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Fannryr [español]

🇦🇷Lucas_Lautaro_Vera
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Synopsis
En las horas más oscuras de la noche de una ciudad de la provincia de Buenos Aires, Argentina, una joven se acerca a una casa abandonada con la esperanza de hallar un antiguo y poderoso artefacto. Mientras tanto, Benjamín Debret, dieciséis años, transita su vida normal de adolescente. Pero el mundo tiene dos lados, dos rostros, dos reinos, y pronto él se verá sobre la fina línea que separa la realidad inocua de las sombras terribles donde poderes inimaginables compiten entre sí por un único objetivo: La gloria y la inmortalidad. ¡Una aventura de magia, acción y amistad!

Table of contents

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Chapter 1 - Capítulo 1

En algún lugar de la Avenida Diego Maradona, en el distrito de La Matanza. Provincia de Buenos Aires, Argentina. 2024. 00:12 AM.

Mucho antes de que la Avenida Diego Maradona, nombrada así por el mítico jugador de fútbol (amado y odiado a partes iguales) se acerque al centro comercial de San Justo hay una casa ubicada en una esquina en la que el pasto lleva tanto tiempo desatendido que ha roto el cordón de la vereda y se inclina sobre la calle. 

La casa tiene dos pisos y es una extraña amalgama de arquitectura del siglo XIX con un intento de chalet. Data de la época anterior a la urbanización de esta parte de la ciudad, cuando la tierra y los campos se extendían y los caballos eran aún el medio de transporte común. No lleva cartel de venta ni alquiler, y no hay signos ni logos de inmobiliarias. Si alguien preguntara a los vecinos obtendría respuestas contradictorias. Los adultos y ancianos dirían que la casa lleva abandonada y descuidada desde que recuerdan, y estos últimos quizá traerían a colación la leyenda de una mujer que enloqueció tras la muerte de su esposo y se escondió con el cadáver para dormir con él, y que sus padres y los padres de sus padres oirían en la oscuridad, al volver de juergas, las voces del difunto rogando ser liberado. Se reirían entonces de esta historia, y se encogerían de hombros si alguien quisiera saber por qué la casa no está en venta o en alquiler, o por qué ninguna inmobiliaria la ha reclamado. Los niños agregarían algo más. Dirían que todavía se oyen las voces del hombre, después del atardecer, y que además se oye una voz fría que susurra y se ríe de sus ruegos. Una voz que no puede pertenecer a la mujer. Una voz que no puede pertenecer a este mundo.

A esa casa se acerca una chica de cabello rojo y rapado a los costados, y que viste una camisa de leñador azul y jeans negros. Tatuajes de oleajes, tormentas y vientos al estilo japonés recorren sus brazos, y un trueno blanco y dorado enrosca su cuello. 

―¿Oís algo? ―pregunta. 

La voz que le responde no viene de nadie visible. Alguien, no obstante, podría notar un destello ínfimo y velado en uno de los muchos anillos, pulseras y brazaletes que la joven lleva.

―Oigo y siento. ―La voz es femenina, su tono y la manera en que pronuncia ciertas letras sugieren una actitud traviesa―. ¿Qué nos había dicho aquella vieja con el labio torcido?

―Magdalena ―responde la chica―. Así dijo que se llamaba la mujer. Magdalena la loca, la viuda loca, la vieja del muerto.

―Nombres muy coloridos todos. No creo que nos encontremos espíritus lindos. 

―No me preocupan tanto los espíritus como lo otro. 

―¿Creés que la tiene en verdad?

―Según el viejo Zhao...

―El viejo Zhao ―bufa la voz―. La última vez nos mandó a Entre Ríos y...

―Lo sé, lo sé. Pero tenemos que seguir buscando, Rillia. Y esta es la mejor de las pistas. Creo que esta Magdalena era una iniciada, por lo que nos contaron las personas. Las voces, la historia de encerrarse con el cadáver de su esposo... Y escuchás las voces, además.

Momentos antes de pisar la esquina rota, invadida por el pasto, la chica se detiene. Contempla la casa. No es más alta que otras que ha visto, pero las nubes y la luna juegan con la perspectiva y se mueven como si envolvieran el cuarto más alto. Como si giraran a su alrededor. Como si la casa las usara. "Y eso no es imposible" piensa ella. 

―Y si la tiene ―sigue la voz―, ¿para qué la quiere? 

―Ya veremos cuando la encontremos.

―Si es que la encontramos.

La puerta de entrada, al final de unos escalones de ladrillos rojos partidos y diseminados, se abre.

―Creo que algo vamos a encontrar ―replica la chica.

―No debería haber aceptado tu llamada... 

La chica sonríe.

―Demasiado tarde. Además te encanta esto.

El viento aúlla y hace murmurar el césped cuando la chica retoma los pasos. 

 

Esa misma mañana, en los alrededores de la escuela secundaria número 12 "Benedetto Parisi"

―¡Agarralo!

El chico que recibe la orden de su amigo (y que se preguntará horas después por qué lo tiene de amigo) se toma unos segundos para evaluarla. No sabe por cuánto tiempo están peleando (quién se hace, además, esas preguntas entre los golpes y los gruñidos) pero está seguro de una cosa: Avanzar ahora hacia Benjamín Debret le da más miedo que las burlas y los insultos que pueda sufrir por cobarde. 

Cabello naranja y enrulado, delgado y pequeño, con piercings en las orejas, el chico de dieciséis años esquiva puños, presas y patadas deslizándose como un torbellino. Y como un torbellino derriba lo que está a su paso. Uno de sus contrincantes le saca tres años y una cabeza de altura de diferencia. Benjamín lo toma del cuello de la remera y le rompe la nariz de un cabezazo. Otro chico acierta con la derecha en su nuca, pero el muchacho apenas parece acusar el daño. Gira y lo dobla al otro con un gancho al estómago que lo pone de rodillas, y un recto a la mandíbula lo manda a dormir. 

―¡Agarralo! ―repite Ignazio Esposito, furioso y asustado―. ¡Agarralo, dale!

Pero su amigo no avanza. Insultarlo tampoco provee resultados. Benjamín despacha a un tercero con una patada a la entrepierna y un derechazo al pómulo. 

―¡¿Alguno más?! ―ruge cuando el cuerpo cae―. ¡Quedás vos, Ignazio! ¡Vení!

Esposito, diecisiete años, es valiente cuando los números se alinean a su favor. Tres de los suyos se revuelcan en la tierra de la calle, entre latas y botellas de cerveza de hace una semana, y esos tres incluyen a su hermano mayor cuya nariz chorrea sangre y mocos entre las lágrimas. El único que queda de pie los usa para retroceder un paso tembloroso a la vez.

―Agarralo o te juro que...

―Agarralo vos ―replica el chico. Se da media vuelta y corre.

―¡Cagón! ―chilla Ignazio―. ¡Ya vas a ver cuando...!

―¡Ignazio!

Benjamín lo sujeta de la ropa y le sacude los pensamientos de un cachetazo.

―¡¿Dónde está, forro?! ¡¿Dónde lo tenés?!

No está en los planes de Esposito decirle nada. Al principio. Pero más dolorosas que los nudillos (¿cómo es posible?) las palmas de Debret le inflaman las mejillas y hasta parecieran aflojarle algún que otro diente. Al borde del llanto, Esposito le pide perdón y que pare.

―En mi mochila... ―balbucea.

Benjamín lo empuja.

―Traémelo.

Entre su carpeta de hojas desparramadas y medio sueltas, lápices y auriculares, Ignazio halla dos cosas. La primera la guarda con disimulo en su persona, bajo la remera y con esperanza. La segunda es una bolsa pequeña de plástico que trasluce un llavero de gato con sombrero, hecho de porcelana.

―Dámelo ―ordena Benjamín. 

Ignazio lo deja caer. Benjamín lo insulta y se agacha, y es la premura del otro lo que lo salva. Ve el brillo de la hoja metida bajo la ropa cuando Esposito intenta, con torpeza, sacarla. El cuchillo le pasa a centímetros de los ojos. 

―¡Vení, hijo de puta! ―grita Ignazio, fuera de sí―. ¡Vení, vení que te voy a hacer mierda!

Benjamín no quiere alargar much más la situación. Las personas que pasan por las esquinas cercanas se detienen y sacan sus celulares, y está seguro de haber visto rostros espiando desde la seguridad de sus casas mientras llaman por teléfono. Así que aunque su mente y la voz de su primo en ella le advierten que va a cometer una estupidez él acepta la invitación y carga. Esquiva el primer cuchillazo y trata de cerrar la distancia, pero Ignazio gira la mano y por poco le corta un pedazo de oreja. 

―¡Sos un boludo! ―grita el muchacho, envalentonado―. ¡Te voy a cortar todo por una pendeja! 

Ahora es él quien se adelanta. El cuchillo silba una y otra vez, y una y otra vez Benjamín lo evade.

―¡Tomá, tomá, tomá!

El chico de la nariz rota ve la oportunidad de vengarse. Aprovecha la concentración de Benjamín en Esposito y lo sorprende con una presa.

―¡Dale, Ignazio! ―lo apremia. 

Esposito sonríe y se lanza. Benjamín se impulsa contra el de la nariz rota y ambos caen, ruedan. Consigue escapar de los brazos largos justo cuando Esposito, con un rugido, baja con el cuchillo y da en la pierna a su compañero. 

―¡Dejá de moverte! 

Ignazio no se ve preocupado por la sangre que mana de la nueva herida. "Está loco" piensa Benjamín. 

―¡Eh!

Un anciano les grita desde el patio delantero de su hogar.

―¡Dejen de hacer quilombo, vagos! ¡La policía viene ya, delincuentes!

Más personas salen a gritarles, algunas incluso armadas con escobas, palas y martillos. 

―Cuidate ―le advierte Ignazio apuntándole con el cuchillo, antes de escapar. 

Benjamín echa un vistazo a los que aún yacen en la tierra. Por un segundo piensa ayudar al que Ignazio apuñaló, pero los ojos de éste enrojecen de rabia e incluso parece estar a punto de echar espuma por la boca. Entre insultos se pone a correr. Cinco cuadras de trote ininterrumpido lo obligan a tomar un alto cerca de una heladería con las persianas a medio levantar. La señora que limpia la vereda lo mira con suspicacia pero guarda sus comentarios. El muchacho recupera el aliento, se orienta y vuelve a caminar. 

La escuela primaria número 8 se alza a una cuadra de la secundaria 12. En el patio rejado suena el timbre del recreo y los chicos bajan las escaleras jugando a las carreras y saltando, en tanto las profesoras intentan contenerlos y evitar que se rompan la cara. Daniela reparte pelotas de plástico a unas compañeras y opina a qué jugar. Benjamín la llama a través de las rejas. La chica tarda en encontrarlo, pues el barullo de la escuela ahoga la voz del chico. Pero lo ve. Y sonríe.

―¡Benja! ―lo saluda, a través de la reja.

―Te traje algo.

La mirada de la chica se enciende al ver el llavero.

―Lo encontré por ahí ―le explica.

―Mentira. ―Daniela frunce el ceño―. Lo tenía Ignazio. ¿Te peleaste con él?

―No, para nada. Lo hablamos, discutimos y lo convencí. 

―Él me lo quitó...

―Y ya le hice entender que no tiene que volver a hacerlo. O voy a volver a hablar con él.

―Te peleaste.

―¡No me peleé! ―ríe el chico―. Estoy así porque vine corriendo para dártelo.

―Bueno...

―¿No lo querés entonces?

―¡Sí, sí! ¡Es mío!

―Claro que es tuyo. Si lo hice para vos.

Daniela recibe feliz el llavero con las manos ahuecadas, como si temiera que una sola no fuera a bastar para respetar la fragilidad del regalo.

―Gracias ―susurra, y luego―: ¡Gracias, gracias, gracias, gracias!

Una de las profesoras los descubre.

―De nada, Dani. Lo cuidás, ¿eh? Y si Ignazio te hace algo me decís. 

La chica ni lo registra, embebida como está en el regalo devuelto. Benjamín se aparta de la reja, pide disculpas a la profesora antes de que ésta pueda decirle algo y se marcha.