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Para cuando ella miró hacia abajo, en donde él había agarrado sus brazos, vio que sus garras se habían clavado profundamente y ella no solo estaba herida sino que también sangraba abundantemente.
Llevó la vista hacia él y no vio nada.
Ninguna expresión facial.
Ningún remordimiento, ninguna indicación de que él deseaba volver con ella.
Su rostro estaba inmutable.
Pero no era el hecho de que sangraba lo que le dolía.
Era el hecho de que él la había rechazado de una manera tan brutal.
Era el hecho de que al final del día no habría más él.
Le perforó el corazón porque en ese momento supo que lo había perdido.
Y ella no lo culpaba.
Se llevó la mano al brazo sangrante y dijo:
—Puedo jurar que nunca supe que tenías a tu hermana en la manada. Nunca te habría ocultado eso. Y lo siento por todo lo que hice —hizo una pausa, mirándolo con tristeza—. También lamento que hayas tenido que enterarte de esta manera.
Él ni siquiera respondió.