La fiesta procedía sin contratiempos, los meseros habían terminado de servir el pastel a los invitados de la familia del novio, las rosas rojas en los adornos de mesa permanecían frescas a pesar de las horas y su aroma armonizaba el ambiente. El lugar brillaba en tonos dorados gracias a la luz amarilla, creando un espectro a través de los adornos de cristales Swarovski colgados del techo, hacia el piso, entre las mesas de manteles blancos con encaje en las orillas.
Charlie no podía creerlo, la fortuna le sonreía al emparejarlo con una chica cómo Giselle, de piel blanca y tersa, similar a la leche, tenía un mirar profundo de brillantes ojos negros, cuál las alas de un cuervo. Sus labios rojos y seductores le enloquecían de sobremanera, del mismo modo, sus cabellos oscuros de carbón, largos hasta la cintura, le incitaban a obedecerla con tan solo unos toques del dulce aroma de su piel.
Pero sobre todo, se sentía atraído por su sonrisa, siempre admiró lo blanco de sus dientes, como nieve fresca brillando al sol glaciar, por otra parte, más allá de su impecable higiene bucal. Charlie adoraba sus dos marcados caninos sobresalientes con cada risa a un comentario gracioso o las desdichas de la humanidad escritas en el periódico matutino.
Giselle era todo un misterio, la mayoría de sus amigos le temían, su presencia abrumaba a los presentes en una habitación, solo aparecer. Los gatos y otros animales relacionados con lo obscuro le seguían, cuál si de una Blancanieves gótica se tratara y la boda tan sobria y formal era otro de los múltiples detalles incómodos a los demás.
Charlie, por su parte, miraba a Giselle caminar entre las mesas de sus invitados con su porte elegante y delicado aún más sobresaliente gracias al vestido de seda con encaje blanco de corte sirena, resaltando su voluptuosa figura. El velo largo de tul fino caía sobre su espalda, perdiéndose entre su cabello cómo una fantasía espectral, con un hálito frío que calaba hasta los huevos y perturbaba a los invitados del novio.
Aquella visión, sin embargo, tenía absorto a Charlie, quien intentaba recordar los días cuando comenzó a salir con Giselle, pero era inútil, sus memorias difusas, se sentían atrapadas en una especie doble vida. Una vida terminada el día en el que Giselle se apareció en su camino sin saber como o cuando, este hecho, lejos de asustarlo, reforzaba los sentimientos de Charlie por Giselle.
Ah, quien sentía tan familiar, un ser tan común, imprescindible de su propia existencia y poco importaba ahora si no podía recordar su historia con ella, Giselle parecía consciente de estas dudas en la mente de su esposo y disipando temores, se acercó a él con su mirar profundo y severo. Charlie parecía hipnotizado por esta mirada, por lo que permaneció en su sitio hasta que su esposa se acercó a él.
Un resplandor apetecible se dibujaba en Giselle, sedienta de Charlie, devorándole, rebajándolo a un simple bocadillo para la media tarde. Charlie no parecía aterrado, era como estar en el sosiego, encantado de servir a Giselle de último alimento ante un final. Giselle sin dejar de mirarle se acercó a él, sus brazos rodearon con firmeza su cuello, bajando despacio a la altura de su rostro, los suaves labios de Giselle se entretejían en un beso entre los de Charlie.
Los recién casados se dejaban llevar con el calor del momento, alienándose por completo de las damas de honor, quienes se pusieron de pie y cubrieron sin demora a la feliz pareja bajo el grueso velo de novia.
—¿Estás bien cariño?—dijo con ternura Giselle en aquel pequeño escondite a plena vista.
—Sí, sí, estoy bien, solo me quedé admirado de tu belleza con el vestido de novia, luces preciosa, querida— respondió asimismo adorable Charlie.
Giselle sonrío, de manera maliciosa, al chico robusto de cabellos rizados y nariz pronunciada, quien le adoraba de sobremanera, desafiando los comentarios más mordaces respecto a su relación. Cuando se hablaba de Giselle y Charlie era sobre una pareja muy poco común entre alguien poco atractivo y la musa gótica que era su ahora mujer.