Me encontraba de rodillas al lado del cuerpo moribundo de Harry, mis manos temblorosas tratando de detener la sangre que brotaba sin cesar de la herida en su pecho. La flecha que lo había atravesado seguía clavada en su cuerpo, su punta negra como el carbón, una cruel prueba de la realidad que se negaba a aceptarse en mi mente.
"¿Por qué?", me pregunté, con la voz rota, mientras mi garganta se cerraba en un nudo. "¿Por qué tuvo que morir?"
La respuesta era el silencio. Un vacío insoportable que se colaba por todos los rincones de mi alma, como un eco sordo que resonaba dentro de mi cráneo. La desesperación me envolvía, tan densa que parecía asfixiarme.
De repente, un sonido extraño rompió el silencio. Eran gruñidos, chirridos, y algo más, algo que hacía que mi piel se erizara y mi corazón latiera con fuerza, como un tambor desbocado. Levanté la vista con un miedo creciente que me paralizaba, y entonces los vi.
Eran demonios. Criaturas horrendas, más altas y corpulentas de lo que jamás podría haber imaginado. Sus armaduras, forjadas en una aleación que no reconocía, brillaban con un fulgor oscuro y maligno. Sus rostros, ocultos tras yelmos grotescos, solo mostraban sus ojos, dos brasas encendidas en un odio sin fin.
"¡Malditos demonios!", grité con la voz desgarrada de rabia y miedo. "¡No pueden ganar!".
Pero una parte de mí sabía la verdad. Estaba rodeado. No tenía escapatoria. Mi cuerpo se sentía pesado, como si la desesperanza misma me estuviera encadenando al suelo. No importaba cuánta ira sintiera, no había forma de que pudiera hacerles frente.
"Esto es ridículo", pensé, mientras la amargura se apoderaba de mí. "No puedo ganar contra ellos".
El demonio que había matado a Harry se giró hacia otro de su especie y le susurró algo en un idioma que no entendía, una serie de sonidos guturales que retumbaban en mi cabeza como un mal presagio. El otro demonio asintió y comenzó a avanzar hacia mí, sus pasos resonando en el pavimento como el tambor de una marcha funesta.
"¡Esto es el fin!", grité, sintiendo como el terror se colaba en mis huesos. "¡No puedo hacer nada!".
Un dolor agudo, como si mil agujas me perforaran el cráneo, se apoderó de mí de repente. Grité, llevándome las manos a la cabeza, mientras sentía cómo la sangre comenzaba a brotar de mi nariz. Mi visión se volvió borrosa, y el mundo a mi alrededor empezó a desvanecerse.
"¡Maldita sea!", rugí, la impotencia destrozándome desde dentro. "¡¿Por qué no puedo hacer nada?!"
Fue entonces cuando vi los símbolos extraños flotando en el aire alrededor del demonio. Brillaban con un fulgor enfermizo, como luces de neón en medio de la oscuridad. El horror me embargó cuando me di cuenta de que esos símbolos no eran meras decoraciones, sino manifestaciones de un poder que yo no podía comprender, un poder que superaba con creces cualquier cosa que hubiera imaginado.
"Esto es imposible", pensé, mientras un frío helado me recorría la espalda. "No puedo ganar contra ellos".
La promesa que le había hecho a Harry de sobrevivir por su sacrificio pesaba sobre mi corazón como una losa de plomo. Quería cumplirla, necesitaba cumplirla, pero la realidad me golpeaba con una fuerza brutal. Estaba indefenso, atrapado en una situación que no podía controlar.
"¡Malditos demonios!", grité de nuevo, esta vez con la voz quebrada, llena de una ira que se mezclaba con la desesperación y el dolor.
El demonio se acercaba más, y yo sabía que el final estaba cerca. Cerré los ojos, preparándome para el golpe final, para el dolor que seguiría y que marcaría mi fin. Pero en lugar de la muerte, sentí algo diferente, algo que no esperaba: resignación. Sabía que no había nada más que pudiera hacer. Mi tiempo había llegado a su fin.
Justo cuando estaba a punto de aceptar mi destino, un vórtice se abrió en el cielo, lejos, suspendido en el aire como un agujero en la realidad misma. De él emanó una onda de energía, una luz cegadora que contrastaba con la oscuridad que me rodeaba. La onda de choque me golpeó con fuerza, levantándome del suelo y lanzándome hacia atrás. Mi cuerpo se tambaleó, pero mis ojos no podían apartarse del espectáculo ante mí.
Del vórtice surgieron seres angelicales, majestuosos y terribles al mismo tiempo. Tenían tres pares de alas, que se extendían como un resplandor dorado en el cielo ennegrecido, y sus armaduras, reflejaban la luz como espejos, pero con un brillo más allá de lo terrenal. Cada uno de ellos sostenía una trompeta de plata, y al tocarla, el sonido que resonó no era música, sino un trueno divino que sacudió los cimientos de la tierra misma.
"¡Malditos demonios!", grité una vez más, mi voz resonando con un tono de ira y desesperación renovadas. "¡No pueden ganar!"
Pero los Ángeles no me prestaron atención, ni a mí ni a los humanos que quizás aún estaban en peligro. Sus miradas estaban fijas en los demonios, una determinación implacable brillaba en sus ojos mientras preparaban sus armas para el ataque.
Sin previo aviso, los Ángeles alzaron sus lanzas de energía pura y blanca, una luz que quemaba los ojos, y uno de ellos gritó con una voz que resonó en el aire: "¡Todos!". En un instante, el cielo se llenó de destellos de luz, mientras los Ángeles descargaban su poder sobre los demonios. Las lanzas atravesaban el aire con una precisión letal, impactando contra los cuerpos de los demonios y causando explosiones de luz que iluminaban el cielo oscuro.
Al principio, las voces de los Ángeles eran como un ruido incomprensible, un zumbido que resonaba en mis oídos sin formar palabras. Pero mientras la batalla se intensificaba, empecé a sentir un zumbido en mis tímpanos, como si mis oídos estuvieran sintonizándose a una frecuencia diferente.
Y entonces, de repente, todo tuvo sentido. Las palabras de los Ángeles se volvieron claras, sus voces eran fuertes y autoritarias, llenas de órdenes y comandos. Hablaban de "purificar" la tierra, de "expulsar" a los demonios. Los demonios, por su parte, respondían con gruñidos y chillidos de rabia, sus voces cargadas de odio y desafío.
"¡Esto es increíble!", pensé, mi mente tratando de procesar lo que estaba viendo. "¡No puedo creer lo que está sucediendo!"
Mientras observaba la batalla, los sonidos, las luces, las emociones se mezclaban en un torbellino caótico dentro de mí. Cada instante que pasaba, cada flecha lanzada, cada palabra pronunciada, me hacía sentir más pequeño, más insignificante. Era como si estuviera presenciando una guerra más allá de la comprensión humana, una lucha entre fuerzas primordiales, y yo no era más que un espectador atrapado en medio de un conflicto demasiado grande para entenderlo.
Y entonces, mientras los Ángeles y los demonios seguían luchando, mientras la luz y la oscuridad se entrelazaban en una danza mortal, una sola idea se aferró a mi mente, tan fuerte y tan clara como el día.
"Sobrevive", me dije a mí mismo. "Por Harry... por todo... ¡sobrevive!"