Querido futuro yo:
El tiempo que nos separa es efímero, pero espero que para cuando estas palabras lleguen a tu mente nuevamente, los fantasmas de tu interior no te hayan consumido y que los pequeños demonios que te rodean ya hayan abandonado tu surco. Es mi deseo, pues lo añoro con pasión, que tus misterios se hayan consumido como papeles en llamas y que ahora sean solo material anecdótico. Sería irónico aconsejarte algo, pues las experiencias que nos diferencian te han hecho superior y más pensante; solo recuerda no perder tu rumbo.
Siempre tú,
yo.
Esos fueron mis últimos escritos antes de partir de la mano de aquellos que venían a escoltarme. Había pasado toda mi vida en el silencio de mi mansión, alejado de todo indicio de humanidad. Sólo con mis sirvientes más fieles. El viejo Kenzo, un migrante japonés que ha trabajado para mí desde hace años en la mansión del ducado de Fleurnoir, y el pequeño Gabriel, un niño algunos años menor que yo, al cual acogí en mis propiedades. Aparentemente de descendencia europea. Solo ellos dos para una solitaria flor negra.
Alejarme de las paredes color crema y azul no me afligía, sin embargo, extrañaría el sentimiento de soledad. El cielo a través de las enormes ventana señalaba el crepúsculo, dando un sentimiento perfecto para renacer como un fénix. En la entrada de la propiedad se encontraban un carruaje y tres hombres robustos. Alcancé a mis fieles súbditos con la mirada y les dije, casi susurrando:
- Tanto tiempo he esperado este momento.
Sus reverencias, acompañadas de un fuerte silencio, fueron más que suficientes para darme a entender que comprendían mi sentimiento. Gabriel se acercó a mí cadera y la abrazó, sonriendo de forma pícara, como si sospechara qué vendría en poco tiempo. Acaricié su cabello con mi mano y le devolví el gesto. Al fin podría acabar con la voces en mi cabeza.
-Kenzo, prepara mi vestido.- retomé mi camino por lo pasillos.
-Entendido, señor.- respondió el anciano con una reverencia para luego seguirme- Gabriel, haz el favor de ir bajando el equipaje a la entrada.- el joven solo respondió con un movimiento enérgico de su cabeza. Desde que lo encontré abandonado en las calles de los barrios pobres hace unos 4 años, no ha pronunciado una sola palabra. Solo llega a crear los sonidos que su garganta le permite elaborar. Era adorable verlo correr a cumplir su misión.
Ya en mi habitación, debía despojarme de mis pantalones ajustados, mis camisas anchas y anillos de hueso para prevenir que alguna de las tres figuras que nos visitaban el día de hoy llegarán a verme con esas ropas. Kenzo preparó mi vestido para viajes, tan negro y ancho, con pliegues que asemejaban a las plumas de un cuervo.
- Este es un día de celebración, Kenzo. Quiero que prepares también mi vestido para ocasiones festivas.
- ¿El que usó en el funeral de aquel noble que lo acusó de adulterio y en el de la difunta madre del Rey?. Anticipé que lo desearía, así que esta preparado en una maleta a parte de los demás vestidos.- afirmó el japonés. No esperaba menos de mi sirviente.
- Maravilloso. Usaré ese vestido en mi presentación al Rey. Es una lástima tener que alejarme de mis anillos, son hermosos trofeos de guerra.
- Lo lamento, señor, pero que una dama use anillos creados de huesos humanos no es algo muy sofisticado.- mantuvo el silencio unos segundos- Y sobre el vestido.¿No sería eso un poco arriesgado?. A su majestad no le causará nada de gracia que se presente ante su grandeza con una prenda fúnebre.
- No tienes de qué preocuparte.
No quería aparentar saber el futuro místicamente, pero conocía el comportamiento de los nobles. La familia real no se fijaría en el vestuario de una noble inferior a ellos. Antes le contarían las arrugas en la cara del sacerdote más cercano.
Con el vestido ajustado a mi cuerpo de hombre afeminado, me encaminé a la entrada para retirarme. Gabriel había acabado eficientemente su trabajo transportando el equipaje. Apoyé mis pies en el escalón del carruaje siendo observado por los escoltas como si de un espectáculo de un payaso se tratara. Aún así, no debería sorprenderme, pues de esa manera es como debe ser la vida de un noble, como un muñeco fuera de su caja, expuesto al peligro.
El interior del transporte era deslumbrante, se podía sentir en el aire encerrado dentro de él el olor a riqueza y derroche. Adornado con cortinas y asientos rojos en contraste con paredes adorandas de detalles en dorado. Clásico de la realeza, presumiendo lo que por ley no les pertenece. Me acomodé en los asientos. Mis sirvientes seguían inclinados desde el primer momento como forma de despedida.
-Ustedes estarán a cargo de la mansión en mi ausencia. Esperen pacientes hasta q logre permitir vuestra entrada al castillo.- levanté la cortina roja que cubría la ventana a mi derecha y, luego de un vistazo que confirmaría el interés de los guardias hacia una estatua de una musa en cueros situada en la entrada, extendí mi brazo y le entregué un pedazo de papel a Kenzo.
Luego de eso partimos al destino acordado. Mi deber en la mansión estaba cumplido, mis órdenes finales sobre esa propiedad habían sido sellados en ese pequeño papel."Eliminen toda evidencia y borren a los testigos", orden que debían cumplir mis siervos hasta que nos reencontraramos. A partir de ahora, dependía de mi astucia el poder cumplir mi objetivo. Iba a entrar en la boca del lobo, mi fuente de la sabiduría, pero a la vez mi posible perdición.
En el tiempo en el que vivimos, la monarquía ha tomado su mayor auge. Consumen como cerdos y se regocijan en sus riquezas. A día de hoy, la casa real está formada por dos principes, la Reina y el Rey; tiranos despreciables, según cuentan. De todos modos yo solo soy un duque en el cuerpo de una mujer, así que no tengo el derecho de tachar a alguien de despreciable. Yo, Victor Fleurnoir, hijo del difunto duque Carl Fleurnoir, tengo un objetivo claro: Aprender del enemigo. O eso es lo que quiero pensar, pero no se podría decir que será sencillo. El palacio es un lugar enorme, demasiadas paredes y puertas pueden esconder muchos ojos y oídos detrás de ellas.
-Duquesa, la noche está sobre nosotros y los caminos son irregulares . Por seguridad nos detendremos aquí hasta el amanecer- me comentó un guardia. Luego de tantos años haciéndome pasar por una sofisticada noble, me había adaptado a los pronombres femeninos.
- Tan oscuro está el camino que impide continuar?
- Disculpenos, pero tememos que al no notar algún agujero en el camino por la oscuridad podamos llegar a dañar el carruaje y por consecuente a usted.
Como perros falderos, lamiendo las botas de los superiores. Aunque no los culpo, ya que sus cabezas podrían rodar si algo me sucediera.
- De acuerdo, esperaremos al amanecer.-respondí.
Podía escuchar como se charlaban como si nada, como partían el pan con sus manos y bostezaban. Sus vidas eran tan casuales que me daban envidia, me recordaban a lo que alguna vez fui.
Prendí el minúsculo candelabro que se balanceaba en el techo, asegure las puestas del carruaje y oculté cualquier agujero en las ventanas con las rojas cortinas. Como cada noche, anoté en mi diario las cosas que pasaban por mi mente, pero no temas típicos como lo que hice, sino de lo que haré, ocultando mis pensamientos entre códigos y palabras rebuscadas, con el objetivo de que a un intruso se le haga imposible comprender mis escritos y, al cabo de un rato, entre una letra y otra caí tumbado sobre mi hombro.
"Tap tap tap". Un toque constante en la ventana perturbó mi sueño. Los rayos del sol ya se hacían notar.
- Duquesa, reiniciaremos el trayecto.
No respondí, solo froté mis ojos y acomodé mis prendas. En este justo momento mi mente solo se concentraba en una cosa: Necesitaba hacer mis necesidades. Mi cuerpo exigía, pero mi mente sabía que era contraproducente, pues sería poco sofisticado que una dama, a pesar de ser también un ser humano, liberara sus desechos en medio de la nada, además de que podrían notar, entre sus fisgoneos, que su idolatrada duquesa escondía un arma un tanto "masculina". No quedaba otra opción que reprimir mis más primitivos instintos.
Ya luego de horas de viaje, mi cuerpo se sentía entumecido por el reducido espacio de movimiento. Ver los paisajes calmaban mi agonía, la Ciudad Imperial, tan bella en las calles principales y tan putrefacta en los callejones. Muchas miradas caían sobre el carruaje. Sabían que algo de valor debía esconderse dentro de esa caja. De todos modos, ya habíamos pedido que se abrieran las puertas y ,dentro del palacio, se encuentra la tierra santa que los plebeyos no pueden tocar.
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Próximamente: "Saludos, su majestad".