrado a que lo hirieran.

Con un poderoso batir de alas, el dragón sacudió su cabeza y arrojó a Bullson con una fuerza brutal. El demonio salió disparado como un proyectil, atravesando varios edificios antes de estrellarse contra una estructura gigante que colapsó en una nube de polvo y escombros.

El suelo tembló con el impacto.

Crespín respiraba agitado, con los ojos brillando de poder.

—No sé qué seas, pero no dejaré que te comas esta ciudad.

Christian Monge silbó, impresionado.

—Vaya, no esperaba que el ladrón tuviera algo así bajo la manga.

Armando Mercier seguía en shock.

—¿De dónde sacaste ese poder?

Crespín no respondió. Su mirada estaba fija en los escombros donde Bullson había caído. Sabía que no sería tan fácil acabar con él. Y tenía razón.

Desde la nube de polvo, un par de ojos incandescentes se abrieron.

Bullson emergió lentamente, con una sonrisa aún más grande y perversa que antes. Se sacudió los escombros de encima y miró a Crespín con un deleite casi enfermizo.

—Interesante… muy interesante. —Su voz sonaba como cientos de susurros superpuestos—. Tu dragón… también lo quiero.

Antes de que Crespín pudiera reaccionar, Bullson se lanzó hacia adelante con una velocidad inhumana, su boca abierta como un pozo sin fondo, dispuesto a devorar tanto al dragón como a su invocador.

El tiempo pareció desacelerarse para Armando Mercier. Su corazón latía con fuerza, y una energía que jamás había sentido antes comenzó a arder dentro de él. Sin pensarlo, sus piernas se movieron por instinto, lanzándose hacia Bullson con una velocidad imposible para un humano común.

Justo cuando el demonio abrió su boca para devorar a Crespín y su dragón oscuro, Armando apareció detrás de él y, con un grito feroz, ¡impactó un poderoso golpe en su nuca!

¡BOOM!

El impacto resonó como un trueno, y el cuerpo de Bullson se tambaleó hacia adelante. Por primera vez, el demonio perdió el equilibrio.

Pero Armando no había terminado.

Sus ojos brillaron con un resplandor blanco, y su cuerpo comenzó a emitir una luz intensa y ardiente. Un aura majestuosa lo envolvió mientras su poder ascendía a niveles desconocidos. Sin dudarlo, cruzó sus brazos y gritó con una voz que sacudió el aire:

—¡Dragón Blanco!

Desde su espalda, una forma gigantesca se materializó en un destello cegador. Un dragón colosal de escamas blancas emergió con un rugido ensordecedor, sus ojos resplandecientes llenos de determinación. Sus alas se extendieron como si fueran capaces de cubrir el cielo mismo, y su aliento ardía con una energía pura y destructiva.

El Dragón Blanco se lanzó sobre Bullson.

El demonio apenas tuvo tiempo de levantar la vista antes de que la criatura impactara en su espalda con una fuerza descomunal. ¡CRASH! Bullson fue lanzado hacia adelante, su cuerpo destrozando el suelo y arrasando con varios edificios antes de estrellarse en una zona industrial. Explosiones y columnas de humo se elevaron por la ciudad mientras el caos continuaba.

El silencio reinó por un momento.

Crespín, aún con su dragón oscuro a su lado, miró a Armando con incredulidad.

—¿Tú también… puedes invocar dragones?

Christian Monge silbó, impresionado.

—Vaya, esto se puso interesante.

Armando respiraba agitado, sintiendo la energía aún ardiendo en su cuerpo. Ni él mismo entendía del todo lo que había hecho. Pero sabía una cosa: no podían bajar la guardia todavía.

Desde la distancia, entre los escombros y el fuego, se escuchó un sonido perturbador…

La risa de Bullson.

Desde los escombros, un sonido reverberante atravesó el aire. Una risa. Baja al principio, casi un susurro, pero que poco a poco fue creciendo hasta convertirse en una carcajada distorsionada, inhumana.

Bullson emergió de la destrucción, su silueta apenas visible entre el humo y el fuego. Su cuerpo se regeneraba lentamente, los trozos de carne quemada desprendiéndose para dar paso a nuevas capas de piel oscura y endurecida.

Sus ojos brillaban con una intensidad monstruosa.

—Así que este mundo tiene criaturas interesantes. —Su voz sonó como el eco de múltiples voces superpuestas—. Dragones… poder oculto… cuán exquisito.

Levantó una mano y observó su palma abierta, como si analizara su propio cuerpo. Luego la cerró en un puño y alzó la vista hacia Armando.

—Muéstramelo de nuevo.

Sin darles tiempo a reaccionar, Bullson desapareció en un instante, su velocidad sobrehumana dejando solo una distorsión en el aire.

Iba directo hacia Armando.

Bullson se movió con una velocidad imposible. Su cuerpo era un borrón de sombras y violencia pura.

Antes de que Armando y Crespín pudieran reaccionar, el demonio apareció entre ellos.

¡BAM!

El primer golpe fue para Crespín. Un puñetazo seco al abdomen. El impacto fue tan brutal que el aire escapó de sus pulmones en un estallido de sangre. Su cuerpo se dobló por la mitad antes de salir despedido como un proyectil, atravesando una farola y estrellándose contra un edificio.

Armando intentó moverse, pero Bullson ya estaba sobre él.

¡CRACK!

El demonio lo sujetó del cuello y lo levantó del suelo con una sola mano. Sus garras se hundieron en su piel, y con un giro violento, lo lanzó contra un camión estacionado. El metal se dobló como papel, y Armando cayó entre los restos del vehículo destrozado, el dolor atravesando todo su cuerpo.

Bullson se quedó de pie en medio de la destrucción, observando con una sonrisa torcida.

—Demasiado débiles.

Levantó la vista. Un disparo sonó en la distancia.

¡BANG!

La bala dorada cruzó el aire con precisión quirúrgica. Un destello brillante iluminó la escena antes de que el proyectil perforara la pierna izquierda de Bullson.

El demonio gruñó al sentir el impacto. Su carne chisporroteó como si la bala estuviera quemándolo desde dentro.

A unos metros, Christian Monge bajó el arma con una sonrisa satisfecha.

—Te gusta jugar con tu comida, ¿no? Yo prefiero acabar rápido.

Bullson bajó la vista hacia la herida en su pierna. El metal dorado incrustado en su carne seguía brillando, consumiendo su regeneración poco a poco.

Por primera vez, su expresión cambió.

No era dolor. Era molestia.

Sin dudarlo, Bullson extendió sus garras y se cortó la pierna infectada de un solo tajo.

¡SLASH!

La extremidad cayó al suelo con un sonido húmedo. La sangre negra del demonio burbujeó por un instante antes de volverse ceniza.

Crespín, aún adolorido, vio la escena con los ojos entrecerrados. ¿Se había amputado su propia pierna para evitar la bala dorada?

Pero no había tiempo para procesarlo.

Bullson ya estaba regenerando su extremidad… y algo más.

La carne cortada empezó a mutar. La nueva pierna no era como la anterior; se expandió grotescamente, estirándose y deformándose hasta que ya no parecía humana.

Una criatura emergió de su pierna regenerada. Un ser con una cola larga y afilada, su cuerpo cubierto de picos como lanzas vivientes. Sus ojos, brillantes y hambrientos, se abrieron en la piel misma del monstruo.

Bullson sonrió con diversión.

—Veamos si pueden con esto.

El monstruo fusionado con su pierna se movió con una rapidez bestial, lanzando su cola hacia Christian. El sonido del aire cortado fue lo único que lo alertó.

Christian apenas logró moverse a tiempo, pero la velocidad del ataque era superior a lo esperado.

¡SLASH!

La cola pasó rozando su brazo, desgarrando su abrigo en una fracción de segundo.

Christian apretó los dientes y retrocedió.

—Bueno, eso es nuevo.

Armando, con la respiración pesada, se puso de pie.

—Crespín…

Crespín escupió sangre y se levantó lentamente. Su mirada oscura se clavó en el demonio.

—Sí. Ya entendí.

Esto no sería suficiente para derrotarlo.

Bullson, con su nueva monstruosa extremidad, avanzó hacia ellos. El verdadero combate apenas comenzaba.

El aire tembló.

Bullson levantó las manos y de su cuerpo brotaron clones deformes, cada uno con su misma expresión sádica, listos para atacar. Se movieron como una horda de bestias, abalanzándose sobre Armando y Crespín sin descanso.

Pero los dos ya estaban preparados.

Sus dragones rugieron al unísono. El Dragón Blanco y el Dragón Oscuro se entrelazaron en el cielo, girando en perfecta sincronía. Su energía se expandió, formando un inmenso círculo que representaba el equilibrio absoluto: el Yin y el Yang.

En el centro, una esfera de energía pura nació. Oscuridad y luz danzaban juntas en un vórtice imposible.

—¡Ahora! —gritó Armando.

La esfera descendió, encogiéndose hasta el tamaño de la yema de sus dedos. Era pequeña, insignificante a simple vista… pero contenía una fuerza colosal.

Con precisión quirúrgica, ambos apuntaron a los clones y dispararon.

¡BOOM!

Lo que siguió fue un cataclismo.

Una explosión de 33 km² devoró la zona. La onda expansiva arrasó con edificios, calles, vehículos y cualquier cosa en su camino. El suelo se fragmentó como cristal roto, y una columna de fuego y energía se elevó hacia el cielo, oscureciendo el horizonte.

A lo lejos, Christian Monge ya se había alejado.

—Tsk… Demasiado exagerados. —Se acomodó la chaqueta mientras veía el desastre desde una distancia segura.

Cuando la luz de la explosión se disipó, solo un cráter gigante quedó en el lugar donde antes existía la ciudad.

En el centro de ese vacío, Bullson seguía de pie.

Su cuerpo humeaba, su piel había sido arrancada en varias partes, y parte de su brazo derecho estaba calcinado. Pero su sonrisa… seguía ahí.

—Dolió más de lo que esperaba. —Levantó la cabeza y miró a los dos chicos con ojos inyectados en sangre—. Pero no lo suficiente.

El suelo bajo sus pies empezó a regenerarse. Y con él, su cuerpo también.

Armando y Crespín respiraban agitadamente. Sabían que lo habían dañado, pero no lo suficiente.

Bullson seguía en pie. Y ahora, estaba disfrutando la pelea. Los tres chicos se lanzan con tal de poder ganar a su enemigo empezando a golpear.

Bullson sonreía mientras recibía los golpes de Crespín, Christian y Armando. Cada impacto resonaba como un trueno, pero en lugar de debilitarlo, su cuerpo absorbía la fuerza de cada ataque, haciéndolo aún más poderoso.

—¡Maldita sea! ¡No sirve golpearlo así! —gruñó Christian, lanzando un puñetazo que apenas logró hacer retroceder al demonio.

Crespín, con los dientes apretados, intentó aumentar la presión. Su dragón oscuro rodeó su cuerpo, potenciando su velocidad, mientras Armando hacía lo mismo con el suyo. Ambos atacaban con golpes imbuidos de energía, pero el efecto era el mismo: Bullson no solo los resistía, sino que se volvía más fuerte con cada impacto.

El demonio rió con una satisfacción enfermiza.

—¡Sigan, sigan golpeando! ¡Cada golpe me hace más poderoso!

Los tres retrocedieron, dándose cuenta del problema. Estaban fortaleciendo a su enemigo sin querer.

Mientras tanto, en otro lugar...

Marlene observaba la batalla en las noticias.

Las imágenes mostraban la ciudad destrozada, el cielo oscurecido por la energía de la pelea, y en el centro de todo, su amado Armando enfrentándose a un monstruo que parecía invencible.

Su corazón se aceleró.

—No… No puedo quedarme aquí.

Se puso de pie de un salto. Sabía que no tenía el poder de Armando ni de los otros, pero no podía dejarlo pelear solo.

Sin pensarlo dos veces, salió corriendo de su casa.

—Espérame, Armando… ¡Voy a ayudarte!

El rugido del motor del 4x4 resonó entre los escombros de la ciudad devastada. Marlene apretaba el volante con fuerza, esquivando restos de edificios caídos mientras avanzaba con determinación.

A lo lejos, vio a Armando.

Su cuerpo se estrelló contra el suelo con brutalidad tras recibir un golpe directo de Bullson. El polvo se levantó a su alrededor. No se movía.

—¡No, Armando! —gritó Marlene, acelerando aún más.

Bullson giró la cabeza lentamente hacia ella, con su sonrisa sádica intacta. Había notado su presencia.

—¿Y tú quién eres? ¿Otro insecto que quiere morir?

Marlene frenó de golpe junto al cuerpo de Armando. Saltó del vehículo y corrió hacia él, arrodillándose a su lado.

—Armando, por favor, dime que puedes levantarte… —susurró, sosteniéndolo con cuidado.

Sus manos temblaban al ver el estado de su amado: su rostro estaba cubierto de sangre, su respiración era irregular, y su cuerpo mostraba marcas de un combate brutal.

Pero antes de que pudiera reaccionar, Bullson se acercó, su sombra cubriéndolos por completo.

—Qué conmovedor. —Su voz era burlona—. Nada como ver a una humana inútil tratando de proteger a alguien que no puede ni defenderse.

Levantó la mano, listo para aplastar a ambos.

¡BOOM!

Un impacto feroz golpeó a Bullson en el estómago.

Christian y Crespín se habían lanzado al ataque.

Sus golpes hicieron que el demonio retrocediera varios metros, dejando una línea de destrucción a su paso. Por primera vez en toda la pelea, Bullson frunció el ceño.

—Vaya… eso sí lo sentí.

Crespín resopló, su energía oscura vibrando en el aire.

—No te distraigas, maldito monstruo. ¡Nosotros seguimos aquí!

Christian cargó otra bala dorada en su pistola.

—Y no vamos a dejar que termines el trabajo.

La batalla no había terminado. Y ahora, Marlene estaba en medio del campo de guerra.

Armando Mercier intentó levantarse.

Cada movimiento era un tormento. Su cuerpo, castigado por la batalla, temblaba de dolor. Le costaba respirar, pero lo hizo. Se obligó a ponerse de pie. Sabía que no podía caer ahora. No cuando Marlene estaba ahí, frente a él, mirando al demonio que los acechaba.

Marlene no se movió. Se plantó firme entre Armando y Bullson. Su figura pequeña contrastaba con la presencia monstruosa del demonio.

Bullson la observó con una sonrisa burlona.

—Qué escena conmovedora. —Su voz era profunda, llena de veneno—. Una pequeña e insignificante criatura creyendo que puede interponerse en mi camino.

Marlene no respondió. Su mirada no titubeó.

Bullson inclinó la cabeza, divertido.

—¿De verdad crees que puedes protegerlo?

Armando intentó dar un paso adelante. Su cuerpo no le respondió a tiempo.

Bullson se movió primero.

En un instante, se lanzó contra Marlene con una velocidad aterradora. Antes de que ella pudiera reaccionar, su mano se cerró alrededor de su cuello.

El aire se escapó de sus labios.

Bullson la levantó con facilidad, como si no pesara nada. Sus piernas se agitaron en el aire, sus manos intentaron aflojar el agarre, pero fue inútil.

Armando vio cómo el rostro de su amada comenzaba a perder color.

—¡Suelta a Marlene! —gritó, su voz desgarrada.

Bullson lo ignoró. Su atención estaba en su víctima.

—Patética. —Apretó más su agarre—. Pero no te preocupes, te haré un favor.

Lentamente, levantó la otra mano y la colocó sobre su vientre.

El tiempo pareció detenerse.

Marlene intentó decir algo, pero no pudo.

Bullson sonrió.

Su brazo retrocedió… y perforó su cuerpo.

El impacto fue absoluto.

La sangre brotó al instante. Su piel se tensó, su cuerpo convulsionó en el aire.

Armando sintió cómo el mundo a su alrededor se derrumbaba.

—¡MARLENE!

Su grito se perdió en la nada.

Bullson retiró su mano con calma. Observó su palma cubierta de sangre, completamente indiferente.

Marlene apenas se mantenía consciente. Su cuerpo temblaba.

No era suficiente.

Bullson levantó el puño y, sin titubeo alguno, lo estrelló contra su cabeza.

El sonido del impacto resonó en la distancia. Su cuerpo cayó sin resistencia.

Pero Bullson no había terminado.

Se inclinó sobre ella, levantando la mano nuevamente. La oscuridad empezó a envolverse en su palma. La presión en el aire cambió.

Armando intentó moverse, pero su cuerpo seguía sin responder.

Bullson ni siquiera lo miró.

—Demon Caos.

El poder negro estalló.

La energía envolvió a Marlene. Su cuerpo fue lanzado sin resistencia, impactando contra el suelo con brutalidad. La tierra tembló. El polvo se elevó en el aire. Y cuando todo se asentó, Marlene quedó ahí. Inerte. Apenas respiraba. Bullson la observó por última vez. Luego, giró su mirada hacia Armando.

—Tu turno. —Dijo con una sonrisa tranquila. Armando no sintió miedo. No sintió dolor. Solo sintió vacío. Y algo más profundo. Algo que Bullson no entendía. Todavía.

El cuerpo de Armando Mercier temblaba. Cada músculo, cada fibra de su ser estaba tensa, llena de un odio tan puro que hacía que el aire a su alrededor se distorsionara. Su mente solo tenía un pensamiento: destruir a Bullson.

Frente a él, el cuerpo malherido de Marlene yacía en el suelo. Su vientre perforado, su piel cubierta de sangre. Apenas respiraba. Su pecho subía y bajaba de forma irregular, su vida pendía de un hilo.

El mundo se volvió silencioso.

No había sonidos. No había voces. No había nada más que la imagen de Marlene agonizando y la figura de Bullson, ese ser maldito, riendo con satisfacción.

—Tanta fragilidad… —Bullson levantó la mirada y observó a Armando con desdén.

—...Tanta debilidad…

La risa del demonio era un eco en la nada. Su silueta oscura contrastaba con el cielo teñido de rojo por la batalla. Se llevó la mano al pecho, tocando la sangre de Marlene que aún manchaba sus garras.

—No sentirás nada peor que esto, humano. —Sonrió.

Pero Armando ya no era humano.

No en ese momento.

Una ola de energía salió de su cuerpo. Las calles se resquebrajaron bajo sus pies, los edificios cercanos se desplomaron. El cielo pareció dividirse en dos, y un aura blanca y negra se alzó a su alrededor.

—...Tú.

Su voz era un susurro. Un eco de destrucción.

Bullson notó el cambio.

Por primera vez, dejó de sonreír.

—...¿Qué demonios…?

Pero no tuvo tiempo de reaccionar.

Armando desapareció de su vista.

Y un instante después, su puño estaba incrustado en el pecho del demonio.

Bullson no pudo comprenderlo. No pudo verlo. No pudo sentirlo hasta que fue demasiado tarde.

—¡Gh… aghh…!

El impacto lo lanzó hacia atrás con una fuerza inhumana, atravesando varios edificios, destruyéndolos con cada choque. Los escombros se convirtieron en polvo a su paso.

Antes de que pudiera reaccionar, Armando ya estaba allí.

Le tomó del cuello y lo levantó como si no pesara nada. Los ojos del joven brillaban con una intensidad monstruosa.

Bullson intentó moverse, pero no podía.

La energía de Armando lo aplastaba. Era como si el universo entero estuviera en su contra.

—…No… puede ser… —Bullson gruñó, intentando liberar su poder.

Pero Armando solo apretó más fuerte.

—No mereces seguir existiendo.

La voz de Armando ya no era humana.

Bullson sintió miedo. Por primera vez en su existencia, sintió verdadero terror.

—¡NO!

Intentó atacarlo, intentó usar su regeneración, su poder demoníaco, pero nada funcionó.

Armando elevó su puño.

Y el universo tembló.

—DESAPARECE.

Un solo golpe.

Uno solo.

Y el cuerpo de Bullson se desintegró completamente.

No hubo explosión. No hubo gritos.

Solo el vacío absoluto.

Nada quedó de Bullson. Nada.

Armando cayó de rodillas.

Su respiración era pesada. Su cuerpo temblaba. La ira comenzó a desvanecerse.

Entonces miró a Marlene.

Corrió hacia ella.

—¡Marlene! —Su voz se quebró.

Se arrodilló a su lado, sosteniéndola con desesperación. Su piel estaba fría.

La sangre no dejaba de salir.

—No… —Armando sintió cómo el pánico se apoderaba de él.

—No, no, no…

Marlene entreabrió los ojos.

Su mano, débil, se levantó y tocó el rostro de Armando. Su sonrisa era tenue, pero aún estaba allí.

—Tonto… —susurró, con la poca voz que le quedaba.

—Voy a salvarte… —Los ojos de Armando se llenaron de lágrimas.

—¡Voy a salvarte, Marlene! ¡Te lo prometo!

Pero su corazón sabía la verdad.

El precio de la victoria había sido demasiado alto.

Marlene apenas podía sentir su propio cuerpo. Todo se sentía lejano, como si estuviera sumergida en un océano sin fin. Sus ojos, entreabiertos, apenas distinguían la silueta de Armando sosteniéndola con desesperación.

—No te vayas… —susurró él, con la voz quebrada.

El mundo se volvía cada vez más frío para Marlene. Podía sentirlo. Su aliento era débil, sus fuerzas se escapaban como arena entre los dedos. No quedaba mucho tiempo.

Entonces, ocurrió.

Desde el cielo, una luz descendió como un cometa, atravesando las nubes y cayendo directo sobre ellos. El impacto fue silencioso, pero su energía lo cubrió todo.

El suelo se iluminó. Cada herida, cada rastro de sangre, cada hueso roto comenzó a regenerarse.

Armando sintió la calidez recorrer su cuerpo. Las heridas en sus brazos desaparecieron, su fatiga se desvaneció en un instante. Crespin y Christian también sintieron la energía envolverlos.

Pero lo más importante…

Marlene volvió a respirar con normalidad.

Su herida en el vientre se cerró completamente. El color regresó a su piel, su pulso se estabilizó. Sus ojos, antes apagados, se abrieron completamente, llenos de vida.

—¿Qué…? —balbuceó, con asombro.

Armando, aún en shock, la abrazó con fuerza.

—¡Marlene! —Las lágrimas rodaron por su rostro, pero esta vez no eran de desesperación. Eran de alivio.

Crespin miró sus propias manos. Sus heridas habían desaparecido.

Christian, aún sorprendido, miró al cielo.

—¿Qué demonios fue eso…?

Nadie tenía la respuesta.

No había señales de quién o qué había enviado esa energía.

Pero una cosa era segura.

Alguien, en algún lugar, les había salvado la vida.

Y nadie sabía por qué.

Fin.