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Cuando Madeline sintió que las manos de Calhoun levantaban ambas sus piernas para colocarlas sobre la superficie de la cama, no esperaba que él le subiera la enagua hasta la rodilla como si no fuese nada. Intentó detener su mano, pero había olvidado lo fuerte que era. Alejarlo era como lidiar con una roca.
—¿Cuándo te lastimaste? —le preguntó él, sus ojos se movían de la herida y luego la miraban. La sangre se había secado, razón por la cual no podía olerla. Sin olvidar la sangre del hombre que había sido derramada por sus propias manos lo cual hizo que no se diera cuenta de ello antes en el carruaje y en su habitación, —Habla —exigió él.
—En el laberinto —murmuró ella en un susurro—. Puedo cuidarme sola.