Sábado, 24 de noviembre, 1005.
El alba se asomaba en el horizonte, un suave degradado de azules nocturnos que cedían paso a los primeros toques de un naranja tímido. El frescor del aire matutino llevaba consigo el canto de los gallos, que rompía el silencio de la noche moribunda y servía como despertador natural para la vida en el castillo.
Uno tras otro, los sirvientes comenzaban a despertarse, sus cuerpos aún pesados por el sueño pero sus mentes conscientes de que un nuevo día de laboriosas tareas estaba por comenzar.
En las habitaciones humildes, los colchones de paja crujían bajo el peso de los que se estiraban y bostezaban, intentando sacudirse el letargo. Los más madrugadores se levantaban con diligencia, frotándose los ojos y vistiéndose con ropas sencillas pero limpias, preparándose para enfrentar las exigencias del día.
Mientras tanto, afuera, los gallos continuaban su serenata, compitiendo entre sí con orgullosos cacareos que resonaban a través de los pasillos y los patios del castillo, anunciando el comienzo de un día lleno de actividad y bullicio.
A medida que los primeros rayos del sol comenzaban a bañar las piedras antiguas del castillo con su luz dorada, los cocineros ya estaban en plena faena, preparando un desayuno sencillo pero sustancioso para los sirvientes.
El aroma del pan recién horneado se mezclaba con el de la avena cocida llenando el aire con promesas de un nuevo día lleno de energía y trabajo duro.
En la terraza de la cocina, largas mesas de madera habían sido dispuestas al aire libre, cubiertas con manteles de lino desgastados por el uso pero limpios. Sobre ellas, los cocineros colocaban los platos con el desayuno, junto con las jarras de agua y leche.
Los sirvientes, aún frotándose el sueño de los ojos, se acercaban en pequeños grupos, tomando asiento en los bancos dispuestos alrededor de las mesas. Compartían el pan y se pasaban las jarras unos a otros en silencio, saboreando esos breves momentos de descanso antes de que el día cobrara su ritmo frenético.
Una vez saciados, se levantaban y despejaban su lugar, dejando espacio para los siguientes en llegar. La terraza, con su vista a los jardines del castillo, ofrecía un momento de tranquilidad; el aire fresco de la mañana era un bálsamo para las almas somnolientas.
En un rincón de la terraza, un pequeño huerto se extendía bajo el cuidado de los cocineros, quienes aprovechaban cualquier momento libre para atender sus cultivos de ajos, cebollas y perejil, entre otras hierbas y vegetales. Este jardín de cocina proporcionaba ingredientes frescos para las comidas diarias.
Una sirvienta se apresuró por los pasillos del castillo hacia la cocina. Al llegar, se encontró con el bullicio característico del lugar: los cocineros moviéndose con destreza entre fogones y utensilios, el aroma tentador de los alimentos cocinándose y los sirvientes preparando mesas y bandejas.
Se acercó a Diego el cocinero principal y le preguntó con respeto: "Buenos días, ¿dónde está el desayuno de la señora Urraca?". Diego, ocupado con una olla humeante, levantó la vista y le indicó una esquina de la cocina donde estaban preparando un desayuno especial para la señora del castillo.
La sirvienta asintió con gratitud y se dirigió hacia el lugar indicado, decidida a llevar el desayuno a la habitación de Urraca.
La criada ascendió con paso ligero por las escaleras hasta llegar al tercer piso del castillo, donde se encontraba la habitación de la señora Urraca. Al acercarse a la puerta, escuchó el característico tintineo de la campanilla de Urraca, indicando que necesitaba algo.
Con cuidado de no hacer ruido, giró el pomo de la puerta y entró en la habitación. El ambiente tranquilo contrastaba con la actividad frenética de la cocina. La luz del sol entraba suavemente por la ventana con las cortinas abiertas, iluminando la habitación con tonos cálidos y dorados.
La señora Urraca, recostada en su cama con un libro en la mano, levantó la vista al ver a la sirvienta entrar. Con una sonrisa amable, Urraca asintió hacia la mesita junto a la cama, indicando que dejara allí el desayuno.
La sirvienta se acercó con cautela y colocó la bandeja con el desayuno sobre la mesita, asegurándose de que todo estuviera dispuesto de manera ordenada y elegante.
Tras dejar el desayuno en la habitación de Urraca, se volvió hacia ella con cortesía y dijo: "Señora Urraca, ¿necesita algo más o hay algo en lo que pueda servirle?".
Urraca miró a la sirvienta y le preguntó: "¿Han despertado ya los invitados? ¿Les hemos servido el desayuno?".
La criada respondió con diligencia: "Señora, todos los invitados se han despertado y se les ha servido un plato de avena, dos huevos hervidos, tres trozos de pan y un vaso de leche para el desayuno. Todo ha sido dispuesto según sus preferencias habituales".
Urraca preguntó: "¿Dónde han comido los invitados?"
La sirvienta respondió: "Señora, han comido en la mesa que tienen en su habitación. Mientras uno se duchaba, el otro aprovechaba para tomar su desayuno."
Urraca asintió y dijo a la criada: "Por favor, avisa a María, la sirvienta principal, que ayude a recoger las espadas de los invitados. Después, que los despida con cortesía y les desee un buen día."
La criada asintió y se retiró para cumplir la orden de Urraca. Se encaminó hacia la habitación de María, la sirvienta principal, que ya estaba en movimiento, anticipándose a las necesidades del día.
Al encontrarse con María en el pasillo, le comunicó la orden de Urraca. María asintió con eficiencia y se dispuso a organizar la recogida de las espadas de los invitados.
Fue de puerta en puerta, informando a los invitados que en breve recogerían sus armas. Los invitados, ya preparados para el día, confirmaron que estarían listos en unos minutos.
Poco después, los guardias de las gemelas, ataviados con su armadura, se alinearon en el pasillo, esperando su turno. María los guió a la sala de armas, donde cada guardia, uno por uno, presentaba su ficha de madera marcada con su número correspondiente. Con un gesto de cabeza, María les permitía entrar y tomar su espada, dejando la ficha en su lugar designado en el armario.
Una vez que todos estuvieron armados, los guardias se despidieron con un gesto de respeto y se dirigieron hacia los carruajes que los llevarían a A Coruña, listos para enfrentar los desafíos que les esperaba su viaje de regreso.