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Parpadeé atónita ante sus palabras.
—¿A dónde? —pregunté aunque me sentía aturdida, aunque mi cabeza giraba, débil y mareada.
Él se volvió hacia mí. —No cuestiones mis acciones. No significas nada para mí. ¡Y cuando doy una orden la aceptas te guste o no! ¿He sido claro?
Mis labios temblaban, asustada de él, asustada de sus brutales y ásperas palabras.
Miré hacia abajo a mis manos.
¿Por qué me sorprendía de todas formas?
¿Por qué iba a tratarme bien? ¿Alguien lo había hecho? No valía para nada.
—¿Entendido?! —me espetó.
Sentí las lágrimas derramarse en mi regazo.
—Sí, Alfa. —respondí con un gesto de cabeza.
Las lágrimas caían y me aseguraba de mirar hacia abajo para que no se le recordara lo patética que era.
—¡Vístete! —dijo cruzándose de brazos—. Nos vamos juntos. Quiero que vean cómo te ves después de que te hice lo que él le hizo a mi madre.
Desearía poder decirle que, si me matara o no, no haría ninguna diferencia para mi familia.