El sacerdote dio un paso atrás, sus movimientos reflejaban la solemnidad del momento. Con un gesto sutil, cedió su lugar frente al altar al diácono, quien se acercó con reverencia para desempeñar su papel en la liturgia.
El diácono, consciente de la mirada atenta de la congregación, se inclinó ligeramente ante el altar antes de dirigirse a los fieles.
El diácono se volvió hacia la congregación, su expresión era de profunda devoción. "Ahora, unidos como una sola familia en Cristo, oremos juntos la oración que Él mismo nos enseñó," dijo, extendiendo sus manos hacia los fieles.
La comunidad de pie se preparó para recitar la oración más sagrada y universal de la Iglesia. El diácono inició, dando el tono para que todos se unieran:
"Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo."
La congregación continuó en voz alta y clara, cada palabra resonaba con la fuerza de la fe compartida:
"Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal."
El diácono concluyó la oración con una petición que abrazaba las esperanzas y las preocupaciones de todos los presentes:
"Líbranos, Señor, de todos los males, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo."
Y la congregación respondió con una sola voz, llena de fe y esperanza:
"Porque tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor."
Tras la oración, el diácono invitó a la congregación a compartir el Rito de la Paz. "Hermanos y hermanas," dijo con voz serena, "démonos fraternalmente la paz. Un apretón de manos, un abrazo, expresa nuestra comunión en Cristo. Si prefieres, puedes simplemente inclinarte hacia los demás como signo de nuestra unidad en el amor y la paz del Señor."
La iglesia se llenó de gestos de paz: manos que se estrechaban, abrazos suaves y reverencias discretas. La atmósfera se impregnó de un espíritu de armonía y buena voluntad.
El sacerdote observaba desde cerca, su corazón lleno de orgullo por la fe de su comunidad. Con un gesto de bendición, se unió a la última aclamación, sellando la oración con la certeza de que cada petición había sido escuchada.
Tras el cálido intercambio de paz entre los fieles, el diácono se dirigió a la congregación con voz serena y clara: "Ahora, preparémonos para el sagrado momento de la Fracción del Pan, signo de la unidad y el amor de Cristo que se entrega por nosotros."
El sacerdote, con una reverencia profunda, se acercó al altar donde reposaba el pan consagrado. Sus manos, temblorosas de devoción, se elevaron sobre la hostia mientras la asamblea caía en un silencio expectante. "Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo," proclamó con solemnidad, y la comunidad respondió con una sola voz: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme."
Con delicadeza, el sacerdote partió la hostia, el sonido suave del pan quebrándose resonó en el silencio de la iglesia. Mientras tanto, el coro inició el canto del Agnus Dei, sus voces elevándose en una melodía que era a la vez una súplica y una alabanza:
"Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis.
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis.
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, dona nobis pacem."
Cada fracción del pan era un eco del sacrificio de Cristo, y cada petición por misericordia y paz se entrelazaba con la esperanza de redención. El sacerdote depositó un fragmento de la hostia en el cáliz, simbolizando la unión del Cuerpo y la Sangre de Cristo, mientras la oración del Agnus Dei llegaba a su fin.
La congregación observaba en adoración, preparándose para recibir la Eucaristía, el alimento espiritual que los fortalecería en su fe y los uniría más profundamente con el amor salvífico de Dios.
El diácono, con voz clara y serena, se dirigió a la multitud que aún resonaba con la paz recién compartida. "Hermanos y hermanas, acerquémonos con corazones humildes y espíritus agradecidos para recibir la sagrada Comunión. Podéis ir formando fila ante el altar del Señor," anunció, marcando el inicio de la procesión eucarística.
Con esas palabras, se giró discretamente y se dirigió hacia la sacristía, el espacio reservado junto al altar, donde se guardaban el pan y el vino consagrados. Mientras tanto, la congregación comenzó a levantarse de los bancos, sus movimientos llenos de reverencia y orden.
La fila se formó con naturalidad, comenzando por la noble Urraca, seguida de los mayordomos y cocineros principales, cuya posición en la corte les confería un lugar de precedencia. Tras ellos, las sirvientas principales se unieron a la procesión, sus rostros reflejando la solemnidad del acto que estaban a punto de realizar.
Los demás mayordomos y cocineros se alinearon detrás, seguidos por las sirvientas restantes, cada uno esperando su turno para acercarse al altar. La fila se extendía a lo largo de la nave central, un río de devoción fluyendo hacia la fuente de la gracia sacramental.
Sin embargo, no todos se unieron a la fila. Sancha y las gemelas permanecieron sentadas en su banco, envueltas en un silencio contemplativo. Su ausencia de la fila no pasó desapercibida, pero la atención de la mayoría estaba centrada en el acto de fe que se desarrollaba ante ellos.
El diácono regresó de la sacristía con las especies eucarísticas, listo para asistir al sacerdote en la distribución de la Comunión. El pan, ahora el Cuerpo de Cristo, y el vino, su Sangre, esperaban ser compartidos con los fieles, uniendo a todos en un solo cuerpo místico.
La ceremonia continuó tranquilamente y cada persona que se acercaba al altar lo hacía con una mezcla de humildad y alegría, consciente del don inmenso que estaban a punto de recibir.