El joven Raylen, que no podía tener más de once o doce años, continuaba sentado al borde de la alta torre del campanario. El niño no parecía triste, pero tampoco se le veía feliz o en paz para alguien de su edad. Era como si su alma estuviera manchada por algo más allá de su comprensión.
Emily, que lo había estado observando, se sintió obligada a hacerle compañía y se acercó cuidadosamente hacia el borde, sintiendo el viento desordenar su cabello trenzado de forma suelta. Se sentó al lado de Raylen, como uniéndose a él en silencio.
Ambos escucharon los claros pasos resonando por la escalera antes de que Víctor hiciera su aparición. El Diablo tenía las manos escondidas dentro de su capa negra, su mirada fija en la gran campana desgastada por el tiempo suspendida del techo, y caminaba alrededor de ella.
—¿No tienes otra cosa qué hacer con gente de tu edad en lugar de seguirme? —preguntó Raylen, inclinando la cabeza hacia la derecha y mirando de reojo.