Domingo, 2 de diciembre, 1005.
La tarde se desvanecía en Burgos y, con ella, la luz que había iluminado las piedras centenarias de la ciudad se retiraba ante la llegada de un cielo cada vez más sombrío. Las nubes, pesadas y oscuras, se acumulaban unas sobre otras como las capas de una armadura celestial, dispuestas a defenderse de un enemigo invisible. El aire, antes sereno, comenzaba a agitarse, presagiando la tormenta que se cernía sobre la ciudad.
Los truenos, que al principio sonaban lejanos, ahora resonaban con una frecuencia que retumbaba en las colinas circundantes, como tambores de guerra anunciando un asedio inminente. Los relámpagos, destellos esporádicos de luz blanca, rasgaban el manto de nubes, desvelando por instantes fugaces la vasta extensión de un cielo enfurecido.
Los habitantes de Burgos, curtidos por las inclemencias del clima, notaban en el aire una humedad que se adhería a la piel y calaba hasta los huesos. Una humedad que no solo anticipaba lluvia, sino que auguraba una tormenta que podría durar horas, quizás días. Los comerciantes apresuraban el paso para proteger sus mercancías, las mujeres recogían la ropa tendida y los ancianos observaban el cielo con una mezcla de respeto y preocupación.
En las calles, el bullicio cotidiano comenzaba a menguar, como si la ciudad en su conjunto contuviera la respiración ante la inminente furia de la naturaleza. Los animales, inquietos, buscaban refugio, y las puertas de madera de las viviendas y talleres se cerraban con golpes secos, como si con cada trueno, el cielo llamara a las puertas de Burgos.
La atmósfera se electrificaba con la inminencia de la tormenta, y el viento, que soplaba con creciente fuerza, arrastraba consigo el aroma a tierra mojada, a hierba fresca y a río, un recordatorio del Arlanzón que discurría junto a la ciudad, silencioso testigo de su historia y, tal vez, de la inundación que se avecinaba.
Mientras el cielo se oscurecía y la naturaleza se preparaba para mostrar su poder, la ciudad de Burgos se mantenía firme, un baluarte de civilización en medio de la vasta península. Rodeada por un muro que había resistido el paso del tiempo y los embates de la historia, la ciudad reflejaba la tenacidad de sus habitantes.
En las afueras, las casas de barro se alineaban en modestas parcelas de tierra, donde los campesinos, desafiando el creciente frío, atendían los últimos cultivos. Legumbres resistentes al invierno se aferraban a la tierra, prometiendo un retorno con la primavera, mientras que las cebollas y los ajos se ocultaban bajo la superficie, aguardando pacientemente su momento para emerger.
Dentro de la muralla, la ciudad bullía de actividad. Las calles, estrechas y empedradas, serpentean entre edificaciones de piedra sólida y madera robusta. Los comerciantes, conscientes de la tormenta que se avecinaba, resguardaban sus bienes, y los ciudadanos concluían sus quehaceres antes de que la lluvia los obligara a refugiarse.
En el corazón de Burgos, el castillo se erguía majestuoso, rodeado por un segundo muro que reforzaba su imponente presencia. No solo era el núcleo defensivo de la ciudad, sino también un símbolo del poder y la autoridad que emanaban de sus piedras. Desde sus torres, la vista abarcaba los tejados, extendiéndose más allá de las murallas y hacia los campos circundantes, un constante recordatorio de la importancia estratégica de Burgos.
La vida en la ciudad era un entramado de comercio, artesanía y devoción. Iglesias y monasterios se alzaban como columnas de fe, brindando consuelo y esperanza a quienes buscaban refugio espiritual en tiempos de incertidumbre. A pesar de que la tormenta que se avecinaba amenazaba con desatar su furia, Burgos permanecía inquebrantable, un testimonio de la resiliencia humana ante las fuerzas de la naturaleza.
Desde el tercer piso del castillo, Urraca observaba el cielo nublado a través de la estrecha ventana de su habitación. La inquietud se reflejaba en su mirada, que seguía el lento baile de las nubes oscuras que prometían una tormenta inminente. Sus dedos tamborileaban sobre el alféizar de piedra, y su respiración se entrecortaba ligeramente, delatando la ansiedad que la embargaba. La posibilidad de una inundación, con los canales y zanjas descuidados, era una amenaza demasiado real.
Giró su cabeza hacia María, la criada principal, cuya presencia era tan constante y reconfortante como las mismas paredes del castillo. "María," comenzó Urraca con voz tensa, "¿sabes cuánto tiempo hace que no se les da mantenimiento a los canales, zanjas y cloacas?"
María, con la serenidad que la caracterizaba, se acercó a la ventana, su mirada también se perdía en el horizonte tormentoso. "Mi señora," respondió con un tono de preocupación que rara vez permitía que se filtrara en su voz, "temo que han pasado al menos dos años desde la última vez que se limpiaron a fondo. Con las lluvias que se avecinan, podríamos enfrentarnos a serios problemas si las aguas no tienen por dónde fluir."
El rostro de Urraca se ensombreció aún más al escuchar las palabras de María. La perspectiva de una inundación no solo ponía en riesgo las cosechas y las provisiones, sino que también amenazaba la seguridad de sus gentes. La responsabilidad pesaba sobre sus hombros como el cielo plomizo que se cernía sobre ellos. Era necesario actuar, y rápido, para prevenir el desastre que las nubes presagiaban.
Urraca se quedó un momento en silencio, contemplando la gravedad de la situación. Luego, con una decisión que brotaba de su conciencia de líder, se volvió hacia María y le dijo con firmeza: "María, ve y comunica al alcalde, a los maestros de los gremios y al capitán de la guardia que deben reunirse conmigo."
María asintió, comprendiendo la urgencia de la orden, y se giró para partir. Pero antes de que pudiera dar un paso, Urraca la detuvo con una voz más severa, una voz que resonaba con el poder de su linaje. "Espera," dijo Urraca, "mejor al ayuntamiento. Diles a los maestros de gremios y al capitán de la guardia que se presenten allí. Tienen quince minutos para llegar. Si no lo hacen," su voz se endureció, "que el verdugo esté preparado para cortarles la cabeza."
La amenaza era tan inusual como seria, y María sintió un escalofrío al escucharla. No era común que Urraca recurriera a tales extremos, pero la gravedad de la situación lo requería. Con una reverencia, María salió de la habitación para cumplir con su cometido.