—Me alegra que hayamos venido aquí de cortas vacaciones, Diana —dijo él.
Diana se rió suavemente ante la cara aliviada de su marido, como si acabaran de escapar de una situación peligrosa.
—Hablas como si no tuviéramos hijos, esposo —señaló, haciendo que su marido frunciera el rostro.
—No menciones a nuestros hijos. Si los hubiera traído, no tendríamos tiempo para nosotros —diciendo eso, colocó su palma sobre el dorso de la mano de la mujer—. Esos chicos necesitan aprender a vivir sin su madre. ¿Por qué tengo que acomodarlos por mi propia esposa?
—Habría sido bonito si tuviéramos una hija —luego suspiró, ya que sus dos hijos ya eran un dolor de cabeza para él.
Ante sus palabras, la sonrisa de Diana se profundizó sin decir nada.
—Si no me equivoco, este es el pueblo de su majestad imperial, ¿verdad? —cambió lentamente el tema, y su pobre esposo, que es aclamado como un noble poderoso, no notó su pequeño truco.