Por razones de la vida, en mi época de adolescente, me tocó irme a vivir con una tía que se había encariñado conmigo. Mi mamá le había pedido ayuda, pues en la casa éramos siete y no había suficientes ingresos. Vivíamos mal, a veces ni comíamos y eso se estaba empezando a ver en constantes enfermedades y problemas de desnutrición. Un día, esta señora llegó a la casa y mi mamá habló con nosotros. Cuando ella dijo que quién se quería ir con la tía, emocionada dije que yo, pensando que era un paseo o algo así, no que me iba a ir de la casa, alejarme de mis hermanos e irme a vivir con otra persona que nunca había visto en mi vida.
Ese mismo día cogí mis tres trapitos, una muñeca y un bolsito que me había dejado mi abuela, y fui diciéndoles a los niños que les iba a traer empanaditas en la noche para comer.
La tía, bueno, la verdad, nunca supe si era realmente mi tía. Mi mamá dice que era la hermana de mi papá, pero nunca lo pude comprobar porque mi papá nunca nos presentó a su familia, y cuando lo mataron, nadie, excepto nosotros y algunos vecinos, fue a su entierro. Yo le pregunté varias veces a mi tía sobre él, pero sus respuestas eran vagas, nada concreto que me permitiera atar cabos sueltos. Solo sabía que ella era una señora viuda sin hijos, con mucha plata, y que por alguna razón vivía en una casa enorme pero horrible. Más adelante les cuento detalles. Resulta que ella se dedicaba al comercio, al menos eso decía ella. Viajaba todos los fines de semana a Maicao y de allá siempre regresaba con un bolso lleno de cosas que yo nunca vi.
Lo que sí es que cada vez que llegaba el lunes siguiente, iban llegando personas una tras otra de ahí, del mismo pueblo y de otras partes. También se metían a un cuarto que ya tenía al lado de la puerta de la calle. Duraban como media hora y salían, así como entraban, sin nada. La verdad, no sé qué le compraban o qué hacían. Bueno, en ese momento no lo entendía, pero ahora, pensando con más detalle, puedo saber que no era nada bueno.
A ella le decían "La Mayona", una mujer de estatura imponente, cejas pintadas, ojos grisáceos, y cabello más negro que nunca vi en mi vida. La piel enrojecida como tostada por el sol. No era una mujer muy atractiva que digamos, pero tampoco era desagradable.
De hecho, tuvo varios pretendientes, entre ellos, un señor que sabía de plantas, que siempre le llevaba esencias y hojas secas. Se tomaban el tinto con ella en la cocina, a solas, mientras yo, en la sala, los escuchaba decir cosas en voz baja y reían como si fueran dos adolescentes coqueteando. Hoy pienso que en realidad lo que hacían era otra cosa. A ese señor fue al que le escuché por primera vez el cuento del santo que crece. Recuerdo que yo estaba limpiando unos estantes que había al lado del comedor, y él le comentaba a mi tía de un santo que había que pedirlo por un encargo especial a una persona que tuviera el acuerdo de algo llamado las tres cruces. Que esas personas eran muy pocas y que por eso muy poca gente tenía el santo. Además, había que esperar si la persona aceptaba entregarlo porque eso suponía un contrato de sangre. No sé qué es eso. Además, no te decían si sí o si no. Simplemente hacías la audiencia y tenías que esperar a que te mandaran el santo o que más nunca volvieras a saber de esa persona. Él le decía a mi tía que tenía un contacto, una matrona que podía hacer el puente y llevarla, pero que el viaje era largo porque había que subir a una montaña, aunque ahora mismo se me olvida el nombre. Además, no dejaban pasar a cualquier persona. La segunda vez que escuché de ese tema fue cuando mi tía estaba hablando con un señor que le decía que se fuera del pueblo porque le habían mandado a matar. Ella decía que tenía miedo porque ella ya había mandado a pedir el santo y que más bien se agarraran los que querían hacerle daño. Una vez pasó que en serio sí llegaron por ella unos tipos extraños a buscarla. Yo, inocente, abrí la puerta, me acuerdo, me cogieron del pelo y me tiraron al suelo de la sala. Revolcaron toda la casa, sacaron un montón de cuadros que ella tenía en el primer cuarto, al que yo nunca entraba, estatuillas, velas, libros, frascos, los tiraron a la calle y les prendieron fuego con gasolina. A mí no me hicieron nada, ellos se quedaron allí afuera, esperando seguramente a que mi tía regresara, pero ella, no sé en qué momento de la madrugada, quizá presintiendo todo, se fue.
Fueron como año y medio que no la vi. Yo me quedé sola en esa casa. Semanalmente me llegaba una encomienda con plata que me tiraban por la ventana de la sala. No sé si lo hacía ella misma o la mandaba con alguien, pero era a una hora sagrada todos los lunes en la madrugada.
Con eso compraba comida y recuerdo que también me compré unos cuadernos, y una vecina me ayudó a meterme al colegio, pues mi tía me decía que eso no me iba a servir para nada, que tenía que preocuparme por ayudarla para que no me faltara la comida. Sin embargo, ya yo tenía 14 años, veía a mis vecinos de mi edad que sabían cosas que yo no, y eso me daba pena. De vez en cuando le pedía a una amiguita de al lado me enseñó cosas, y fue su mamá, que estaba embarazada de seis meses, la que me enseñó a leer y escribir. No había pasado un año y ya me defendía sola. Aprendía muy rápido, ya sabía sumar y restar. Me pasaron a tercer grado porque me iba mejor que a muchos niños. Con el tiempo, incluso una profesora me ponía a ayudar a otros. Y fue así como en las tardes llegaba a la casa un niñito de unos nueve años para que le ayudara con matemáticas.
Fue en esos días en que un lunes llegó a la casa una caja que tenía encima una mano de plátanos podridos. Cuando la vi, pensé que era basura de algún gracioso, pero me di cuenta de que también estaba el sobre donde me dejaban la plata. Entonces decidí abrirla. Era una bola de papel periódico. La desarmé y adentro había un taleguito de tela gris, como donde guardan las joyas, pero adentro no había una pulsera ni nada de eso, sino una figurita de yeso, un hombrecito con una túnica, de pie y con las manos hacia adelante como un santo. Ahí me acordé enseguida del santo que crece, pero me parecía raro. Se veía como una figura común y corriente, normal. Debe ser alguna cosa que le regalaron a mi tía, me dije, así que lo dejé en el comedor.
Desde ese día empezaron a suceder cosas. Yo pasaba sola en esa casa, nunca sentí miedo, además los vecinos siempre estaban muy pendientes de mí, me decían "mayorita" que si me faltaba algo, que si alguien raro llegaba a la casa que avisara, que si quería un tinto, cosas de pueblo pequeño en donde todo el mundo se conoce.
Además, a mi tía como que le tenían bastante respeto. Pero esa primera noche después de que llegó el santo, más nunca volví a dormir en paz. Recuerdo que esa vez, como todas las noches, me acosté después de un programa de radio que siempre escuchaba donde echaban cuentos de miedo. Yo no creía en eso, pero me entretenía. Cerré todo, apagué los mechones, acomodé mi toldo y me acosté en la hamaca del cuarto del medio, uno que no tenía puertas, pero tenía dos salidas desde donde se podía ver la entrada del patio, que estaba trancada con un pedazo de roble, y la puerta de la sala, que esta sí tenía un candado viejo. Esa casa estaba prácticamente a medio construir. Era enorme, de tres cuartos amplios, el techo de zinc oxidado era altísimo, tanto que arriba en los listones anidaban palomas, y era casi imposible espantarlas. Las paredes tenían dos hileras de calados en forma triangular en la parte media, por donde se metía el sol en las tardes. Todo estaba pintado de un azul verdoso que se notaba era de hace muchos años, como comején y grillos por todas partes.
En la casa solo había una cama de esas pequeñitas de hierro, estaba en el último cuarto, pero nadie la usaba. De hecho, ese cuarto siempre estaba solo porque mi tía dormía en la silla que estaba en la sala, y yo dormía en una hamaca de pita en el cuarto del medio, que tenía más cara de bodega que de cuarto, porque tan solo había un canasto en donde yo guardaba mi ropa y el resto era un montón de cajas vacías donde mi tía traía sus cosas cuando venía de Maicao.
Yo dejaba una lata de ACPM debajo de la hamaca para que medio alumbrara porque esa casa quedaba demasiado oscura desde que caía la tarde. Bueno, esa noche ya estaba quedándome dormida cuando tuve la impresión de que alguien pasó caminando por la sala y salió del otro lado por la cocina. Solo me pareció ver la sombra, como de alguien enorme y con túnica. Pensé que había sido cosa del sueño, pero justo cuando traté de dejar de pensar en eso, vuelvo a ver. Esta vez sí, directamente la sombra pasando por la sala.
Quedé espantada, sin creer lo que estaba viendo. Se veía como un hombre caminaba con pasos alargados y las manos puestas hacia adelante como si estuviera cargando algo en sus brazos. Pensé que era uno de esos tipos que había venido a buscar a mi tía la otra vez.
Así que me tiré de la hamaca sin hacer ruido, me di la vuelta con la lata de ACPM por la entrada del cuarto que sería la cocina, alumbre, pero no había nadie. Entonces, prendí uno de los mechones de la sala y me di cuenta de que la figurita del santo no estaba en la mesa, sino que estaba de pie en el suelo, casi al lado de la puerta de la calle, que estaba como a seis metros de la mesa del comedor.
No pude dormir esa noche del miedo. Tuve que Aprender todos los mecanismos y ponerme un trapo en la cara. No me atreví tampoco a tocar la figurita. Esa mañana, cuando fui al colegio, la dejé ahí, en la puerta. Ni siquiera regresé enseguida al morro, donde una profesora con la que siempre hablaba. De regreso, me encontré con el niño al que ayudaba, que ya me estaba esperando enfrente de la casa.
Lo primero que hice al entrar fue fijarme dónde había dejado el santo cuando me fui, pero no estaba ahí. Miré la mesa y tampoco estaba. Me asomé a los cuartos y no lo vi por ninguna parte. Me asusté, pero no quise prestarle atención para no asustar al niño. Así que le dije que nos sentáramos mejor en la mesita del patio, donde había más luz, era más fresco y, además, siempre estaba una vecina en el patio de al lado que todas las tardes montaba un fogón para hacer peto para la venta.
Fue cuestión de segundos; ya habíamos terminado unas sumas. Me levanté a estirarme, me asomé por la cerca, saludé a la vecina, que me ofreció un pocillo de peto, y cuando le estaba recibiendo, escuché que el niño pegaba un grito, pero uno horrible. La vecina alarmada salió corriendo a volarse por debajo del alambre para ver qué había pasado. El niño estaba en el pasillo entre la cocina y la sala. Había ido a buscar su bolso que había dejado adentro. Estaba paralizado, con las manitas empuñadas, no hablaba, la carita le temblaba y respiraba agitado. Yo le preguntaba qué había pasado, pero las palabras no le salían. En una de esas, me dio por revisarlo porque le veía algo como una cortada en la pierna. Me agaché y vi, a dos metros detrás de él, como escondido, la figura del santo en el suelo. Recuerdo que justo ahí la vecina me agarró fuerte del hombro y dijo: "Dios santísimo, ¿qué es eso?". Yo levanté la mirada y en la pared detrás del santo había reflejada la sombra de un hombre enorme que movía sus manos.
Entonces, cargué al niño y salimos corriendo. Cuando el niño se calmó, me llegó la mamá, preguntando qué había pasado. No dijo que él había entrado a buscar su bolso y cuando ya estaba de regreso vio a un hombre con una túnica sentado en el comedor. Se asustó tanto que quiso correr, pero el hombre le mandó un manotazo y le golpeó la pierna. De hecho, el niño sí tenía una marca en la piernita derecha como si un perro lo hubiese mordido.
Fue tanto mi horror que hablé con la vecina para que me dejara dormir, aunque fuera en el suelo de su casa, pero que yo no quería volver a entrar ahí. En eso se fueron como tres semanas; todas las noches escuchaba que alguien me llamaba por los calados de la pared, que me miraban en el baño. Era tanta la presión que había que la vecina dejó de poner el fogón del peto donde siempre porque sentía que por la puerta del patio de mi tía alguien se asomaba y cuando ella volteaba a ver, se escondían. Un día cualquiera apareció mi tía como si nada, ni preguntó por mí que estaba en el colegio. No saludó a nadie, todo el mundo la calle, que se metió a su casa y se encerró todo el día. Yo llegué en la tarde, esperé como cinco horas en la terraza de la vecina a ver si ella salía, hasta que de pronto apareció casi cayendo la noche. "Ven para que comas", fue lo que me dijo. Se veía agotada, anciana, con el pelo enredado y canoso.
Era una mujer completamente distinta; era como si en lugar de un año y medio hubiesen pasado 30 años. Yo le dije que no quería entrar porque en la casa había algo, a lo que ella me respondió que ya se había encargado.
Por alguna razón decidí confiar en ella, pero entré y lo primero que vi fue una estiba con velas en la sala. Arriba estaba la figurita del santo, en toda la mitad, y al lado de la figurita había un plato de arroz cocido. "No va a pasar nada", me dijo mi tía al ver mi cara de impresión, pero yo no daba para estar tranquila. Me contó que había estado escondida en un pueblo que se llama El Jonito en Arauca, esperando que le avisaran que ya pudiera regresar; que era el amigo de ella, el de las Matas, el que me dejaba la plata en la casa, que no sabía que ya había llegado el santo; que ella lo había mandado a cargar, pero que no me preocupara, que eso era para cuidar la casa, que siempre que tuviera comida, no nos iba a pasar nada.
Pero esa noche fue la última que pasé ahí. Nunca me sentí, segura ni un solo segundo. Aún así, decidí acostarme en mi hamaca, aunque no pude dormir. Solo me acosté ahí, tiesa, mientras escuchaba a mi tía en la sala como rezando algo. Ahí se me hicieron las cuatro de la mañana, con el ojo abierto, viendo cómo el mechón de mi lata de la cpm se tambaleaba de un lado a otro, y entre veces la luz se hacía tan diminuta que quedaba totalmente oscuro. En una de esas, que casi se apaga por completo, siento que alguien pasa delante de mí. Enseguida saqué medio cuerpo del toldo, me estiré hacia el suelo para levantar el mechón y en ese momento vi, delante mío, iluminados por la luz, unos pies enormes y negros como los de un hombre descomunal.
Como tenía la barriga presionada con la hamaca, no fui capaz de soltar un grito, pero con las mismas me tiré y salí corriendo. Mi tía, a la que hasta ese momento escuchaba rezando en la sala, estaba en su silla, profunda y en silencio. El altar del santo estaba vacío, al igual que el plato de arroz. Ahí me quedé, al lado de ella, hasta que amaneció. Cuando despertó, le dije lo que había pasado y que yo me iba, que ya no quería estar ahí. A mí me terminó ayudando una profesora que era la que siempre me invitaba a almorzar y estaba muy pendiente de mí.
Mi tía, en esos tres años más que duré en ese pueblo, se envejeció muy rápido. Yo nada más la veía cuando me la encontraba en la calle, ni me saludaba, me había cogido rencor. Dicen que ella hizo mal el contrato con el santo y este, en vez de protegerla, la consumió. Bueno, en realidad no sé si llamarle santo; eso era otra cosa, algo muy malo. He preguntado en varias partes y solo una persona me ha dado una explicación amedias. Dijo que eso lo usan los brujos y la gente que anda en negocios peligrosos para que no los maten, pero dicen que es un acuerdo que necesita mucha energía y muchas ofrendas.