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—¡Señor Marino! ¡Déjeme en el suelo! ¡Va a abrir mi herida! —Elliana le golpeaba la espalda con todas sus fuerzas, sintiendo el miedo instalarse en su corazón al darse cuenta de que el señor Marino no parecía que la fuera a escuchar pronto.
—Has sido una chica muy traviesa, princesa. Te estaba pidiendo disculpas. Cada palabra que dije, la decía desde el fondo de mi corazón. Quería besarte para decirte cuánto significas para mí, pero ¿qué hiciste? Mordiste mi lengua. Has tenido mucha hambre de mi sangre estos días, ¿no es así? Las niñas traviesas como tú merecen un castigo —dijo Sebastián.
Elliana gruñó.
—¡No puedes besarme cuando quieras y donde quieras, señor Marino! ¡Déjeme en el suelo! —Elliana gritó, agitando más las piernas, y Sebastián suspiró antes de levantar la mano en el aire.
¡Paf!
El sonido de la bofetada resonó primero en los oídos de Elliana antes de que la sensación ardiente de su cachetada vibrara a través de su cuerpo.