En la mitad de la pista, Jericho aparece de nuevo.
Nunca ha habido una persona que haya amado y odiado tanto como a él, y tengo una familia jodida que inspira todo tipo de odio junto con el amor que se comparte en familia.
—¿Qué? —gruño mientras avanzo, estirando mis piernas y bajando con mis brazos increíblemente débiles. Están más allá de temblar. Son como gelatina, y apenas puedo levantar las pesas a los lados.
Pero no me detengo.
—Endereza la espalda —gruñe Jericho, mirando críticamente mi postura—. Mantén tu core tenso.
Ajusto mi postura, tratando de mantener el equilibrio mientras los músculos de mis piernas tiemblan. Jericho gruñe, al parecer encontrando mi forma aceptable, antes de empujarme algo.
—Toma. Pesas de dos libras. Nunca tuve que empezar a alguien tan bajo antes —contesta con sarcasmo, mientras me las entrega.
Miro hacia abajo a las pesas, sorprendido de ver que son de un color rosa brillante y bonito. Se ven prístinas, como si nunca hubieran sido tocadas.