El sacerdote se encontraba a la derecha, solemne y concentrado, con una cesta en sus manos. Dentro de ella reposaba el pan consagrado, listo para ser ofrecido en la comunión.
El diácono, situado a la izquierda, sostenía con cuidado una bandeja sobre la cual se alineaban numerosos vasos pequeños, cada uno lleno de vino, preparados para ser distribuidos durante la comunión.
Urraca, siendo la primera en la fila, avanzó con una mezcla de reverencia y solemnidad. Al llegar frente al sacerdote, extendió su mano abierta. Él, con una expresión de serenidad, depositó cuidadosamente el pan en su palma y pronunció las palabras rituales:
"El cuerpo de Cristo."
"Amen", respondió Urraca con voz suave pero firme. Llevó el pan a su boca y lo consumió respetuosamente, bajo la mirada atenta del sacerdote.
Urraca, tras recibir el pan y consumirlo, dio un paso al costado y se dirigió hacia el diácono, quien la esperaba con la bandeja de vasos pequeños llenos de vino. Al llegar frente a él, le extendió la mano y el diácono le entregó uno de los vasos, mientras decía:
"La sangre de Cristo."
Con la misma devoción con la que había recibido el pan, Urraca respondió:
"Amén."
Llevó el vaso a sus labios y bebió el vino, que simbolizaba la sangre de Cristo derramada por la humanidad. Tras beber, le devolvió el vaso vacío al diácono, quien lo colocó cuidadosamente de vuelta en la bandeja. Urraca se apartó, permitiendo que el siguiente feligrés se acercara para recibir la comunión.
Urraca se giró y caminó de regreso a su lugar, sus pasos resonando suavemente en el silencio de la iglesia. Al llegar a su banco, se deslizó hacia su asiento y se sentó, cerrando los ojos por un momento para reflexionar en privado sobre la comunión que acababa de recibir.
Mientras tanto, los sirvientes de la casa, uno tras otro, se acercaron al sacerdote y al diácono para participar en el sacramento. Recibieron el pan con las palabras "El cuerpo de Cristo" y respondieron con un humilde "Amén". Luego, se dirigieron al diácono, quien les entregaba un vaso de vino diciendo "La sangre de Cristo", a lo que también respondían "Amén" antes de beber.
Con cada sirviente que completaba el ritual, la fila avanzaba de manera ordenada y respetuosa. Una vez que todos habían recibido la comunión, regresaron a sus respectivos lugares y se sentaron, sumidos en la solemnidad del momento y en la paz que suele seguir a la recepción de la Eucaristía. La iglesia se llenó de un silencio contemplativo, roto solo por el suave murmullo de las oraciones y el sonido de los pasos de los fieles volviendo a sus asientos.
Tras la distribución de la comunión a todos los presentes, el diácono recogió cuidadosamente las bandejas, ahora con los vasos vacíos, y otros elementos utilizados en el sacramento. Con movimientos reverentes y metódicos, se dirigió hacia una pequeña habitación adyacente al altar, donde todo sería limpiado y guardado de acuerdo con las costumbres de la iglesia.
Mientras tanto, el sacerdote se acercó al púlpito con una presencia que emanaba serenidad y autoridad espiritual. La congregación, aún en silencio y reflexión, volvió su atención hacia él. Con las manos extendidas y una voz que resonaba en el recinto sagrado, inició la oración después de la comunión:
"Oremos. Dios todopoderoso, te damos gracias por habernos alimentado con el cuerpo y la sangre de tu Hijo. Que esta Eucaristía que hemos celebrado con fe y amor sea nuestra fortaleza y salvación. Concédenos que este sacramento de unidad nos lleve a vivir en armonía y nos impulse a trabajar por la paz y la justicia en el mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén."
La congregación respondió al unísono con un "Amén" resonante, sellando la oración y el compromiso de llevar adelante en sus vidas el mensaje de unidad y amor recibido en la comunión.
Con la oración después de la comunión concluida, el sacerdote se preparó para impartir la bendición final. La congregación se puso de pie, sus rostros reflejando la solemnidad y la gracia del momento. El sacerdote extendió sus manos sobre los fieles y con voz firme y clara, pronunció la bendición:
"Que el Señor os bendiga y os guarde; que el Señor haga resplandecer su rostro sobre vosotros y tenga de vosotros misericordia; que el Señor vuelva su rostro hacia vosotros y os conceda la paz."
La congregación respondió al unísono, "Amén."
Luego, con un gesto de despedida, el sacerdote dijo: "La misa ha terminado, id en paz para amar y servir al Señor."
"Demos gracias a Dios," respondió la congregación, sus voces llenas de gratitud y compromiso.
Mientras los feligreses comenzaban a recoger sus cosas, el órgano inició las primeras notas del "Salve Regina". La melodía solemne y dulce llenó el espacio sagrado, invitando a todos a unirse en el canto. Las voces de la congregación se elevaron en armonía, entonando el antiguo himno mariano que ha consolado y elevado corazones a lo largo de los siglos.
El "Salve Regina", con su llamado a la Virgen María como abogada y guía, proporcionó un cierre perfecto y reflexivo para la liturgia. Los feligreses cantaban con devoción, sintiendo la presencia maternal de María y la protección de su manto.
Con el último verso del himno, la congregación comenzó a salir de la iglesia, llevando consigo la paz y la bendición que habían recibido. El sacerdote se quedó unos momentos más en el altar, observando a su rebaño dispersarse, cada uno llevando la luz de la fe a sus respectivas vidas y comunidades.
La congregación había dejado un silencio resonante a su paso, y en ese espacio sagrado que quedaba, el sacerdote y el diácono se preparaban para compartir entre ellos el sacramento que habían ofrecido a tantos.
El sacerdote, con manos que habían consagrado y compartido innumerables veces el pan de la vida, tomó una hostia y se la presentó al diácono. "El cuerpo de Cristo," dijo, con la solemnidad de siempre, pero con un tono que resonaba en la intimidad del momento.
"Amén," respondió el diácono, recibiendo el pan y honrando el gesto con una inclinación de cabeza. Luego, el sacerdote tomó el cáliz y lo ofreció al diácono: "La sangre de Cristo."
Con otro "Amén," el diácono aceptó el cáliz y bebió, completando su comunión.
Ahora era el turno del diácono de servir al sacerdote. Con el mismo respeto y cuidado que había observado en su mentor, levantó una hostia y la ofreció: "El cuerpo de Cristo."
El sacerdote aceptó el pan con un "Amén" lleno de fe, y luego, con las manos juntas, esperó mientras el diácono preparaba el cáliz. "La sangre de Cristo," anunció el diácono, y el sacerdote bebió del vino que simbolizaba el pacto eterno de amor y salvación.
Juntos, realizaron los rituales de purificación de los vasos sagrados, cada uno asistiendo al otro en silencio, compartiendo la carga y el honor de su vocación. Era un acto de mutuo soporte y fraternidad que raramente era presenciado por otros, pero que formaba el cimiento de su servicio diario.
Con la iglesia ahora vacía, excepto por su presencia compartida, concluyeron su servicio con una oración silenciosa.