Mientras conducían a casa, Qiao Lian giró su rostro para mirar a Shen Liangchuan.
Él había estado ocupado con su trabajo en esos días, por lo que parecía haber perdido peso.
Sus rasgos esculpidos se habían vuelto casi demacrados, y su corazón dolía al notarlo.
—¿Te has sentido cansado? —preguntó ella.
Él levantó una ceja y la miró con curiosidad, obviamente esperando que ella explicara qué la había llevado a esa conclusión.
—He notado que has perdido peso y te ves exhausto —continuó ella.
—Estoy bien —respondió él.
—Es toda mi culpa… —suspiró ella.
Shen Liangchuan siempre había sido el tipo de hombre que se mantenía al margen de los asuntos del mundo.
Había sido así desde sus días de juegos. Era como un maestro de kungfu esquivo que vivía en reclusión y no se metía en problemas con nadie. Sin embargo, si alguien lo provocaba, seguramente los derrotaba y los enviaba a buscar sus dientes en el polvo.
