Mientras corrían desde el Recinto de La Manada de Plata, Lacey esperaba no volver a verlo nunca más, ni tampoco a su familia que vivía allí. Corrieron hasta que los débiles rayos del sol de la mañana comenzaron a asomarse entre las nubes. La promesa de un nuevo día, un nuevo comienzo.
Cuando llegaron al recinto, Lacey estaba exhausta, a pesar de que cabalgó todo el camino. Por suerte, ninguno de los lobos de la Manada de Plata los había seguido. Por alguna razón, los habían dejado ir. Pero ahora se dio cuenta de por qué. Venían aquí, al castillo.
Julien se inclinó lentamente y luego se tumbó lentamente en el suelo, y Lacey se deslizó. Entonces Gwen se apresuró a envolverla en una bata y comenzó a ayudarla a entrar.
—No. —Lacey se volvió y Julien también se estaba poniendo una bata. Corrió hacia él y apoyó la cabeza en su pecho—. Gracias, Julien... Mi Alfa.
La sinceridad en sus ojos la conmovió cuando la estrechó entre sus brazos.