Urraca subió al carruaje estacionado en el patio interior del castillo. El cochero, un hombre de pocas palabras pero de confianza, tomó las riendas con firmeza y esperó la señal de su señora. A medida que el carruaje se acercaba a la gran puerta del castillo, los guardias, al reconocer a su señora, se apresuraron a abrir las pesadas puertas de madera.
Con un crujido que resonó en el silencio previo a la tormenta, las puertas se abrieron completamente, permitiendo que el carruaje saliera sin demora. Al pasar por el umbral, Urraca se inclinó ligeramente hacia adelante y, a través de la ventana del carruaje, se dirigió al cochero con una voz clara y autoritaria.
"Al ayuntamiento," dijo con decisión. "Y no escatimes en velocidad; el tiempo apremia."
El cochero asintió, consciente de la urgencia en la voz de Urraca, y con un chasquido animó a los caballos a aumentar su paso. El carruaje se alejó del castillo, adentrándose en las calles de Burgos que conducían al ayuntamiento.
Un minuto después de salir del castillo, el carruaje tomó una calle que se curvaba en una forma reminiscente de una U invertida. A medida que avanzaban, el paisaje urbano comenzaba a cambiar. Las casas de piedra y madera daban paso a edificaciones más imponentes y elaboradas. Al final de la calle, se alzaba majestuoso el ayuntamiento, un edificio que destacaba sobre los demás no solo por su tamaño sino también por su material de construcción.
El ayuntamiento estaba erigido con bloques de mármol pulido, un material valorado por su elegancia y resistencia. La luz del atardecer se reflejaba en su fachada, haciendo que las vetas del mármol brillaran con un resplandor suave que capturaba la mirada de quienes pasaban.
Al lado del ayuntamiento, había un espacio cubierto reservado para carruajes. Este lugar, protegido por un techo de tejas finamente trabajadas y sostenido por columnas de mármol a juego con el edificio principal, estaba destinado exclusivamente para el uso de Urraca. Era un privilegio que subrayaba su estatus y su importancia en los asuntos de la ciudad.
El cochero dirigió los caballos hacia este espacio, y con una habilidad nacida de años de experiencia, maniobró el carruaje bajo la cubierta. Una vez detenido el carruaje, Urraca se preparó para descender, sabiendo que los asuntos que la aguardaban dentro del ayuntamiento requerían de su atención inmediata y decisiva.
Al bajar del carruaje, Urraca sintió el cambio en el aire; una frescura que presagiaba la llegada de la lluvia. Se acercó a la puerta de entrada del ayuntamiento. Justo cuando alcanzó el umbral, comenzó a chispear, y unas gotas dispersas cayeron sobre su mano extendida.
Levantó la vista hacia el cielo, observando cómo las nubes grises se cernían amenazantes sobre la ciudad. Las gotas de lluvia, frías y rápidas, empezaron a salpicar su rostro y a oscurecer el mármol a su alrededor. Consciente de que el aguacero estaba a punto de desatarse, Urraca apretó el paso, sus pasos resonando con determinación en el suelo mientras cruzaba rápidamente la distancia que la separaba de la gran puerta del ayuntamiento.
Sin vacilar, entró en el edificio, dejando atrás el murmullo de la lluvia que ahora caía con más fuerza. Dentro del ayuntamiento, el ambiente era seco y cálido, un marcado contraste con el frío húmedo del exterior. Urraca se detuvo un momento para dejar que sus ojos se acostumbraran a la penumbra del vestíbulo antes de dirigirse hacia las escaleras que conducían a la sala del consejo.
Urraca se acercó a la puerta de la oficina del alcalde y, sin vacilar, la empujó abierta. Dentro, el alcalde estaba absorto en su trabajo, un trozo de madera en una mano y un pedazo de carbón en la otra, garabateando notas y cifras en un pergamino desgastado. Tan concentrado estaba en su tarea que no notó la entrada de Urraca.
"No te he dicho que toques antes de entrar," murmuró el alcalde, sin levantar la vista, asumiendo que era uno de sus asistentes.
Sin embargo, al percibir el silencio que siguió a su regaño, levantó la mirada y se encontró con la presencia imponente de Urraca. Con un movimiento rápido y torpe, se puso de pie y se inclinó en una reverencia apresurada.
"Perdona, no sabía que eras tú," dijo con voz entrecortada, su rostro mostrando una mezcla de sorpresa y respeto.
El alcalde, aún con la sorpresa marcada en su rostro, asintió con una mezcla de respeto y obediencia. Urraca, con la autoridad que le confería su posición, tomó el control de la situación.
"Van a venir en unos minutos los maestros de los gremios y el capitán de la guardia," dijo Urraca con voz firme. "Vendrán aquí, al ayuntamiento, para hablar de la tormenta que se avecina. Llévalos al último piso y asegúrate de que todo esté preparado para la reunión."
El alcalde, reconociendo la importancia de las instrucciones, se inclinó nuevamente en señal de entendimiento. "Por supuesto, se hará como ordenas," respondió, su voz denotando un renovado vigor ante la tarea asignada.
Tras dar sus instrucciones al alcalde, Urraca salió de la oficina sin más dilación. Se dirigió hacia las escaleras, sus pasos resonando en los escalones de piedra.
Al llegar al último piso, se encontró frente a una única puerta, justo al final de la escalera. Sin vacilar, Urraca extendió su mano y empujó la puerta, que se abrió sin emitir sonido alguno, revelando una sala amplia y majestuosa. La estancia estaba iluminada por la luz natural que se filtraba a través de las cuatro ventanas que daban hacia la calle, creando un juego de luces y sombras sobre el suelo de madera pulida.
La sala estaba dispuesta de manera que al fondo se podía ver un trono, elevado sobre un estrado, flanqueado por varias filas de sillas dispuestas en orden. Las sillas, vacías por el momento, esperaban a los maestros de los gremios y al capitán de la guardia, quienes pronto se reunirían allí para discutir los asuntos críticos que la tormenta traía consigo.
Urraca avanzó con paso firme hacia el trono, su presencia llenando la sala. Al llegar al estrado, subió los peldaños y se sentó en el trono con la naturalidad de quien está acostumbrado a tomar decisiones desde el asiento del poder.
Desde su posición elevada, Urraca contempló la sala, su mirada se deslizó por las ventanas y observó cómo las gotas de lluvia se deslizaban por los cristales, marcando el ritmo de un tiempo que no podía ser desperdiciado. Cruzó una pierna sobre la otra y apoyó su brazo en el reposabrazos del trono, su postura era la de una gobernante que aguarda, con paciencia pero con la urgencia de quien sabe que cada momento cuenta.
El silencio de la sala era un preludio a las conversaciones que pronto tendrían lugar, conversaciones que determinarían el curso de acción frente a la inminente tormenta. Urraca esperaba, con la serenidad de quien está preparada para enfrentar lo que sea necesario por el bien de su gente y su ciudad.