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Chapter 39 - Plan de escape

Narra Emir

—¿Qué planes tienes con ese hijo bastardo de Bahar? —quiso saber—. ¿Te harás cargo de él?

—Pues eso fue lo que acordamos —contesté—, siempre y cuando su madre no lo arruine.

—No estoy contenta con esta decisión que tomaste —argumentó—. No sé qué diablos te pasa. No puedes tomar como esposa a esa... bastarda.

—Puedo hacerlo, nadie puede impedirlo. Está escrito en las leyes de nuestra tribu.

—Alguna de esas leyes ya están obsoletas. No te voy a permitir que humilles a mi hija de ese modo, casándote con la hija del pecado de adulterio. Porque sí, Emir, esa hija de Murad fue producto de una maldita noche de placer con una prostituta.

—Tu hija me humilló. Lleva en su vientre un hijo que no es mío. Me ha sido infiel también durante todos estos años; me ha visto la cara de imbécil. Pero no dirás nada, ¿no es así?

—Es imposible que quieras que acepte a la hija bastarda de mi marido para convivir con mi familia.

—Entonces deberías empacar para que no tenga que verte la cara.

Se quedó en silencio, así que supuse que bajaría la guardia.

—Deberías llamar a esos hombres y cumplir con lo que te corresponde —sugerí—. Esta noche no pienso sacar a Alekxandra de esta casa. Pero tampoco quiero que se estrese quedándose aquí.

No le gustó mi sugerencia, así que se negó rotundamente a admitir ante esos hombres que lo que dijo no era más que un invento. Pero no le convenía. Por su bien, era un deber hacerlo si no quería perder todo lo que había conseguido con el matrimonio de su hija.

Cuando una mujer no tenía hijos varones en un matrimonio, era catalogada como una mujer inservible en nuestra tribu. Y, a pesar de que Melek era una mujer inteligente, jamás pudo tenerlos. Sin embargo, existía un plan B: sacarle provecho a su hija y beneficiarse del matrimonio de su hija estando presente en su vida.

Otras madres no podían hacer lo que ella hizo; incluso, existía una residencia en nuestro pueblo para esas mujeres que se quedaban viudas y desamparadas. Se les proveía tan solo lo que necesitaban, pero debían trabajar en las casas de familia como criadas. Ella se negaba rotundamente a eso. Así que manipuló tanto a Bahar que ella aceptó que viviera en nuestra casa.

Me miró con repulsión. —Eres un cerdo. ¡Un maldito cerdo!

—Pues no eres la más indicada para opinar. Tu hijita querida me sigue siendo infiel; incluso, lo hizo primero que yo. La diferencia fue que no quedé expuesto ante las personas. Ese hijo ni siquiera era mío, ¿no es así? Cuéntame, Melek, me he quedado con la duda. ¿Al final era mío o era de otro?

Resopló.

—No era tuyo —confesó, bajando la cabeza—. Ese hijo nunca fue tuyo, Emir. Ese hijo ni siquiera yo misma sé de quién fue. Sospecho que ese hombre está entre nosotros —se talló la nariz en un reflejo de estrés y nerviosismo—. Y a veces pienso que está fuera... Era una niña y estaba muy formada cuando le di a beber el té abortivo... —su voz se rompió—. Bahar nunca me lo ha perdonado —endureció la expresión de su rostro—. Pero no me arrepiento de nada. No podía arriesgarme y ponernos en peligro. Ni siquiera pude tener hijos varones, y si Bahar muere, entonces yo me quedaré en la calle.

—Tus hijos varones adoptados dan la vida por ti... incluso Kemal.

—Kemal y yo ya no tenemos una buena relación —reveló.

Fruncí el ceño.

—¿Por qué?

—Supo lo que le hice a Bahar —confesó—. Esa desgraciada se lo confesó.

—Estás perdida... Pero más perdida estarás si decides conspirar en mi contra. Sé que eres inteligente, Melek; no dudo de que vas a elegir la opción correcta.

—No es fácil para mí.

—Te he hecho favores y he sido demasiado condescendiente con tu hija —le recordé—. Debes devolverme el favor. No necesito tu gratitud.

(..)

Narra Alekxandra

Caminé de un lado a otro buscando alguna oportunidad para salir de esta casa. Me asomé a la ventana y forcé la cerradura inútilmente, ya que ni siquiera se movió. Lloré mientras golpeaba la cama consecutivamente. Entendí que, aunque intentara huir por la ventana, era imposible, ya que terminaría con los huesos rotos. Era una situación precaria la que estaba sucediendo porque las opciones se volvían demasiado pequeñas y las oportunidades nulas.

—No puede ser —apreté con fuerza mis manos. Comprendí que, aunque lo intentara, jamás iba a salir de aquí sin ayuda de alguien. Era imposible. Pero no podía esperar a que esos hombres vinieran aquí hicieran lo que quisieran conmigo.

Escuché movimientos afuera, así que mi pulso se aceleró. Me levanté y me encaminé hacia la puerta para asegurarla. Me quedé de pie, observando los movimientos que hacía el picaporte; alguien estaba impaciente por entrar.

—¿Puedes abrir la puerta? —inquirió la voz de Emir. Pero yo no quería verlo. El sentimiento de repulsión hacia mí misma, cuando pensaba en cuánto deseaba, era como un veneno para mi alma.

Pero, a pesar de ello, respiré profundamente para aliviar y relajar mi sistema nervioso. Cerrar la puerta no iba a ser suficiente si esos hombres aparecían en esta casa; ellos iban a derribarla para lograr su cometido.

Me encaminé hasta la puerta y le quité el seguro para girar la manilla y dejarlo entrar. Y cuando la puerta se abrió, ahí estaba él, de pie. Me miró y yo lo miré; todo dejó de importar. Entró sin pedir permiso y se acercó a mí conforme yo me alejaba lentamente por inercia.

Cielos, sé que una hora atrás dije que lo odiaba, pero este sentimiento era más fuerte que mi odio. Sentía una revolución en mi estómago, esos aleteos incontrolables, ese deseo que no podía esconder en mi mirada. Esta atracción estaba deshaciendo mi estabilidad.

—¿Estás bien? —quiso saber mientras continuaba aproximándose en mi dirección. Ni siquiera sabía qué responder ni cómo actuar; lo único que quería era besarlo, estar en sus brazos. Estaba intentando tener fuerza de voluntad, pero toda la situación se encontraba en mi contra, porque los pasos que estaba retrocediendo se volvieron más pequeños y solo quedaba la pared.

Temblé ante su imponencia y, cuando tomé un mechón de mi pelo enmarañado, sentí cómo cada una de mis extremidades se debilitaban y un escalofrío recorrió la parte baja de mi espalda.

—No me toques —le pedí intranquila, alejándome de él—. ¡Por favor, mantente lejos de mí! Conserva tu distancia.

Resopló, frustrado.

—No entiendo qué es lo que te sucede —volvió a acercarse—. Ya deja de hacer eso.

Percibí desesperación en sus palabras. Pero eso no se asemejaba a lo que yo podía sentir dentro de mí. Era demasiado joven, y el daño que me habían hecho estos últimos meses había acabado tanto con la persona que fui. Fuerte, independiente y con un amor propio inquebrantable; al menos eso pensé porque, desde que me pasó esto, me había convertido en una mujer sumisa.

—¿Qué va a pasar conmigo? —esa pregunta la solté en un murmullo tembloroso porque, de repente, sus manos me atrajeron hacia él, envolviéndome entre sus brazos fornidos. Esa acción colaboró para que toda mi cordura volviera a desaparecer, dejándome totalmente expuesta hacia sus deseos.

—No quiero hablar de eso —su voz ronca me erizó la piel y sus manos empezaron a descender por mis caderas—. Solo quiero saber... una cosa.

Dejé de respirar porque, si lo hacía, iba a demostrar cuán cautivada me encontraba por estas sensaciones que provocaba en mí, y yo no quería eso; solo quería que, de una vez por todas, entendiera que yo no lo quería cerca y que mejor fuera el rechazo.

—¿Qué cosa? —cuestioné. Una de sus manos volvió a subir a mi cuello y luego a mi nuca, haciendo que mi cabeza se inclinara hacia atrás. La tensión era casi palpable.

—¿Por qué me rechazas? —volvió a hablar, ahora muy cerquita de mi cuello.

—Eso ya lo sabes —lamí mis labios y volví a cerrar los ojos cuando su aliento acarició mi cuello—. ¿Por qué pierdes el tiempo preguntándome cosas que ya sabes?

—No entiendo por qué lo haces... ¿Qué ganas tú con eso?

Lamió mi cuello y estremecí.

—Para —pronuncié, reprimiendo esos jadeos que mi lengua quería emitir sin pedir permiso—. Por favor... no es el momento.

—Tú no puedes decidir eso —ese tono de voz me estaba provocando estragos en mi cuerpo y mi parte íntima no me estaba ayudando en absoluto. El deseo era tanto que la ropa interior empezaba a molestarme.

—¿Quién lo dice?

—Yo —replicó—. Yo que soy tu dueño, eres mi mujer... —agarró mi mano y la colocó en su entrepierna. Quise apartarla, sin embargo forcejeó conmigo y al final me rendí; palpé la dureza de su pene y lo duro que estaba. Se me hizo agua la boca de tan solo imaginarlo en mí y el sabor de su semen envolverme el paladar. Me parecía volver a sentirlo todo en mi boca y volver a escucharlo gemir y decirme cosas sucias al oído—. Mira lo que provoca tu rechazo. No importa si estás dispuesta o me rechazas; de igual forma me pones duro —eso lo dijo con pasión—. Quiero mi polla en tu coño, venirme tantas veces dentro de ti... Solo dime qué debo hacer —su voz ronca suplicante—. Me estás enloqueciendo, Alekxandra, y creo que no voy a aguantar un día más sin cogerte.

—Ya no quiero estar cerca de ti —admití.

—Eso es mentira —dijo muy seguro—. Solo déjame demostrarte lo delicioso que puede llegar a ser si me dejas tocarte como lo deseo ahora.

—No me importa lo que digas, solo quiero saber qué es lo que va a pasar conmigo y esos hombres.

—Creo que fui muy claro y directo cuando dije que no dejaría que te hicieran daño. Supongo que no te ha quedado claro.

—¿Me vas a llevar a otro lado? —pregunté con la intención de buscar información para saber si tenía alguna oportunidad de poder escapar en el camino.

—Todavía no lo he decidido.

Me aparté de su agarre y conecté con su mirada seductora, zafiro. Lamió sus labios y volvió a traerme hacia él. Respiré hondo, intentando apartarme.

—Estoy en peligro y en lo único que puedes pensar es en satisfacer tus necesidades carnales —traté de empujarlo, pero fue inútil.

—Trata de no moverte —ordenó, con los dientes apretados, hostigado por mi postura negativa a acceder a volver a ser suya—. Me muero por volver a estar contigo.

Yo también quiero estar contigo.

Mi conciencia fue la que habló.

Me besó la mejilla con delicadeza y pasión—. Alek, ¿no comprendes?

Me rendí y dejé de poner resistencia; entonces elevé mis manos hacia sus mejillas y lo miré fijamente a los ojos—. Estoy intentando alejarme de ti, porque... —los ojos me ardieron—. Porque estoy empezando a sentir que... tú tienes demasiado control sobre mis emociones... No quiero desearte como lo estoy haciendo ahora, solo quiero que termine esta retorcida y sórdida atracción que siento por ti.

Era una total farsa y él lo sabía. Tal vez su deseo desmedido no dejaba ver más allá del peso de mis palabras.

—Pero yo no quiero, no permitiré que dejes de sentirlo. Me voy a encargar de eso, no lo dudes.

—Creo que es imposible porque, cuando más intento alejarme, más se incrementa esta necesidad —revelé—. Quiero creer que dentro de ti hay bondad; sin embargo, es todo lo contrario.

—No soy una buena persona —admitió acariciando mi labio inferior—. Pero eso no significa que debas castigarme por ello.

—¿Y cómo lo hago? ¿Cómo castigo? Ni siquiera estoy haciendo algo malo.

—Cuando intentas alejarme de ti —llevó mi mano a su pecho—, esto es lo que sucede.

Su corazón estaba latiendo apresurado, con desesperación.

—Es ansiedad —afirmó—. Estoy desesperado por entender la razón por la cuál no deseas que te toque, que te bese, que le haga honor a esa palabra que te define como mía. Dime —me animó—. Dime que eres mía, dime que no quieres otra cosa más que estar conmigo.

Se acercó a mi boca y me robó un largo beso. Y volví a caer, le correspondí, y ese beso se convirtió en algo más carnal y pasional. Jadeé cuando su mano juguetona se escapó a mis nalgas y las apretó con fuerza.

—Soy tuya... —pronuncié, sintiendo mi respiración acelerarse—. Solo tuya.

—Di que eres mi mujer —volvió a besarme apresuradamente, con desesperación. Podía sentir cómo su pelvis se encajaba con la mía, demostrando lo duro que se encontraba. Y, santo cielo, fue totalmente placentero.

—Lo soy —bajó a mi cuello y su lengua cosquilleó entre esa parte sensible—. Soy tu mujer.

Su mano libre toqueteó uno de mis pechos y gruñó sensualmente contra mis labios.

—Llévame a la cama —le dije, casi rogando.

—¿Eso quieres?

—Hazme lo que tú desees —le propuse. Quería ignorar que perdía la cordura y enloquecer de placer, tenerlo en la palma de mi mano.

Pero él se alejó lentamente de mí, sonriendo con malicia.

—Pequeña mentirosa —murmuró, y mis mejillas se calentaron—. Eres una mentirosa, Alekxandra.

—¿Qué quieres de mí? —casi le grité, farfullando—. ¡Estoy enloqueciendo! ¡Maldición! Y tú solo estás burlándote de mí. ¡Eres un arrogante!

—No lo hago —negó muy seguro—. Solo quiero que entiendas que no voy a creerte cuando me pidas que no te toque.

—Y yo solo quiero que entiendas que, aunque te desee, debes respetar mis decisiones.

—¿Eso te hace feliz? —volvió a poseer mis labios y su lengua entró a mi boca, jugueteando con la mía, y eso fue algo que me destruyó y sensibilizó más las partes más íntimas de mi cuerpo.

—Eso me tranquiliza —contesté, después de que me alejé unos pequeños milímetros de sus labios.

Posicioné mis manos en su pecho.

—Respóndeme algo —le animé—. Dime qué va a suceder con mi hermano.

—Ella no lo ha visto y no sabe dónde está. No quiero que te preocupes por esas cosas.

—¿Cómo quieres que no me preocupe? —chillé—. Esa mujer iba a golpearme, iba a darme una paliza sin importarle que yo estoy embarazada. No quiero perder a mi bebé, no quiero... Por favor, no dejes que me dañen.

—Si alguien intenta hacerte daño, voy a matarlos... Lo prometo.

—Solo quiero que me lleves a algún lugar —pedí con intenciones de escapar—. Llévame a un lugar más seguro. Necesito sentir que estoy protegida.

—¿Eso quieres? —me estudió y yo asentí—. Eso deseo.

—Primero debemos saber si el bebé está bien —dudó en acariciar mi vientre plano, sin embargo se animó a hacerlo—. Ya ha pasado mucho tiempo después de la última revisión.

(...)

Dos meses después

—Hola, mamita —pronunció la doctora tras entrar a la habitación con una gran pantalla sobre ruedas en las manos. Miré a Emir y este se levantó de mi lado para poder ayudar a la doctora a acomodar el aparato al lado de la cama—. Soy la doctora Tatiana Romanova.

—Un placer verte, Tatiana —fue él quien habló—. Esperaba con ansias tu llegada.

—Hola —respondí a su saludo. Ella me sonrió y luego toda su atención la acaparó aquel hombre.

—Es que la última vez que me llamaste, tuve que salir del país, pero ya estoy aquí.

Me dedicó una sonrisa gentil. Estaba totalmente nerviosa, temblando; conforme ella me observaba con amabilidad. Sus ojos marrones inspiran confianza, pero me negaba rotundamente a confiar.

—La ginecóloga que te atendió anteriormente me pasó tu récord médico —avisó—. Así que no deberías preocuparte, linda. Estoy aquí para ayudarte en lo que necesites.

—Al menos sirvió de algo —comentó él—. Solo sabía quejarse.

—Es que lo que estás haciendo no es legal. Iba a perder su licencia si lo descubrían. Hubiera estado acabada.

Me miró.

—Acuesta tu cuerpo en la cama, linda, y levanta tu abrigo —me indicó. Me recosté en la cama y cerré los ojos, intentando respirar con normalidad.

La doctora me colocó el gel en mi vientre y estremecí con el frío. Empezó a mover el aparato transductor en mi abdomen y fue en ese momento que abrí los ojos. Entonces, la habitación se llenó de un silencio, excepto por el sonido que emitía aquella máquina.

—Tienes doce semanas de gestación —anunció, observando la pantalla, buscando las características—. Pesa 8-14 gramos y mide 5-6 centímetros —volvió a hablar y miré a la pantalla la imagen de ese ser tan puro e inocente. Emir estaba observando la pantalla y también se encontraba inmerso en ella, buscando la forma de mi hijo.

—Todavía es muy pequeño...

Río.

—Tiene todas sus extremidades formadas —tecleó en su computador y presionó consecutivamente en mi vientre con el aparato transductor. Siguió esparciendo el líquido y mi corazón empezó a latir a toda prisa. Temblé ante la incertidumbre de lo desconocido.

—Estás muy callada, Alekxandra —la doctora intentaba interactuar conmigo, pero yo estaba muerta de miedo y sentía que el corazón no podía caber en mi pecho. Tragué ese nudo que se había instalado en mi garganta—. ¿Quieres saber el género del bebé?

Asentí, con duda.

Y ella logró captar mi intención, así que volvió su mirada a la pantalla buscando algún indicio. Yo solo admiraba su diminuta cabecita y su pequeño cuerpo flotando en mi interior y sonreí.

—Es un niño —mordí mi labio y las lágrimas empezaron a derramarse en mis mejillas. Cuando la máquina empezó a emitir los latidos de su pequeño corazón, sentí ternura, amor, compasión y emoción.

—¿Es un niño? —volvió a repetir él, emocionado. Cuando la doctora asintió, él sonrió abiertamente—. Es un heredero. El heredero de todo mi imperio.