Había un reino de cuerdas y lazos interminables, que era un consuelo para toda criatura sobrenatural que buscaba respuestas. Era un reino hermoso cuya naturaleza permanecía inalterada. Sus aguas eran tranquilas, como si no albergaran vida. Su aire era puro, desprovisto de vida y sus árboles florecían en silencio. Nada allí parecía real o tangible, incluso el tiempo estaba distorsionado.
Miríadas de cuerdas invisibles flotaban en el aire de este reino y cada segundo, una cuerda se rompía y desaparecía en una pequeña neblina de humo.
En este reino solo había un palacio, justo en el medio. Su principio y su fin eran interminables, igual que la oscuridad y el silencio dentro de él.
En esa oscuridad, un segador cuyo rostro cubierto por una máscara dorada, con la excepción de ojos rojo sangre, caminaba con pasos firmes hasta que llegó a tres tronos y cayó de rodillas.