El niño estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo irregular, su joven figura reflejaba la de Nori en edad y altura. Su piel besada por el sol llevaba cálidos tonos de marrón, insinuando días pasados bajo el cielo abierto.
Su cabello, oscuro como el cielo a medianoche, caía en un desorden que parecía no haber conocido peine alguno. Enmarcaba su rostro, destacando el fuerte contraste con su tez.
Sus ojos, profundos como la obsidiana, brillaban con una vitalidad contagiosa, un pozo sin fondo de ónix puro.
Sin embargo, estos orbes tenían una luz interna, una chispa perpetua de travesura y diversión que parecía danzar con cada palabra que pronunciaba.
Su amplia sonrisa era lo primero que notaba cualquiera al conocerlo, una característica que se extendía de oreja a oreja, revelando una fila de dientes blancos como perlas.
La curva de sus labios insinuaba una diversión perpetua, como si encontrara al mundo y sus complejidades eternamente entretenidos.