Salón del Emperador.
— ¿Esto es lo que queda de tu gobierno, majestad? —recriminó Léi Dàrén—. ¿Un emperador que no puede proteger a los niños, ni a las mujeres, ni siquiera a su propia dignidad?
— ¡Cuidado con tus palabras, Léi Kē! ¡Siempre hemos hablado como iguales, pero incluso tú debes recordar quién soy!
— ¿Quién eres? ¡Dímelo tú! ¡Ya no te reconozco! ¿Dónde está mi amigo?
— ¿Y tú eres mi amigo? ¿Acaso me ves cómo antes?
— ¡Se supone que eres el Emperador! ¡No hay excusas! ¡Hoy en día no eres más que una figura decorativa mientras otros deciden por ti! ¿Qué hubiera pasado si esa hubiese sido una de mis aldeas, la aldea de la campesina que murió frente a ti hoy? ¿Hubieras permitido que subyugaran a mis mujeres y niñas, pequeñas que ni siquiera sabían lo que les estaban exigiendo, para obligarlas a algo que no querían? ¿Qué hubiera tenido qué hacer yo? ¡Me colocaste como protector! ¡Hubiera tenido que alzar mi espada ante ti!
— ¡Eres vigilante de las fronteras de Noddon, no protector de la gente del lugar! ¡Me sirves y servirás a mí! ¡Tus asuntos son conmigo!
— ¡Soy protector de las fronteras de Noddon, cuido y superviso todo lo que las tierras cubran y estén sobre ellas, tanto a las personas como a los animales, la vegetación y todo lo que se relacione! ¡Cumplo mi deber como se supone que debo ejercer! ¿¡No fueron las promesas rotas las que desataron las primeras antiguas guerras: olvidar servir al pueblo y trabajar para sí mismo!? ¡Fueron asesinadas mujeres que se negaron a aceptar el decreto de infertilidad en Yinyunling! ¡Tú me hiciste una promesa una vez! ¡Los jóvenes no! ¡Ningún niño volvería a sufrir! ¡Quiero hablar con esa persona! ¡Tú dices que eres el Emperador! ¿Dónde está tu autoridad?
— ¡No me hables como si no hiciera nada! ¿Qué culpa tengo yo? ¡Me aseguraron que nadie saldría lastimado! ¡Yo ordené que no hubiera violencia contra los civiles! ¡Hubo consecuencias sobre los soldados que regresaron e incumplieron la orden!
— ¿Consecuencias? ¡Qué hay de las victimas quienes ya sufrieron las consecuencias de la dejades de tu mando! ¡la gente sufre a diario por tus decisiones! ¡O mejor dicho, por la falta de ellas! ¡Esos soldados actuaron porque sabían que no harías nada! ¡Porque saben que este trono no tiene peso! ¡Y mientras tanto, al resto de los que deseamos construir un mundo equitativo y justo, nos obligas a presenciar cómo destruyen lo que queda de la humanidad de esas personas!
— ¡Léi Kē, sabes cómo funciona esto! ¡Cada Señor es independientemente responsable y libre de cómo proceder con lo que ocurre en su territorio siempre y cuando cumplan sus papeles básicos conmigo! ¡Esas son las tierras de YǐnXīng Gōng! ¡Si me involucré en la situación fue porque consideré este asunto de la "infertilidad" algo delicado! ¡Él incumplió mis ordenes! ¡Cuando lo llamé para castigarlo, el consejo, los ministros se pusieron de su lado! ¡La Casa del Dragón está plagada de ministros YǐnXīng! ¿Cómo puedo atacarlo sin que la vida de mis familiares y la mía peligre? ¡Sabes cómo funciona esto, por ello, es que fusiono a tu familia con la mía! ¡La mayoría de los votos fue a favor de esa ley! ¡Yo hice todo lo que estaba en mi poder para evitar que esto sucediera! ¿Qué esperas que haga cuando mi propia autoridad está limitada? ¡Te sugerí casar a tu hija con mi primer hijo por algo! ¡Te negaste! ¡Con ese movimiento, habría retrasado…!
— ¡Basta! ¡No espero que seas omnipotente! ¡Espero que seas valiente! ¡Escuche que hubo varias madres arrodilladas suplicando por sus hijas! ¡Imaginé a esas mismas hijas ser arrastradas como ganado y detecté la desesperación en sus frágiles ojos, y todo porque nosotros, sus líderes, decidimos que su fertilidad es un problema! Me dices que intentaste evitarlo. Entonces te pregunto, ¿qué hiciste cuando las palabras no fueron suficiente? ¿Luchaste? ¿Te enfrentaste a ellos? ¿O aceptaste que el voto de la mayoría te quitó el asunto de las manos?
— No es tan sencillo como lo figuras.
— No digo que sea sencillo, sino necesario. ¿Sabes cuál es el problema, Majestad? Te has convencido de que la responsabilidad no es tuya, que eres libre de esconderte detrás del consejo, detrás de la burocracia, porque te sientes insuficiente luego de haber perdido a Skye. Es hora de que entiendas que su muerte fue natural, de enfermedad incurable. No la habrías podido ayudar. ¿Sabes lo que ve tu pueblo? Ve a un Emperador que no lidera, un hombre que permite que otros lo manejen como a un títere. Su Majestad, eso es más peligroso que cualquier otro decreto.
— ¿Crees que no siento impotencia? ¿Que no me consume saber que el pueblo me culpa por decisiones que no controlo? ¿Crees que no sufro con cada carta que recibo, con cada súplica que no puedo responder? No soy un dios, Léi Kē. Soy un hombre atrapado entre las decisiones de otros.
— No, no eres un dios. Eres un hombre. Pero eres el hombre que aceptó este trono y el que yo decidí sentar allí. Y con esa silla vienen las cadenas y las luchas. Si no puedes cambiar las cosas, entonces míralos a los ojos y díselo. Diles la verdad. Pero no permitas que sigan creyendo en una figura que no puede protegerlos. Porque cada día que pasas en silencio, el resentimiento del pueblo crece. Y te lo advierto: Llegará el momento en que ni siquiera tu título podrá salvarte del juicio de tus súbditos.
— No puedo prometerte milagros, pero no consentiré que esto vuelva a repetirse.
— Espero que así sea —suspiró Léi Dàrén—. Porque esta será la última vez que hablemos como amigos, Majestad. Si no actúas ahora, me verás del otro lado de esta sala. Y en esos futuros días, no tendré palabras para salvarte. Odiaría… —Se calló—. Cumple tu parte, tu deber, por favor.
El emperador abandonó su salón minutos después.
Léi Dàrén se sentó en una butaca. Se quedó en la soledad, reflexivo. Las velas se apagaron al cerrarse las puertas.
Fuera del Imperio DǒuMàn, Kitakyushu Ueda observó con aparente repulsión a Lysan. Sus finos ojos juguetones recorrieron una y otra vez su cuerpo. Kitakyushu buscaba incomodarlo. En un momento, soltó un suave silbido.
— No me molestes —advirtió Lysan. En su mano izquierda sostenía un libro de manchas beige y rojas. Posicionó el estropajo encima de su hombro. Se sentó en una banca baja de madera desgastada—. No seguiré atendiendo el día de hoy.
— ¿Crees que será visto como normal que el perro de cabello extranjero no trabaje, pero su amo sí? —Kitakyushu Ueda le extendió otro trapo, uno más limpio—. Unos clientes se acaban de ir. Limpia las mesas. Y trabaja con buen humor. O te colocaré un grillete con bola. Y ahí verás tú cómo caminas y atiendes a todos. —Colocó una sonrisa que promete problemas—. Mucho cuidado con coquetear con el público. Te arrancaré la lengua si lo haces.
Las puertas de Xīng Chén Jīn Yīng se abrieron. Las risas de unas damas invadieron el espacio enalteciendo la melodía de las flautas. Sus pisadas se sintieron como pétalos girando en la ligera brisa. Sus rostros eran como los rayos de los soles, y sus perfectas dentaduras como las nubes en primavera.
Todo el día había ingresado numeroso grupo de personas. La división femenina era la que se multiplicaba a cada incienso. El argumento a esto residía en el decorado del establecimiento. Las mujeres se enamoraban de la fachada y quedaban incluso más embelesadas cuando se adentraban y contemplaban los colores pasteles.
En la atención, había cierto grado de presión. La mayoría de ellas provenía de clanes destacados, o ellas mismas eran hijas de líderes. El Imperio DǒuMàn estaba colmado de visitantes porque, en el Palacio del Dragón, se celebraría el banquete anual al triunfo del Gran Disturbio. El anfiteatro solo había sido parte inicial del evento.
Lysan era un huraño a todo honor, pero, si se le podía atribuir algo mucho peor que lo retrasaba en su sociabilidad, entonces se podía anunciar que sufría de ginefobia. Estaba realmente frustrado.
Kitakyushu Ueda le había administrado ansiolíticos. Y, como el propietario era partidario de la limpieza, le había ordenado varias veces irse a lavar el rostro para que su sudor pasara desapercibido.
— ¿No puedes invocar de nuevo a esas cosas para que ayuden? —consultó Lysan—. Son muchas personas, muchas mujeres…
Kitakyushu Ueda se mostró desdeñoso con la alegría del entorno. No le agradaban las personas, aunque podía tolerarlas, si sufrían.
— Quizás lo haga —susurró. Ordenó las tazas y limpió el repostero—. ¿Quién me crees? No me gusta estar codeándome con los humanos. —Lysan estaba absorto en su lectura. Lo ignoró por completo—. ¿Por qué tan concentrado? ¿Estás planeando la próxima gran batalla de la dinastía?
Lysan no levantó la mirada. Contestó:
— Planeo estrategias para sobrevivir a la plaga que tengo enfrente.
Kitakyushu Ueda colocó expresión de gato lastimado.
— ¿Soy una plaga? ¿Un azote de los cielos? No sabía que me considerabas tan importante.
Lysan negó.
— Eres persistente como una piedra en el zapato o un burócrata que no entiende el concepto de "basta".
— Admítelo. Te divierto.
— Prefiero el silencio a tus intentos de espectáculo. Pero tienes talento para una cosa: Hacer que desee quedarme sordo. Eres la prueba de la paciencia divina.
— ¿Soy tu musa? ¡¿Y ese chiste?!
— Si fueras una musa, serías de esas que hacen que los poetas terminen recluidos en las montañas.
«Considero la reclusión como una opción viable», pensó Lysan. Observó a Kitakyushu.
— Veo que en serio tienes muchas ganas de insultarme. ¿Qué sigue? ¿Me compararas con un desastre natural? Creo que lo hiciste antes, ¿no?
— Sí, pero creo que me equivoqué. Un desastre natural tiene la decencia de terminar rápido.
— ¡Oh, entonces quieres decir que duro bastante! No veo lo malo en eso. ¡Ya, acéptalo, me amas!
— Si el amor se mide en ganas de lanzarte al río, entonces sí, te amo locamente.
— ¡Esta bien! ¡Puedo soportarlo! Puedo soportar tus comentarios. Soy como el Gran Canal: Interminable, lleno de vida y de paciencia.
Lysan le dio la vuelta a su página. Alzó una ceja.
— Si fueras el Gran General, estarías bloqueado por tu propia incompetencia.
— Veo que ya no te guardas nada.
— ¿De qué sirve? De todas formas, puedes leer mis pensamientos. Mejor gozo del placer de ofenderte en tu cara.
— ¡Vete a trabajar! —chilló Kitakyushu.
Lysan obedeció.
Kitakyushu Ueda se fue a la parte trasera del establecimiento. Llevó un cuchillo consigo. Se remangó la manga de su hanfu y cortó su piel. Permitió que se formara un charco de sangre en el suelo. Luego, cubrió la herida con la palma de su mano, caminó más allá y se dio otro golpe con la punta del arma en la misma incisión. Por una tercera vez, repitió el acto.
Dejó tres pequeños charcos de sangre alineados en la misma dirección. De ellos emergieron tres figuras femeninas, delgadas y de una palidez inquietante y estremecedora. Sus ojos, negros como la noche, brillaban con un magnetismo hipnótico, tan embriagador como el aroma del durazno. Sus largos cabellos caían estratégicamente, cubriendo sus senos y las partes más íntimas de su cuerpo. Desde las muñecas hasta los hombros, se entrelazaba una raíz espinosa adornada con flores rosadas, como si la primavera reclamara por las mujeres.
Las damas irradiaban una felicidad inquietante. Sus labios delicados susurraban melodías etéreas. Aquel delicado sonido parecía tener el poder de hechizar a cualquiera. Las tres se mostraron leales a su amo, una fidelidad que resplandecía en su comportamiento. Kitakyushu Ueda, con un gesto sutil, señaló hacia un cuarto cercano. "Ahí encontrarán vestimentas", les dijo, y las tres se dirigieron allí, sus ojos brillando de emoción. Cuando regresaron al establecimiento, el gozo las envolvía. Su energía desbordante cautivó al público, que quedó embrujado por su presencia.
Estas nuevas empleadas vestían trajes bordados de un suave tono rosado, que fluían como seda a su paso. Los vestidos, de mangas largas y fluidas, caían hasta el suelo en pliegues cuidados, y sus cinturas estaban comprimidas por cinturones de brocado, adornados con detalles dorados. El cuello de sus túnicas era alto, con un borde delicadamente bordado con flores de loto. Los rizos de sus cabellos, sujetos en altos moños adornados con joyas, caían con gracia, completando la imagen de una belleza etérea que parecía sacada de un sueño. La belleza era tan exquisita que se las relacionaba a una edad de entre los trece a quince.
— ¿Tenían que ser mujeres? —cuestionó Lysan, hastiado.
— Si fuera a un establecimiento y me atendiera un varón, me iría. Las mujeres son más limpias.
Kitakyushu Ueda se percató de algo. Sus cejas se fruncieron y, sus ojos, que hasta ese momento estuvieron fijos en el horizonte, se entrecerraron al son de su concentración. Su mandíbula reveló una ligera tensión interna. El aire vibró y él adivinó en un segundo. La expresión de su rostro rápidamente fue reemplazada por una calma calculada.
— Será mejor que estés pendiente de quién ingrese por esa puerta —amenazó, con una expresión placida.
Las personas que agitaron los cascabeles en la entrada fueron DǒuMàn XīngRuò y YǐnLuò WēnYí. Lysan se acercó a ellas y las condujo hasta una mesa, atendiéndolas con la cortesía que requerían. Permaneció cercano y atento a sus necesidades.
YǐnLuò WēnYí, como siempre, irradió un encantador buen humor. Lysan no pudo evitar quedar cautivado por sus ojos. ¡En serio, eran extraños!
Al percatarse el guardaespaldas de YǐnLuò WēnYí de la fijación de Lysan, mostró una actitud desafiante, pero YǐnLuò WēnYí lo calmó con un gesto, indicándole que se sentara junto a ellas. La joven YǐnLuò no se molestó por las miradas de Lysan, pero él, siendo de alguna manera un caballero, prefirió apartar la vista y escuchar la conversación.
— ¡Luego del largo castigo que me impuso mi padre, por fin me había permitido pasar la noche contigo! ¡Ahora, con lo que acaba de suceder, no sé si querrá que me quede a tu lado! —declaró YǐnLuò WēnYí, entristecida—. No habíamos hecho una pijamada desde hace mucho. Es una lástima.
— Siempre puedo ser yo la que vaya hacia ti —sostuvo DǒuMàn XīngRuò, seria. YǐnLuò WēnYí sabía que había un tono afectuoso en su voz—. No te preocupes. Mi padre no me negara irme contigo.
— DǒuMàn Yùlì, tal vez no lo hayas notado, pero, ¿sabes?, si nos casamos con quienes nos casaremos, entonces ambas viviremos juntas en Noddon. Bueno, por un tiempo, luego mi padre me llamará para liderar LóngYu YǐnLuò.
El nombre de nacimiento de DǒuMàn XīngRuò era DǒuMàn Yùlì.
YǐnLuò WēnYí se mostró contenta. DǒuMàn XīngRuò no quiso decirle nada. Pensó: «Por cómo se comportó SīKòu Feng, dudo mucho que tu padre continue con el compromiso».
— ¿En serio no estás tensa por lo que le pasó a Shěn XuěPíng?
— No quiero ser mala. Por un segundo, me pregunté: "¿Está muerto?". De ser el caso, no sentí nada —informó, seca—. Luego, solo pude enfadarme con Léi XuěWēi… Me vengaré.
«Tan joven y se expresa de la venganza como si no significara nada», caviló Lysan.
WúShēng XuànFēng se volvió a mirarlo. Colocó su mando en la empuñadura de su espada.
Lysan negó con la cabeza. WúShēng XuànFēng regresó su mano a su taza de té.
En ese preciso instante, Chuy irrumpió en el local como un torbellino. Corrió a toda velocidad con el rostro rojo como un tomate. Sus ojos estaban desorbitados de pura urgencia. Estaba empapado en sudor, con pequeñas gotas brillando en su frente y deslizándose por sus mejillas. Su camiseta estaba pegada a su cuerpo. Mostró los vestigios de una carrera desventajosa. Entre jadeos y resoplidos, logró gritar con voz estridente:
— ¡TRES TARTAS DE ZANAHORIA CON ALMENDRAS! NECESITO TRES TARTAS DE ZANAHORIA CON ALMENDRAS, ¡AHORA!
Kitakyushu Ueda, que hasta ese momento estaba ordenando unos frascos de mermelada, levantó la vista y casi dejó caer el cuchillo. Sus ojos se agrandaron, desconcertado por la irrupción de ese joven que parecía escaparse de una persecución imaginaria. Se quedó ahí, parado, con una expresión que osciló entre el asombro y la incredulidad, mientras Chuy, sin perder el aliento, seguía repitiendo su demanda, sin importarle que las otras personas en el local lo miraran como si fuera una fastidiosa cucaracha.
— No necesita gritar… ahora mismo lo atiendo. —Kitakyushu Ueda se puso a empacar el pedido—. ¿Por qué está tan apurado?
— Yòu Yì JiāngJūn es mi amo. Mi amo es un hombre muy ocupado.
— ¿Y…?
— La persona que busca consolar tiene una actitud muy descara y vehemente. —Kitakyushu Ueda le extendió un vaso de agua—. Necesito que todo se realice rápido. Hubiera venido antes de no ser por el laberinto que se presentó. No cabe duda de que, cuando la gente anda de chismosa, genera un tráfico absurdo.
— ¿Sucedió algo? —preguntó el dueño.
— Nada que sea digno de escandalizarse demasiado. Fue más una conmoción. Se arrestó a Sylvor, hermano de la princesa DǒuMàn XīngRuò… Oiga, ¿puede apurarse? Si no me apuro, puede que Zuǒ Yì JiāngJūn se moleste por siempre con Yòu Yì JiāngJūn. ¡Necesito regresar rápido!
— ¡Vaya, es chistoso! ¡La izquierda se enfadada con la derecha! ¡Y la derecha se empeña en consolar a la izquierda! —bufó Kitakyushu Ueda. Chuy no lo encontró gracioso—. ¿No es al revés?
DǒuMàn XīngRuò se acercó de inmediato, con el corazón en un puño y el rostro desencajado, como si el suelo bajo sus pies acabara de desaparecer. Sus ojos, abiertos de par en par, estaban llenos de una mezcla de incredulidad y temor. Con las manos temblorosas, agarró a Chuy por los hombros y lo zarandeó con desesperación, como si necesitara arrancarle la verdad con cada sacudida.
—¿Qué dijiste? ¡¿Cómo que mi hermano fue arrestado?! —exclamó con la voz quebrada.
El peso de la noticia cayó como una avalancha. Su respiración se volvió errática, y una sensación sofocante de vértigo la invadió. Sintió las piernas débiles y su pecho oprimido.
Su mente corrió frenéticamente, llena de preguntas sin respuesta, mientras su mirada se tornó vidriosa, perdida entre las sombras de sus propios pensamientos. El rostro de su hermano apareció en su memoria, mientras las palabras de Chuy resonaban en sus oídos como un eco interminable, desgarrando lo poco que quedaba de su tranquilidad.
La preocupación que se apoderó de DǒuMàn XīngRuò fue tan profunda que, Sylvor no logró evitar estremecerse. Una sensación que no solo emanó de sus nervios, sino que se envolvió en su cuerpo como una capa invisible.
En el aislamiento de la prisión, Sylvor halló un compañero, un pintor excéntrico, cuya mera presencia era una burla a la propia naturaleza de la libertad. Había sido apresado no solo por la irreverencia sexual de sus obras, sino por las incendiarias críticas políticas que profería en voz alta en los rincones más oscuros del Imperio, particularmente cuando el vino, que por un tiempo lo hacía sentir dueño de su propia vida, le desbordaba la razón. Este hombre, tan extraño como los cuadros que dejaba atrás, resultaba ser una figura tan distante de lo esperado, que cada conversación con él se convertía en un laberinto de palabras incompletas y gestos ambiguos, dejando en Sylvor una sensación de desorientación, como si los propios muros de la prisión le estuvieran cantando la irracionabilidad de la vida.
— Entonces, ¿cuál elijes?
— La primera que me mencionó —contestó Sylvor, emocionado. Señaló—: ¡Quiero esa!
El pintor extrajo de su bolsillo una pequeña caja de pinturas. Y de entre sus ropas, con la misma parsimonia, apareció un pincel, que, como un objeto tan insignificante, poseía la destreza de conferir vida a lo que tocaba.
Sin previo aviso, se acercó a Sylvor, cuya incredulidad le permitió quedar atrapado en la peculiar serenidad de aquel momento. Sin mediar palabra, comenzó a trazar sobre su rostro, el cual ya se encontraba tenso bajo el peso de una incomodidad indecible. Los trazos del pincel se movían con una precisión desconcertante. El rostro de Sylvor, antes tan serio, firme y moreteado, tomó la forma de una figura ajena, una careta que, como una burla silenciosa, lo despojó de su identidad. Cada trazo capturó algo más que la superficie, como si el pintor no estuviera simplemente decorando el rostro, sino reconfigurando por completo su esencia.
El tiempo se estancó mientras el pincel trazaba, con firmeza y una extraña suavidad, lo que podía ser tanto una condena como una liberación. Sylvor, inmóvil, parecía consciente de su transformación, pero tan sumido en el proceso, tan ajeno a las razones detrás de aquel acto, que todo su ser quedó atrapado en una mezcla de fascinación y alegría. ¡Se divirtió! ¿Quién le hubiera dicho que en prisión obtendría un descanso de todo el trabajo que lo amenazaba en la biblioteca?
DǒuMàn XīngRuò apareció entre los guardias. Se acercó a Sylvor corriendo. Se tiró de rodillas al tenerlo al frente.
— ¡Escuche que te trajeron!
Sylvor se sobresaltó. Se acercó a su hermana gateando por el suelo, entre paja y tierra.
— No importa, hermanita. Todo está bien. Mira, hice un amigo.
DǒuMàn XīngRuò ignoró al pintor.
— ¡Esto no es justo! ¡Ellos no…!
— Sí, sí pueden —corrigió Sylvor, sonriente y coqueto—. Oye, DǒuMàn Yùlì, no te preocupes, de verdad. Eres consciente de que no podía estar a tu lado toda la vida. —Lagrimas se asomaron en la cara de la princesa— ¡Pero mira en que celda me encuentro! —Sylvor se puso de pie. Extendió las manos al aire. Comenzó a bailar torpemente. Zapateó el suelo—. ¿Recuerdas nuestros juegos? No olvides el Árbol de Dalí. ¡Sus ramas nunca caerán!
— Hablaré con padre. Te sacará ahora mismo —continuó su hermana. Se volvió hacia un guardia—. Oye, tú, ¿dónde está mi padre? ¿Por qué no ha venido?
El soldado se arrodilló en el suelo antes de hablar.
— Ante los eventos repentinos de la tarde, los Gōng lo obligaron a adelantar el banquete. Se preparó un salón. Están en una conferencia. Sin embargo, mi princesa, nadie puede ingresar.
Lejos de los tumultuosos acontecimientos que se desenvuelven en la prisión, Léi YǒngHuā, en su serena discreción, había llevado a su hermano a caminar. A lo largo del trayecto, una quietud envolvía ambos, una quietud que no se veía quebrantada por palabra alguna.
El paisaje que los rodeaba, en su inmovilidad casi perfecta, colaboró con el silencio. La tierra bajo sus pies, el suave crujir de las hojas secas al pisarlas, todo estaba contenido en una burbuja de tiempo suspendido. El paso de los hermanos era pausado, deliberado.
Al llegar a un pequeño estanque, su presencia apenas alteró el aire. La superficie del agua, tranquila y transparente, reflejó un cielo que era tan ajeno a las inquietudes humanas como el rostro de Léi YǒngHuā. Se detuvieron allí, inmóviles, como si la quietud del agua les ofreciera una tregua momentánea de las complejidades de sus vidas.
— Léi Píng, ¿qué quieres que haga contigo? Ya no sé cómo enderezarte.
Léi YǒngHuā soltó un suspiro, cargado de un cansancio que iba más allá del físico. Su mente y su alma estaban igualmente agotadas. Su mirada vaciló. Relevó una ligera vulnerabilidad que nunca había mostrado. En ese instante, se vio atrapado entre lo que había sido y lo que aún temía ser para Léi HuāLín.
— Te expresas como si fuera un caso perdido —le reprochó su hermano—. No soy tan insoldable.
— Tú dime —le rogó—. ¿Qué quieres de mí? Dime qué tengo que hacer para que…
Léi HuāLín alzó su mentón. Estiró la mano y lo detuvo.
— Primero, dejar de tratarme como a un niño. No soy pequeño.
— ¡Entonces compórtate como tal! —le exigió el comandante.
— ¡No pararé hasta que tú me trates como merezco! ¡Has demostrado varias veces que no me respetas! ¡Siempre me haces menos!
Por un breve instante, Léi HuāLín mostró una fragilidad insospechada, una que desbordaba la rigidez de su habitual orgullo, su vanidad, e incluso la codicia y engreimiento que lo definían a diario. Como si un velo se hubiera rasgado, revelando un ser más humano, más vulnerable. Esta rara rendición de su carácter pareció más bien una revelación de su naturaleza más profunda, algo que, por mucho tiempo, había guardado bajo llave. En ese silencio que precedió su encuentro con su hermano, se dio cuenta de que ya no podían seguir eludiendo lo inevitable. Por primera vez, ambos se enfrentarían a la verdad sin la comodidad de las excusas ni las justificaciones habituales. Las palabras, que hasta entonces habían sido medidas, saldrían ahora con una crudeza inusitada.
¡La máscara de las buenas maneras había caído y con ella todo el peso de sus quejas y frustraciones acumuladas! ¡Ambos se expondrían el uno al otro, en un acto de sinceridad que ambos sabían era tan necesario y doloroso!
— No quieres contarme nada de nuestro padre. Evitas explicarme lo que sucede con nuestra familia. ¡No me habías dicho que estabas comprometido, ni que pronto te vas a casar! ¡No me cuentas nada! ¡Viste! ¡Mira tu cara! —Señaló— ¡Te molesta que hable de padre! ¡Eres codicioso! ¡Lo acaparas como si solo fuese tuyo! ¡Yo también soy parte de él!
— No necesitas saber todo lo del pasado. No pasaron cosas buenas —respondió con voz firme.
— ¡Bueno o malo! ¿Quién eres tú para decidir si puedo o no saber sobre mi familia?
Léi YǒngHuā apretó los dientes, el gesto de su rostro se endureció aún más, pero sus palabras, aunque severas, traían consigo una comprensión inquietante, como si todo lo que había dicho hasta entonces fuera, en algún nivel, un intento de protegerlo, aunque de una manera equivocada.
— ¡Soy tu hermano! —repuso el comandante.
— ¡Y yo soy su hijo!
En ese instante, la realidad se desplegó ante Léi YǒngHuā como una imagen de desesperanza, como si todo lo que había hecho por proteger a Léi HuāLín solo hubiera servido para alejarlo más.
Léi YǒngHuā solo deseaba lo mejor para él. Pero el dolor, el miedo y el orgullo se mezclaban de tal forma que le resultó difícil transmitir ese deseo sin que pareciera imposición.
— Solo quiero que estés a salvo, Léi Píng —musitó, la vulnerabilidad que por fin apareció en su voz era tan inesperada como una grieta en una fachada de mármol.
— ¿A salvo? —repitió, casi con desdén, como si esa palabra, "a salvo", fuera un consuelo vacío. Su voz tembló, no solo por rabia, sino por una profunda incomodidad que lo sumía en la confusión. Se burló—: ¿Crees que estoy en peligro por saber la verdad? ¿Crees que me protegerás si sigues ocultándome todo lo que tiene que ver con él? ¿Con nuestro padre?
Las palabras cayeron sobre Léi YǒngHuā como piedras, cada una más pesada que la anterior. Fue incapaz de responder de inmediato, bajó la mirada, no por vergüenza, sino porque la magnitud del dolor de su hermano lo alcanzó con una fuerza inesperada. No pudo distinguir qué era lo correcto. Ahora, el destino se presentaba en una forma grotesca, donde lo que él había considerado sabiduría, Léi HuāLín lo veía como una prisión.
— Solo trato de evitar que el peso de lo irremediable te destroce... —respondió Léi YǒngHuā.
— No tienes derecho a decidir por mí, no tienes derecho a cargarme con tus miedos.
— Lo único que quiero es que comprendas que lo hago por ti…
— ¡No entiendes! —gritó su hermano, sus ojos ardiendo de frustración— ¡No me importa lo que hayas hecho por mí, lo que te importe a ti! ¡Me importa lo que he perdido por tu culpa! ¡Siempre te has puesto por encima mío! Siempre actuando como si fueras el único que sabe lo que es mejor para mi futuro y mi vida. ¡Siempre pensando que eres el salvador!
Léi YǒngHuā, incapaz de evitar que la tensión lo atravesara, intentó responder, pero las palabras se atoraron en su garganta. ¿Cómo explicar el dolor que sentía al ver a su hermano sumido en esa ira? ¿Cómo contarle que solo lo había hecho por amor, por miedo a perderlo en un mundo que él ya había conocido demasiado bien?
— ¡Nunca quise ser tu salvador! —respondió finalmente, con la voz quebrada, pero firme—. Lo que siempre he querido es que no tengas una carga. —Un suspiro se escapó de su pecho—. No puedes entender lo que es…. —Tragó en seco—. No quiero que te destruyas a ti mismo como lo hice yo.
— ¡¿Y crees que lo que has hecho no me ha destruido?! Me has mantenido en la oscuridad todo este tiempo, sin darme la oportunidad de elegir, de saber. Y ahora me hablas de "protegerme". ¿De qué?
Léi YǒngHuā parpadeó, como si esas palabras lo golpearan con fuerza. El reproche fue duro, y no supo cómo defenderse. Deseó anunciar que lo hacía por su bien, que no tenía ninguna intención de dañarlo, pero las palabras no salieron.
— Solo quiero lo mejor para ti, lo mejor. No quiero que enfrentes lo mismo que yo. No te…
Su hermano, sin embargo, ya no lo escuchaba. Estaba perdido en su propio enojo, y sus palabras fluyeron como un torrente incontrolable.
— ¡No te importa lo que yo sienta! ¡No te importa lo que quiero saber! —su voz se quebró por un segundo, pero enseguida se reavivó—. ¿De verdad crees que me proteges guardándome las cosas? Me duele que me trates así, como si no tuviera derecho a ser parte de nuestra familia.
— Lo que más quiero es que seas feliz. Me importa tu felicidad.
El aire entre ellos se volvió cada vez más pesado, como si un imparable torbellino estuviera arrastrándolos a ambos a un lugar del que ya no pudieran regresar.
— No tienes ni idea de lo que hablas… Todo este tiempo he vivido con la sensación de que no soy nada para ti. No me miras como tu igual. Siempre me ves cómo alguien que necesita ser protegido.
Léi YǒngHuā apretó los dientes, la ira comenzó a arder en su interior, aunque aún trataba de contenerla.
— ¡Y tú no entiendes lo que significa ser el que tiene que cargar con todo! —gritó, ya sin poder seguir callado—. ¡No entiendo cómo no puedes ver que lo hago porque te amo! No quiero que arrastres el mismo peso que yo. —Sus ojos brillaron con furia y desesperación—. Pero tú no lo entiendes, ¿verdad? ¡Solo piensas en ti mismo!
El hermano lo miró fijamente. Su interior se colmó de tristeza y rabia.
— ¡Es que nunca has pensado en mí! ¡Siempre has estado tan ocupado protegiéndome que nunca me has dejado vivir! No me has dejado tomar mis propias decisiones, ni enfrentarme a lo que es mío por derecho. ¡Quiero saber la verdad! ¡Quiero saber lo que hiciste tú, lo que hizo él, lo que hizo madre, lo que hicieron todos! ¡Ya no quiero vivir bajo tu sombra!
Léi YǒngHuā dio un paso atrás, como si las palabras de su hermano lo hubieran golpeado físicamente. Su rostro reflejó la incredulidad de quien se ve confrontado por algo que nunca había visto venir.
— ¿Vives bajo mi sombra? —dijo, su voz temblorosa, pero cargada de un veneno silencioso—. ¡Tú eres el que no quiere ver la realidad! He hecho todo esto por ti… Lo peor es que no me importa que no me entiendas. Ya no lo harás… —murmuró.
Léi HuāLín lo miró con el rostro tenso por la furia. Su expresión exhibía todo el resentimiento que había acumulado durante años
— Entonces, quizás lo mejor sea que sigas solo. Si realmente crees que esto es lo mejor para mí, tal vez deberíamos quedarnos separados. Haz lo que quieras. Yo me enfrentaré a lo que sea. Y tú, puedes quedarte con tus mentiras y en el Imperio DǒuMàn. Yo regresaré a Noddon.
Finalmente, sin un gesto de reconciliación, sin una mirada que pudiera suavizar la amargura del momento, ambos se dieron la espalda y se separaron. La distancia se contempló insalvable. Un abismo sin retorno, donde ninguna de sus palabras alcanzó al otro, y donde ya no había más lugar para la comprensión