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Después de haber sido ensartado en el ojo, Jaldabaoth emitió un rugido tan espantoso que casi era un reflejo del de Abadón.
El dragón saltó alto por encima de la cabeza de su enemigo con una sonrisa frenética en su rostro.
Con el brazo extendido, lo transformó en uno del mismo tamaño que cuando era un dragón.
Completo con escamas, garras y una peligrosa cantidad de musculatura.
Con gran alegría, lanzó su puño hacia abajo y por ello se incrustó justo en el hocico rugiente de Jaldabaoth.
Hubo un crujido extremadamente fuerte seguido por un diluvio de sangre de color óxido y dientes afilados.
Abadón sonrió como un demonio al sentir todo el dolor que había causado a su enemigo.
Lo llenó con una alegría tan monumental que casi era mejor que el sexo... Casi.
Jaldabaoth golpeó el suelo como un enorme saco de papas; rugiendo obscenidades y sosteniendo su hocico fragmentado.