Parte 1
En las frías calles llenas de nieve de Kaimel, una figura menuda y decidida se abría paso entre la niebla que envolvía el lugar, dejando un rastro en la nieve que se apartaba tras su andar. Emina, una niña de apenas 11 años, cargaba en su espalda no solo un pesado haz de leña que vendería ese día, sino con la responsabilidad mayor de conseguir comida y medicina para Jiro, su hermano pequeño, quien tenía fiebre y dependía de ella para sobrevivir. Con su cabello oscuro y ondulado recogido en una maraña desordenada que combinaban con sus ropas desgastadas y mojadas por la nieve, se movía con determinación.
Con cada paso, el peso de la leña parecía aumentar, pero Emina con un alma inquebrantable no se quejaba. Había aprendido desde muy joven que la vida no era fácil en Kaimel, especialmente para una familia pobre como la suya. Su madre, Miri, luchaba cada día por mantener a sus hijos alimentados y abrigados, pero en invierno era una batalla constante y doblemente dura contra el hambre y el frío.
El día en cuestión era particularmente cruel para Emina. El viento cortaba como una daga y la nieve se acumulaba rápidamente en las calles. El aire secaba sus labios y hacía que se partieran. Pero para Emina el clima era la menor de las preocupaciones.
Desde la mañana ha estado recorriendo la ciudad, ofreciendo su leña, desde granjeros hasta caseros, curtidores y herreros, sin embargo, las cosas no iban según lo planeado.
—Gracias, pero no, en este momento no necesito madera. — dijo el carpintero con cierto humor.
—Tengo bastante todavía, tal vez en el mercado te vaya mejor. — dijo una abuela.
Los constantes rechazos se acumulaban como la nieve en las calles. Los transeúntes miraban con desdén su apariencia, otros rechazando su oferta con disgusto. Emina suspiró con resignación, sintiendo cómo sus pies se mojaban con la nieve, pero firme en su misión continuo con su labor. Entonces, como si el destino decidiera sonreírle, al ofrecer su leña en una panadería, una mujer mayor se le acercó con una sonrisa compasiva.
—No necesito leña, pero veo que pareces que necesitas algo de comida caliente en el estómago —dijo la mujer, ofreciéndole un pan recién horneado.
Emina aceptó el regalo con gratitud, sintiendo cómo su estómago gruñía de hambre. Sin embargo, en lugar de devorarlo de inmediato, decidió guardarlo para Jiro, quien con su enfermedad seguramente lo necesitaría más que ella.
—Gracias, señora. Esto le vendrá bien a mi hermano, — respondió Emina con una sonrisa tímida.
Con el pan envuelto cuidadosamente en su abrigo, Emina, animada y con una sonrisa en su rostro, continuó su camino; su determinación había sido reavivada. Así pasó el tiempo, el sol subió e incluso bajó de nuevo. Cansada, Emina no soportaba el hambre que punzaba en su estómago, sus movimientos ya eran lentos e incluso se le dificultaba respirar. Así renuente, sucumbió al hambre siempre presente.
—No puedo vender la leña si tengo hambre, — con ese pensamiento aferrándose a su mente, sacó lentamente el pan y prometiendo solo tomar un pedacito, dio un pellizquito. Aún era suave y al meterlo a su boca, sintió un hormigueo en el paladar.
— Qué bueno sería poder comer pan todos los días. Me pregunto cómo sería tener mucha comida, olvidarme del dolor de panza que siempre me acompaña. Vendiendo toda mi leña tendría una gran bolsa de monedas, con todo ese dinero correría por el mercado, para comprarles a Jiro y a mamá toda la comida de la ciudad. Y un abrigo nuevo.
—Emina imaginó la expresión de sorpresa y felicidad en los rostros de Jiro y su mamá al entregarles los alimentos. Sus ojos brillarían con gratitud y alegría, y sus sonrisas serían como rayos de sol en un día nublado. Emina soñaba con su familia sentada alrededor de una mesa, compartiendo risas y conversaciones mientras devoran plato tras plato de manjares deliciosos. Riendo a carcajadas mientras Jiro se atraganta con un trozo de pan y carne, su mamá los regañaría cariñosamente por comer tan rápido. Abrazados con fuerza, sintiendo el calor de la familia y con estómagos llenos.
Pero entonces, la realidad la golpeo cuando una ráfaga de viento helado la devuelve cruelmente al presente. Sus sueños se desvanecen como nubes en el viento, dejándole con la cruda verdad de su situación. Aún ahí, en la plaza fría y ahora desolada, luchando por sobrevivir un día más, una noche más en este mundo implacable.
El hambre que hacía momentos hacía estragos en su estómago había disminuido. Sorprendida, notó que el pan había disminuido más de la cuenta, pues sin darse cuenta, picoteado de pedacito en pedacito llego a quedar solo la mitad. Una punzada de culpa apretó su corazón, guardó rápidamente el pan restante y prometió a sí misma no tocarlo de nuevo.
Con determinación renovada y valor en su alma, decidió redoblar sus esfuerzos y juro que no pararía hasta conseguir al menos una moneda de cobre para poder comprar la medicina que Jiro necesitaba desesperadamente. Levantó su leña del suelo y continuó ofreciéndola a los ciudadanos.
La noche había descendido ya sobre las callejuelas empedradas de Kaimel, cubriendo la ciudad con su manto oscuro y gélido. Emina, exhausta pero determinada, continuaba su lucha por vender la leña que llevaba a cuestas. El frío calaba hasta los huesos y el hambre le retorcía el estómago, pero no se permitiría rendirse.
— ¡Leña húmeda no sirve para nada! — dijo un hombre desde la puerta de su casa, antes de cerrarla de golpe.
— ¡Niña, esta leña está empapada!— exclamó otro cliente potencial, y con cierta tristeza.
Emina bajó la mirada avergonzada, pero no podía permitirse rendirse. Aunque la hora de regresar a casa había llegado, decidió hacer un último esfuerzo y seguir adelante con determinación. Seguramente encontraría a alguien dispuesto a comprar su leña, aunque estuviera húmeda como una esponja.
En ese momento vio venir a un hombre, con el ceño fruncido y un andar pesado. Aun con el miedo, Emina apretó los dientes, sacó el pecho y se acercó al hombre. Emina tragó saliva con nerviosismo, pero se armó de valor y le ofreció su mercancía con un gesto tembloroso.
— ¿Señor, quiere leña?
Pero las palabras del hombre, cortantes como el filo de una espada, la golpearon con fuerza. "No necesito leña", dijo con brusquedad, desestimando su oferta. Emina sintió un nudo en la garganta, pero no se rindió: "Está bastante barata", dijo, sin embargo, la respuesta del hombre fue aún más cruel: "No, niña. No quiero tu leña", dijo el hombre, preparándose para continuar su camino.
— Por favor, señor, necesito vender esto para llevar algo de comida a casa —murmuró, con la esperanza de conmover al hombre con su difícil situación.
— ¡Fuera de aquí, mocosa! ¡No quiero ver tu cara de ratón hambriento por estos lares! —gritó el hombre.
Pero Emina no se dejó amedrentar. Con valentía obstinada, se puso delante del hombre y le mostró un trozo de leña.
—Mire, puede llevarse toda la leña que guste, solo necesito... —
— En ese momento el hombre la interrumpió y la apartó de un golpe.
—No quiero tu estúpida leña — dijo. Emina cayó y golpeó su espalda contra la pared. El hombre, sorprendido por su arrebato, pensó en disculparse, pero su orgullo le impidió hacerlo, luego de chasquear la lengua pensó
— Es culpa de esa mocosa por ser tan insistente—, antes de continuar su camino con paso firme.
Herida en lo más profundo de su ser, Emina recogió su leña con manos temblorosas y se alejó, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con desbordarse. ¿Por qué tenía que ser tan cruel el mundo? ¿Por qué nunca parecía haber una mano amiga dispuesta a ayudar?
Con el corazón pesado y los pies cansados, Emina se permitió tomar un breve respiro, buscando un rincón apartado donde sentarse a descansar, con el fin de recuperarse del daño físico y moral. La noche era fría y oscura, pero al menos en este callejón estaría a salvo de las miradas crueles y los insultos hirientes. Se acurrucó contra la pared, abrazando su leña con fuerza como si fuera su único consuelo en aquel mundo despiadado. El hambre seguía retorciéndole el estómago, pero ya no le quedaban fuerzas para luchar contra él. Se sentía agotada, tanto física como emocionalmente, y el sueño comenzaba a invadir sus pensamientos.
—Solo un momento… —, pensó para sí misma.
Antes de dejarse llevar por la oscuridad, un destello de luz y calor la sacudió de su letargo. Alzó la mirada con sorpresa para encontrarse con un hombre de rostro amable que la observaba con simpatía.
— Buenas noches, pequeña. ¿Estás bien? — preguntó el hombre con tono preocupado.
Emina parpadeó con incredulidad, preguntándose si se trataba de una ilusión o un sueño febril. Pero cuando vio a Jiro asomarse tímidamente detrás del hombre, su corazón dio un vuelco.
— ¡Jiro! — exclamó Emina, mientras estiraba su mano hacia él y lo agarraba—. ¿Cómo estás aquí?
Jiro sonrió, aunque con timidez ante el posible regaño, mirando a su hermana hablo.
— Él me trajo, dijo que tenía una choza cálida y comida para nosotros — explicó Jiro, agarrando la mano de Emina con cariño
—. ¿Podemos ir, por favor?
Emina, extrañada y confundida, preguntó:
— ¿Y nuestra madre?
— No sé— respondió Jiro.
Emina, sintiendo cómo la angustia y el miedo le apretaban el pecho, se mordió el labio desconcertada, mientras miraba al hombre con recelo. No sabía quién era ni qué intenciones tenía, y no quería arriesgarse a poner en peligro la seguridad de su hermano.
Viendo la desconfianza de la niña, el hombre dijo
— No tienes que estar tan temerosa, no les haré daño. Tengo un lugar cálido, con toda la comida que quieras comer, y puedes estar en compañía de tu hermano.
— Emi, vamos, tengo hambre — dijo Jiro con impaciencia.
La ingeniosa Emina tuvo una idea, sacó el pedazo de pan que le quedaba y se lo dio a su hermano, y le dijo
— Siéntate un momento, mira lo que tengo para ti.
Jiro miró el pan con alegría y lo tomó, sentándose a un lado de Emina y comenzó a comerlo. Controlando a su hermano, volvió la atención a ese extraño hombre, quien insistió de nuevo.
— Vamos, no tienes que temer, es un lugar seguro.
Emina, con valentía, cuestionó
— si vienes con Jiro ¿Dónde está mamá? No podemos irnos sin ella
El hombre guardó silencio por un momento, como si estuviera sopesando sus palabras. Finalmente, respondió con una sonrisa tranquilizadora.
—No te preocupes, pequeña. Tu madre pronto nos alcanzará. Por ahora, ven conmigo y disfruta de un poco de calor y comida caliente —dijo el hombre, extendiendo la mano hacia Emina con amabilidad.
Emina notó esa vacilación en el hombre y la puso en mayor alerta, la mirada ansiosa de Jiro era insoportable y el doloroso vacío en su estómago la impulsaba a aceptar la oferta del hombre. Pero confiando en las lecciones de su madre no se movió ni un paso.
El hombre dijo,
—Esperemos aquí entonces — observando a los niños con paciencia y una mezcla de compasión y curiosidad. Así pasó el tiempo, el hombre parecía esperar algo más, pero Emina no estaba segura de qué era. Fue en ese momento que escucho que la llamaban, mientras buscaba la fuente sintió un abrazo, volteando hacia arriba, se sorprendió al ver a su madre llorando mientras la abrasaba.
Parte 2
El viento y el crujir de las paredes marcaban el paso del tiempo con lentitud, cada golpe era como un martillazo en el corazón de Miri, que interrumpía el silencio escalofriante en aquella lúgubre choza, cada crujido de la madera un espasmo sollozante que exprimía su alma. El silencio interrumpido a ratos formaba una triste sinfonía de desesperación y dolor.
Desde que su pequeño Jiro había cerrado sus ojos por última vez, Miri se encontraba en un estado de aturdimiento y desesperación. Las lágrimas habían dejado de caer en sus mejillas, pero su dolor no conocía límites. La fiebre había arrebatado a su hijo, llevándolo lejos de sus brazos y dejándola atrapada en un abismo de desesperación.
En medio de su pesar, un pensamiento la sacudió con fuerza: ¿Dónde estaba Emina? Su hija mayor, su pequeña luchadora, había salido a vender leña desde la mañana y aún no había regresado. La noche no solo le arrebató a su pequeño, sino que además trajo un miedo que se apoderó de su corazón, envolviéndola en una neblina de pánico y ansiedad.
Sin pensarlo dos veces, Miri se puso de pie con dolorosa determinación y salió a la calle, cansada y demacrada en busca de su hija perdida. Cruzó los llanos terrenos cubiertos de nieve para entrar a la ciudad. El viento helado le cortaba el rostro, pero su única preocupación era encontrar a Emina sana y salva. Entre más frío sentía y más entumecido tenía el cuerpo, mayor pánico sentía al pensar en su hija soportando este clima tan hostil.
El tiempo pasó lentamente, con cada respiro aumentaba el terror en el corazón de una madre que no encuentra a su hija. Buscó, sin descanso, con determinación, en cada callejuela, cada esquina, incluso tocando en cada casa. Cada pista la llevaba más lejos de su casa, la llevaba más lejos de la esperanza y más cerca de la desesperación.
Finalmente, a las afueras del mercado, en una esquina oscura de un solitario callejon, vio algo que la hizo detenerse en seco. Una pila de leña estaba apilada junto a un bulto de nieve, un bulto que parecía demasiado grande para ser simplemente una montaña de nieve.
Con ese pensamiento, el corazón de Miri dio un vuelco mientras corría hacia el bulto, sus manos temblaban de terror mientras apartaba la nieve con desesperación. Y entonces, la vio.
Emina, su preciosa hija, yacía en la nieve, pálida como la luna y fría como el hielo. Las lágrimas inundaron los ojos de Miri mientras tomaba a su hija en brazos, sintiendo su piel helada y dura bajo sus dedos entumecidos.
—Emina, no, mi amor, por favor, no, despierta —suplicó Miri, su voz temblorosa con el peso del dolor
—. No puedes dejarme, no tú también.
Pero Emina permanecía inmóvil, como si la muerte misma la hubiera reclamado para su oscuro reino. Miri sintió cómo su corazón se rompía en mil pedazos mientras abrazaba a su hija con fuerza, sintiendo cómo el frío de la muerte se filtraba en su propia alma. Cerrando los ojos y abrazándola a su hija fuertemente para transmitirle su calor y vida, Miri comenzó a rezar.
—Oh, gran Zennit, madre de la tierra fecunda, te ruego, con humildad, en esta noche oscura y profunda. Protege a mi familia, protege a mi niña bajo tu manto divino, guárda con amor, en tu abrazo cálido.
Madre de la tierra, escucha mi plegaria sincera, con tus manos moldeaste cada colina y cada pradera. Concede a esta madre fuerzas para su labor, y a mis niños tu paz y tu amor.
Oh, Zennit, deidad benevolente y compasiva, concede a mi familia tu protección divina.
Diosa Zennit, por favor, por favor, escucha mi súplica —gritó Miri a los cielos con los ojos llenos de lágrimas y el corazón lleno de desesperación—. Por favor, salva a mi hija. No puedo soportar perderla también.
Gritando a los cielos, Miri alzó la voz.
— ¡No mi niña también!, ¡no te lleves a mi niña también!
Por favor, oh Zennit, escucha mi ruego, no separes nuestro camino. Que una madre sin sus hijos no es madre…
Mientras pronunciaba sus palabras sin parar y la noche daba paso al amanecer, Emina por un instante se movió, un leve estremecimiento, casi imperceptible sacudió su cuerpo mientras abría los ojos lentamente. Miri al notarlo detuvo sus lamentos al tiempo que contenía el aliento, temiendo que fuera solo un sueño fugaz, una ilusión pasajera, pero cuando su hija la miró con ojos llenos de amor, un milagro ocurrió.
De su súplica en el cielo, un rayo de luz ilumino el rostro de Emina con un brillo celestial. Miri, sintiendo cómo la esperanza se encendía en su pecho como una llama vacilante en la oscuridad escucho de los labios de su hija decir
—Mamá —susurró Emina, su voz suave pero llena de amor—. Sabía que vendrías por mí.
Las lágrimas fluían libremente por las mejillas de Miri mientras abrazaba a su hija con fuerza, sintiendo cómo el amor la envolvía como un manto cálido en medio de la noche helada. Habían pasado horas desde que su pequeño Jiro había partido, pero ahora tenía a Emina en sus brazos. A punto de dar gracias por a su Diosa Zennit por permitir tal encuentro otro sonido la sacó de su éxtasis,
Mami— la voz de su hijo menor la dejo paralizada, Jiro, tirando de su falda con impaciencia llamaba su atención. Miri se volvió hacia él con sorpresa, encontrando a su querido hijo, con los ojos brillantes de alegría y el estómago gruñendo de hambre.
— ¡Mami, ¿podemos ir a comer con el señor?, dijo que tiene mucha comida—exclamó Jiro, con una sonrisa radiante en su rostro.
Miri movió la cabeza rígidamente y escaneo de arriba hacia abajo a su hijo, siguiendo su pequeño brazo que apuntaba a una sombra blanca a lo lejos, esperando pacientemente
Los ojos de Miri se posaron en una figura extraña, casi etérea que era iluminada por el sol naciente.
El tiempo que parecía haberse detenido, continúo su curso al surgir nuevas lágrimas que caían del rostro de Miri. Y la expresión de alegría que tenía hace unos momentos, dio paso a una de melancólica resignación.
Tomando fuertemente a cada niño en cada mano, se levantó mientras decía.
—Sí, mis niños, vayamos juntos —caminando determinación pronuncio —. Estaremos juntos, siempre juntos.
Y así 3 personas caminaban
Jiro, de la mano de su madre y un pedazo de pan en la otra comía feliz mente.
Emina con el agarre de su madre en una mano y leña en la otra, caminaba con una cara preocupada mientras mira la leña que se quedaba atrás.
La madre y sus hijos siguieron a la figura blanca hacia el amanecer, dejando atrás la oscuridad de la noche y abrazando la luz de un nuevo día.
Parte 3
El sol se elevaba lentamente sobre el horizonte, pintando el cielo de tonos dorados y rosados mientras la ciudad de Kaimel despertaba lentamente de su letargo nocturno. Las calles envueltas en una neblina matutina parecían envolverlo todo en un manto de misterio y silencio.
Gord se levantó temprano esa mañana, aún atormentado por el malestar que había sentido la noche anterior. A pesar de estar cansado, estaba deseoso de concluir el encargo que ese irritante noble le había exigido terminar en el menor tiempo posible. Abrigándome bien, salió de casa para dirigirse a su fragua, no sin antes pasar por el mercado para comprar algo de comer.
Mientras el sol de la mañana intentaba abrirse paso entre las nubes. Algo en el aire llamó su atención, un murmullo distante le hizo fruncir el ceño. Curioso, se dirigió hacia la esquina de la calle, donde un grupo de personas se había congregado en silencio.
Las voces susurrantes y los murmullos llenaban el aire, mezclándose con el tintineo de las campanas en la distancia.
— ¿Qué paso? — pregunto
—Dicen que una madre y su hija murieron aquí durante la noche —le respondió alguien entre murmullos y un estremecimiento de horror en su tono
— Congeladas hasta la muerte, pobres almas.
— ¿no es la tejedora y su hija? — escucho otra vos pronunciar.
La mirada de Gord se abrió paso entre la multitud, sintiendo el corazón apretarse en su pecho mientras sus ojos se posaban en la escena frente a él. Dos figuras, una pequeña y frágil, y otra más grande y desgarradoramente delgada, yacían en la nieve, envueltas en un abrazo eterno. Escuche a alguien decir sus nombres, Emina y Miri, madre e hija, habían encontrado su frio final en manos de la helada noche.
Un nudo se formó en la garganta de Gord mientras recordaba sus acciones de la noche anterior.
—Golpear a una niña indefensa, rechazar sus súplicas y despreciar su lucha por sobrevivir. ¿Qué derecho tenía yo de juzgar su situación, de negarle una oportunidad de vida? — pensó para sí mismo
En eso escuche a la panadera decir entre sollozos – esa pobre niña, guardo medio pan para su hermano.
— las manos de Gord temblaban mientras se alejaba de la escena, el peso de la culpa aplastándole como una losa.
—¿Podría haber cambiado el destino de esa niña si hubiera actuado de manera diferente? ¿Podría haber sido yo la diferencia entre su vida y su muerte?
Gord se encontraba a sí mismo perdido en un mar de pensamientos y remordimientos, sin poder concentrarse en su herrería, recordando que esa niña tenía un hermano pequeño decido velar por su seguridad. Inmediatamente decidió suspender su trabajo.
Cuando se disponía a serrar la herrería, el mayordomo de aquel noble impaciente llego a exigirle la espada terminada. Se disculpó diciendo que aún no estaba terminada, pues había surgido un problema.
—Tus problemas no son mis problemas, quiero que hagas el trabajo por el que se te ha pagado.
—En ese momento la melancolía y desesperación inundaron su alma y pensó
— ¿Cuántos de nosotros, llenos de orgullo y egoísmo solo miramos lo que nos importa, olvidando que cada persona tiene sus problemas y actuamos con crueldad?
Así, la historia de Emina, Jiro y Miri llegó a su fin, una historia de amor, pérdida y reflexión. Una historia que espero enseñe al mundo la verdadera fuerza del amor incondicional, un amor que trasciende la vida y la muerte, un amor que nunca muere.