Chapter 52 - LII

Iván observaba el horizonte teñido de rojo por el amanecer, con el sol emergiendo como un heraldo silencioso de la masacre que se avecinaba. Su mirada vagaba, fija pero vacía, sobre el imponente ejército combinado de Stirba y Zanzíbar que se extendía más allá de lo imaginable, un océano de aceros, estandartes y cuerpos preparados para devorar lo poco que quedaba de sus fuerzas. La tierra temblaba bajo el avance coordinado de millones de soldados, una sinfonía de destrucción que parecía resonar directamente en su pecho, aplastando cualquier esperanza que intentara aferrarse a su corazón. Cada pisada enemiga era un recordatorio sordo y persistente de lo pequeño que era, de lo poco que quedaba por hacer.

Los días previos habían sido un verdadero infierno: interminables defensas agotadoras, líneas rotas una y otra vez, retrocesos desesperados que se sentían como dagas perforando su orgullo. Las minas de Karador, la joya de su tierra, el motor económico y estratégico de Zusian, estaban a una batalla de ser tragadas por el enemigo. Cada decisión que había tomado, cada sacrificio que había ordenado, parecía ahora insuficiente, un esfuerzo patético frente al abismo insalvable que se abría ante él.

No podía retroceder más. Si lo hacía, no solo perdería la guerra, sino que condenaría a su pueblo a la miseria más absoluta o, peor aún, a la extinción. Pero, ¿qué opciones tenía realmente? Ante sus ojos ondeaban los estandartes de Zanzíbar, brillando bajo el sol naciente con una arrogancia insultante, como si la victoria ya estuviera grabada en sus pliegues dorados. Y ahí estaba él, Taruk "El Coloso Dorado", montado en su colosal corcel de guerra, irradiando una presencia que se sentía casi divina. Su reputación no era solo un mito; cada informe, cada espía, había confirmado que era un estratega despiadado y calculador, un veterano que no dejaba margen de error. Sus tácticas eran tan brutales como efectivas, rompiendo ejércitos con la precisión de una maquinaria infernal. Las tropas de élite bajo su mando no conocían la derrota, y las hordas que le seguían no parecían conocer el miedo.

Iván tenía quince años. Quince años. Era apenas un niño jugando a ser general, enfrentándose a hombres curtidos por décadas de guerra. Su juventud era un grito silencioso en medio de aquella locura; cada decisión que tomaba pesaba el doble, porque sabía que ningún otro líder en su posición cargaría con las mismas miradas llenas de duda que él enfrentaba a diario. Sus propios comandantes evitaban desafiarlo abiertamente, pero la verdad estaba clara en sus rostros: no confiaban en él por completo. Y, ¿cómo culparlos? Apenas había logrado mantener a la mitad de sus fuerzas en pie. Cada ataque de las fuerzas de élite de Zanzíbar y los temidos Ejércitos de Sangre Real de Stirba era como un martillo cayendo sobre cristal, astillando lenta y dolorosamente lo poco que quedaba de su ejército.

La moral de sus hombres era un naufragio en cámara lenta. Podía verlo en sus ojos, en la forma en que cargaban sus armas, en los suspiros que parecían pesar toneladas. Había mentido descaradamente, con palabras llenas de falsa convicción, diciendo que tenía un plan maestro, asegurándoles que pronto revelaría una estrategia que cambiaría el curso de la batalla. Pero en el fondo de su alma sabía que aquello era una mentira desesperada, un intento vano de mantener las grietas de su ejército selladas un poco más. La verdad era que no tenía nada, ni un plan, ni una esperanza concreta. Solo quedaba su determinación, un escudo frágil contra el inmenso vacío que amenazaba con devorarlo.

El aire parecía más pesado a cada segundo, cargado de polvo, miedo y la inevitable certeza de la derrota. Pero no podía dejar que lo vieran caer. Aunque estuviera gritando internamente, aunque cada fibra de su ser quisiera dejarse llevar por el terror que lo abrazaba, debía mantenerse firme. Sus hombres lo necesitaban, aunque fuera una mentira. En sus ojos, él todavía era el pilar, el último bastión entre la supervivencia y la aniquilación. Y eso era lo que más lo destruía.

A lo lejos, las tropas de Zanzíbar rugían con una fuerza renovada, sus voces uniéndose en un estruendo que reverberaba en la tierra como un tambor de guerra. Una figura destacaba entre la imponente Guardia de Oro, la élite que protegía no solo a los nobles del ducado, sino también su orgullo y leyenda. Avanzaba con un porte regio que no correspondía a su juventud, su armadura dorada decorada con intrincados grabados negros reluciendo bajo el sol naciente como si fuera forjada por los mismos dioses. Iván contuvo el aliento, sus ojos clavados en aquella figura que parecía dominar el campo con su sola presencia. No necesitó confirmarlo dos veces; sabía exactamente quién era: Caelan Maenon, el heredero de Zanzíbar.

El choque de emociones fue inmediato y visceral. Caelan, al igual que él, era apenas un muchacho. De hecho, tenían la misma edad, algo que debería haberlo reconfortado, pero en lugar de ello lo llenó de una amarga sensación de inferioridad. Iván había oído los rumores, los relatos glorificados de aquel joven prodigio que empuñaba la alabarda como si fuera una extensión de su propio cuerpo, pero siempre había querido creer que no eran más que exageraciones. Ahora, viéndolo allí, irradiando una serenidad casi sobrehumana en medio de la vorágine, supo que todos aquellos cuentos eran verdad... y quizás se habían quedado cortos.

El joven heredero era un enigma. A pesar de ser un novato en la guerra, igual que Iván, su aura no tenía fisuras, su confianza no mostraba grietas. Había algo perturbador en esa calma, como si para Caelan esta no fuera una batalla real, sino un ensayo, un juego que ya sabía que ganaría. A su alrededor, la Guardia de Oro, con su disciplina impecable y su reluciente armadura, lo seguía con la devoción que solo se reserva para los grandes líderes. Cada movimiento de Caelan, incluso al paso lento, exudaba control absoluto, como si él mismo dictara el ritmo de los acontecimientos.

Iván sintió un nudo en el estómago mientras su mente lo traicionaba, comparándolo una y otra vez con aquel joven adversario. Era imposible no verlo como un espejo distorsionado: lo que Caelan representaba, lo que simbolizaba para sus tropas, era exactamente lo que Iván necesitaba ser para las suyas. Pero mientras que Caelan inspiraba confianza y fervor, Iván sentía que apenas contenía un naufragio. Era como si la figura dorada al otro lado del campo reflejara todo lo que él no era, todo lo que no podía ser. "No era suficiente". Esa frase resonó como un eco cruel en su mente.

Y, sin embargo, mientras la desesperación lo envolvía, algo comenzó a germinar en su interior: una chispa, un destello fugaz de determinación. Su mente, hasta entonces paralizada por el abrumador peso de la situación, empezó a funcionar nuevamente, trazando un plan tan temerario como desesperado. Tal vez, solo tal vez, esta era su oportunidad. Si lograba enfrentarse a Caelan, no como general, sino como igual, como guerrero, podría cambiarlo todo. El ejército enemigo estaba motivado por la presencia de su heredero; derrotarlo no sería solo una victoria táctica, sino un golpe devastador para su moral.

Iván apretó los dientes con tanta fuerza que sintió un leve dolor. No podía permitirse pensar en el fracaso, no ahora. Si lograba esto, si conseguía derribar a aquel joven que parecía invencible, no solo demostraría su valía ante sus hombres, sino que les devolvería la fe, el propósito. Podría transformar la desesperación en furia, la resignación en determinación.

Su mirada recorrió rápidamente sus propias filas, buscando a los Legionarios de las Sombras, su guardia personal de élite, los guerreros más leales y mejor entrenados de Zusian. Ellos eran el último baluarte, aquellos en los que podía confiar incluso en los momentos más oscuros. Sabía que su mera presencia daba a sus tropas regulares un resquicio de esperanza, un recordatorio de que, aunque todo pareciera perdido, aún había algo que los enemigos de Zasian debían temer. Si lograba inspirar a los Legionarios, el resto del ejército podría seguir su ejemplo.

El sol continuaba su ascenso, bañando el campo de batalla con un brillo que parecía burlarse de la oscuridad que se cernía sobre ambos bandos. Y mientras Iván daba las órdenes necesarias para ejecutar su osado plan, no pudo evitar un pensamiento fugaz, casi infantil: "¿Cómo podía alguien tan joven, tan igual a mí, parecer tan diferente, tan perfecto?".

La respuesta no importaba. Lo único que importaba era lo que sucedería cuando ambos colisionaran, cuando dos jóvenes, dos espejos rotos de un mismo destino, se enfrentaran para decidir el futuro de miles.

Iván detuvo a Eclipse en lo alto de la colina, con su figura recortada contra el amanecer como si fuera esculpida por los mismos dioses. Su alabarda, alzada hacia el cielo, destellaba con una intensidad que parecía dividir las sombras del mundo. Los hombres a su alrededor guardaron silencio; no era la quietud del miedo, sino una pausa cargada de expectación, como si el aire mismo esperara las palabras que cambiarían su destino. Iván habló, y su voz resonó con una firmeza que contradecía su edad, con una profundidad que parecía arrancada de las entrañas de la guerra misma.

—¡Sé lo que muchos piensan!

Su voz cortó el aire, implacable y fría, como el filo de un cuchillo. Los soldados más cercanos giraron sus cabezas, sorprendidos por el tono abrasador que nunca antes habían escuchado de su joven líder. Cada palabra era un dardo envenenado que no se dirigía a un enemigo, sino a sus propios hombres, a sus miedos y dudas.

—¡Ese maldito mocoso no dirige! ¡Ese mocoso solo sabe mirar desde la vanguardia, sin ensuciarse las manos! ¡Ese no es el hijo del Lobo Sangriento, solo es un cachorro que juega a la guerra!

El eco de esas palabras atravesó las filas como un relámpago. Los hombres se tensaron, sintiendo cómo las verdades que habían susurrado en privado eran arrancadas de sus gargantas y expuestas al sol. Pero Iván no les dio tiempo para hundirse en su vergüenza.

—¡Eso se acabó hoy!

Espoleó a Eclipse, y el caballo lanzó un relincho que resonó como un trueno, un sonido que hizo vibrar el suelo bajo sus pies. Los ojos de Iván, azules y fríos como el hielo más antiguo, barrieron el ejército como una marea helada. Esos ojos no eran los de un muchacho. No contenían la furia ardiente de un conquistador, ni la paz solemne de un unificador. En ellos había algo más oscuro, más embriagador. Era una promesa de inevitabilidad, una certeza que helaba la sangre pero que al mismo tiempo encendía algo profundo en el alma de sus hombres.

Aquellos ojos no solo inspiraban; paralizaban. Eran abrumadores, como mirar a través de un abismo que devolvía la mirada, que ofrecía no consuelo, sino la fuerza para enfrentarlo todo. Los hombres más fieros temblaron al cruzar sus miradas con él, pero no por miedo; era otra cosa. Un magnetismo inquietante, un carisma que parecía surgir de las sombras mismas de su alma.

—¡Hoy no hay retirada! ¡Hoy no hay dudas! ¡Hoy les demostraré que este cachorro tiene colmillos! ¡Vanguardia, carguen!

Con un gesto firme, Iván alzó la alabarda, y el sol la transformó en un estallido de luz. Fue como si el campo entero hubiera contenido el aliento hasta ese momento, como si todas las energías reprimidas explotaran en un solo rugido. Un rugido que no era solo un grito de guerra, sino una declaración de fe.

Los estandartes de Zusian ondearon con fuerza renovada, el lobo dorado sobre el fondo negro parecía cobrar vida, danzando en el viento como un presagio de destrucción y victoria. La marea del ejército comenzó a moverse, lenta al principio, como si despertaran de un largo sueño, y luego con una fuerza imparable.

A la cabeza de todo, avanzaban los Legionarios de las Sombras, la guardia personal de Iván. Sus armaduras negras como la noche absorbían la luz del sol, con adornos dorados que parecían latir con una energía espectral. Marchaban en silencio, sus movimientos coordinados y precisos, como si fueran una máquina de guerra perfecta. Cada paso que daban parecía retumbar en el corazón de los soldados enemigos que los observaban desde la distancia. Eran más que hombres; eran una manifestación de la voluntad de su líder, una fuerza oscura e imparable.

Tras ellos, los Legionarios de Hierro comenzaron a avanzar, golpeando sus escudos al unísono, creando un estruendo que creció hasta llenar el aire como un trueno. Ese sonido no era solo intimidación; era la promesa de que el ejército de Zusian no se quebraría, no retrocedería, no caería.

Iván, en lo alto de su montura, era el eje de todo. Cada movimiento suyo, cada palabra, resonaba en el alma de sus hombres. Sus soldados no solo lo seguían; lo veneraban. En ese momento, él no era solo un general. Era una idea, una fuerza de la naturaleza, el símbolo de una nación que no conocía la derrota.

El ejército avanzó como una tormenta desatada, y los enemigos comenzaron a retroceder incluso antes de que el primer golpe fuera dado. Porque en ese momento, no estaban enfrentándose a hombres, sino al peso de la voluntad de Iván, una fuerza capaz de partir montañas y cambiar el curso del destino. Iván, al frente, encabezó la carga montado sobre Eclipse, su figura oscura destacando contra el amanecer como un presagio de muerte. Su alabarda, alzada en alto, brillaba con un destello espectral, como si el arma misma anhelara saciar su sed de sangre.

Mientras la vanguardia de los Legionarios de las Sombras avanzaba como una flecha negra, desde los flancos comenzaron a surgir amenazas mayores. Darien Vareth, el primer general de Zanzíbar, dirigía una columna de caballería pesada desde el oeste, mientras que Kaelric Vardros, el general personal del duque Maximiliano de Stirba, encabezaba una carga paralela desde el este. Ambos comandantes eran guerreros legendarios, conocidos por su fuerza bruta y su implacable ferocidad en combate. Su objetivo era claro: rodear a Iván y aplastar su centro.

Pero Iván había previsto este movimiento. Antes de que Darien y Kaelric pudieran cerrar el cerco, los jinetes pesados de elite de Zusian se lanzaron hacia ellos, cortando su avance con precisión quirúrgica. Estos guerreros, envueltos en armaduras negras con detalles dorados y escarlatas, parecían tan imponentes como los Legionarios de las Sombras, y su habilidad no era menos letal. Sus alabardas y jabalinas chocaron contra las filas enemigas con una fuerza descomunal, ralentizando significativamente el avance de ambos generales.

Darien, montado en su enorme caballo de guerra, blandía un martillo de batalla que podía aplastar hombres y caballos con un solo golpe. Cada movimiento suyo era devastador, partiendo escudos y desmoronando defensas. Sin embargo, los jinetes de Zusian no retrocedían; por el contrario, se lanzaban contra él con una ferocidad que lo obligaba a mantenerse en constante movimiento, evitando ser atrapado.

En el otro flanco, Kaelric Vardros luchaba con la misma intensidad. Con una espada ancha que parecía un fragmento de acero arrancado de una montaña, cortaba a través de las filas con brutal eficacia. Su caballo, entrenado para el caos de la guerra, embestía y pateaba con una violencia que derribaba a los soldados Zusianos más cercanos. Sin embargo, los jinetes pesados de Zusian luchaban como si fueran demonios desatados, enfrentando a Kaelric y sus hombres sin ceder terreno.

Mientras tanto, en el centro, el verdadero choque se desataba. Los Legionarios de las Sombras, la élite imbatible, irrumpieron en las líneas enemigas como una cuchilla atravesando carne. Sus alabardas brillaban con cada golpe, destrozando armaduras, caballos y hombres con una facilidad aterradora. Cada legionario era una tormenta individual, cortando, apuñalando y aplastando sin detenerse. El suelo bajo ellos se volvió un pantano de sangre, vísceras y miembros cercenados.

Iván, liderando desde el corazón del combate, era una visión apocalíptica. Su alabarda giraba en amplios arcos, partiendo a los enemigos en dos con una fuerza sobrehumana. Un jinete enemigo intentó enfrentarlo directamente, lanzando una estocada con su lanza, pero Iván la desvió con un golpe rápido y luego contraatacó, hundiendo el filo de su alabarda en el pecho del hombre y lanzándolo volando de su montura. Eclipse, su caballo, pateaba y pisoteaba a los soldados caídos, convirtiendo el campo de batalla en un infierno viviente.

Los estandartes de Zusian, ondeando con los lobos dorados sobre un fondo negro, se alzaban como símbolos de esperanza para sus hombres y de desesperación para sus enemigos. La batalla era brutal y cruda, un espectáculo de fuerza y estrategia que sacudía la tierra misma.

El campo de batalla era un abismo de caos, sangre y acero. Los flancos rugían con el sonido de caballos en estampida, el estruendo de armas chocando y los gritos de hombres enfrentándose a la muerte. Aunque Darien y Kaelric intentaban desesperadamente abrirse camino con sus fuerzas combinadas, la línea de defensa de Zusian no cedía. Los jinetes de élite, curtidos en las batallas más crueles, luchaban con precisión quirúrgica, frustrando los intentos de flanqueo con maniobras audaces y contraataques devastadores.

En el centro, el choque era una masacre pura. Los cadáveres se apilaban, formando auténticas barreras de carne y hueso que dificultaban el movimiento de hombres y caballos. Los Legionarios de las Sombras, la élite de élites, avanzaban como un torbellino oscuro, aplastando cualquier intento de reorganización por parte del enemigo. Sus armas parecían tener vida propia, destellando con cada corte, golpe o estocada.

Iván, en medio de todo, lideraba con una ferocidad implacable. Eclipse, su corcel negro, se movía con agilidad sobrenatural entre los restos de la batalla, mientras la alabarda de Iván trazaba arcos mortales, partiendo enemigos con una facilidad aterradora. Cada movimiento suyo era un recordatorio de por qué Zusian era temido: la voluntad de su líder era indomable, un faro para sus hombres y una sentencia de muerte para sus enemigos.

De pronto, el equilibrio de la batalla comenzó a inclinarse. Desde el flanco derecho, Darien Vareth, a la cabeza de la carga de Zanzíbar, seguía siendo una fuerza imparable. Su martillo de guerra golpeaba con la fuerza de un alud, derribando tanto hombres como caballos en un solo movimiento. Sin embargo, su avance era continuamente ralentizado por la feroz resistencia de los jinetes Zusianos, que lo rodeaban y atacaban en oleadas coordinadas.

—¡Empujen! —rugió Darien, girando su martillo para bloquear un ataque que habría decapitado a su caballo. Su voz resonaba como un trueno, infundiendo valor en sus hombres mientras seguía liderando desde el frente.

En el otro flanco, Kaelric Vardros lideraba con igual ferocidad. Sus cortes amplios y precisos con la espada ancha parecían tallar un camino a través del ejército enemigo. Pero los refuerzos Zusianos, comandados por los capitanes de la caballería pesada, estaban comenzando a presionar.

Y entonces, llegaron los refuerzos que cambiarían el curso de la batalla.

Desde el flanco derecho, una figura colosal apareció en medio de la polvareda: Otón, la mano izquierda de Lucan, un gigante envuelto en una armadura negra tachonada con remaches de acero. Su martillo de guerra, una herramienta de destrucción masiva, destellaba al sol mientras cargaba a la cabeza de una nueva ola de caballería pesada. Con un solo golpe, barrió a dos jinetes enemigos y deshizo sus filas como si fueran de papel.

—¡Conmigo, hijos de Zusian! —rugió Otón, su voz tan profunda que parecía surgir de las entrañas de la tierra. Su carga fue implacable, forzando a las fuerzas de Darien a retroceder y retomando el flanco derecho con un aluvión de golpes devastadores.

En el flanco izquierdo, una figura igualmente imponente emergió: Aldric, capitán de los Desolladores Carmesí y mano derecha del más brutal general de Stirba. Armado con un hacha de guerra de doble filo, Aldric comandaba a su regimiento con una mezcla de precisión y crueldad. Cada tajo de su hacha arrancaba vidas y debilitaba la moral enemiga. Con la llegada de sus refuerzos, las fuerzas de Kaelric comenzaron a tambalearse, perdiendo terreno ante la ofensiva renovada de los soldados de Zusian.

Iván respiró con algo de alivio al ver los flancos estabilizados, pero ese momento fue breve. En el centro, los Legionarios de las Sombras habían avanzado demasiado rápido, rompiendo las primeras filas de las fuerzas combinadas de Stirba y Zanzíbar, pero quedando expuestos. Iván comprendió demasiado tarde: era una trampa. Dos unidades enemigas surgieron desde los flancos, intentando rodearlo a él y a los Legionarios.

Antes de que pudiera reaccionar, dos sombras negras surgieron como relámpagos en la tormenta. Desde el flanco derecho, una gigantesca hacha de guerra partió en dos a los soldados enemigos que se lanzaban hacia Iván. Del otro lado, una alabarda giró con precisión letal, cortando a los hombres y caballos enemigos como si fueran papel. Varkath, comandante de los Legionarios de las Sombras, apareció con los demás Legionarios de las sombras y con una voz como un trueno, dio órdenes:

—¡Rodeen a Su Gracia y protéjanlo! —rugió Varkath, su mirada helada fija en Iván—. Si este es su plan, debió avisarnos antes. Apenas tuvimos tiempo de reorganizar a las tropas.

Iván, aún jadeando por el esfuerzo del combate, intentó responder:

—Perdón, no pensé que...

—No es momento de disculpas, muchacho, —interrumpió Varkath con firmeza—. ¡Dirige este desastre antes de que nos consuma!

En ese momento, otra figura se acercó, despachando enemigos con facilidad casi insultante. Ulfric, el maestro de Iván, con su cabello rojizo manchado de sangre, llegó al lado de su pupilo, sonriendo incluso en medio del caos.

—¿No te enseñé a no lanzarte al frente como un novato? —dijo con un tono burlón mientras cortaba a un soldado enemigo en dos.

—Pero esto era lo que necesitábamos para avivar el fuego, —añadió, su voz teñida de emoción contenida—. Pero si tu objetivo es ese mocoso dorado que apareció en el centro, guarda tus fuerzas. No sabemos qué tan bueno es.

Mientras hablaba, Ulfric giró su hachs, señalando a los refuerzos que se aproximaban.

—¡Infantería y jinetes, avancen! ¡Necesitamos contener esta línea antes de que ellos nos flanqueen por completo!

Iván se enderezó en su montura, su figura oscura y ensangrentada destacando en medio del caos absoluto. Su mirada de hielo recorrió el campo de batalla, absorbiendo cada detalle con una precisión quirúrgica. La trampa enemiga era evidente ahora, pero no sería suficiente para quebrar la voluntad de Zusian. Mientras Eclipse se movía inquieto bajo él, Iván sintió cómo una idea comenzaba a tomar forma en su mente, una estrategia arriesgada que podría decidir el destino de esta guerra.

Si lograba abatir a Caelan, todo cambiaría para mañana, con su ejército descabezado y desmoralizado, Zusian tendría la victoria en sus manos. Pero si fallaba, si la muerte lo alcanzaba antes, el destino de todos sus hombres quedaría sellado. Era un riesgo que estaba dispuesto a tomar. 

Llamó a los portaestandartes, a los cuernos y a los tambores, ordenando que el sonido se propagara como un trueno por todo el campo. El eco de los tambores de guerra llenó el aire, un ritmo profundo y constante que sincronizaba el latido de cada soldado con el de su líder. Las órdenes de Iván eran claras y despiadadas: eliminar a todos los capitanes y comandantes enemigos. Decapitarlos, en el sentido más literal, sería su salvación. Matar a los líderes rompería la coordinación enemiga y sembraría el caos en sus filas tanto hoy como mañana.

Mientras los tambores retumbaban y las banderas de Zusian ondeaban con fuerza renovada, Iván levantó su alabarda hacia el cielo. El filo, ya teñido con la sangre de innumerables enemigos, reflejaba un destello carmesí bajo la luz del amanecer. Con un rugido que parecía nacer de las entrañas mismas de la tierra, espoleó a Eclipse y cargó hacia el corazón de las filas enemigas, donde Caelan avanzaba hacia él, montado en su corcel blanco como la nieve con una hermosa barda dorada.

El campo de batalla explotó en un caos renovado. 

Los Legionarios de las Sombras, testigos de la carga de su líder, redoblaron sus esfuerzos con una ferocidad inhumana. Sus alabardas brillaban como guadañas infernales mientras cortaban a través de hombres y caballos por igual. Cada golpe era un espectáculo de fuerza descomunal: los cuerpos eran lanzados al aire, despedazados como si fueran muñecos de trapo, las armaduras eran perforadas como si estuvieran hechas de papel, y la sangre llovía en torrentes. Los gritos de los moribundos se mezclaban con el sonido de los cascos y las armas, creando una sinfonía macabra.

Iván era un huracán de destrucción en el centro del caos. Su alabarda giraba con precisión letal, partiendo a sus enemigos en dos, desmembrando y aplastando con una brutalidad aterradora. Un soldado enemigo, temerario o desesperado, intentó embestirlo con una partesana; Iván la desvió con un golpe seco, y con un arco amplio de su arma, cortó al hombre en dos desde el hombro hasta la cadera. La sangre salpicó a su yelmo, pero él no se inmutó. 

Un jinete enemigo trató de atacarlo desde un costado, su espada apuntando al corazón de Iván. Eclipse, con una inteligencia casi sobrenatural, giró en el último momento, permitiendo que Iván hundiera su alabarda en el cuello del caballo enemigo. El animal cayó pesadamente, aplastando al jinete bajo su peso. Sin detenerse, Iván lanzó un grito que resonó como un trueno. 

—¡Zusian, conmigo! ¡Aplasten a estos hijos de puta!

Los Legionarios respondieron con un rugido colectivo, un sonido que heló la sangre de los soldados enemigos. El avance de Zusian era imparable. Las filas enemigas se rompían bajo la presión, pero los soldados de Stirba y Zanzíbar no retrocedían; su resistencia desesperada añadía una crudeza brutal al combate. 

Desde el flanco derecho, los hombres de Darien Vareth avanzaban con una furia que parecía imparable. El gigantesco general blandía su martillo de guerra con una habilidad devastadora, partiendo hombres y caballos con cada golpe. Pero entonces, apareció Otón liderando una contraofensiva. Su martillo de guerra chocó contra el de Darien en un impacto que hizo temblar el suelo, lanzando una onda de choque que derribó a los soldados cercanos.

En el flanco izquierdo, Kaelric Vardros seguía luchando con una ferocidad implacable. Su espada ancha cortaba a través de los soldados Zusianos, abriendo caminos de sangre y muerte. Pero los refuerzos Zusianos, liderados por Aldric y sus Desolladores Carmesí, comenzaron a empujar con igual brutalidad. Aldric, con su hacha de guerra de doble filo, derribaba enemigos con una eficiencia aterradora, partiendo a los hombres en mitades desgarradas.

Mientras los flancos rugían con el estruendo de armas y gritos, el centro era un abismo de caos puro. Los cuerpos se apilaban como montañas sangrientas, y el suelo era un lodazal de barro, vísceras y sangre. Los Legionarios de las Sombras avanzaban implacables, cada hombre una tormenta individual. Sus golpes enviaban cuerpos volando, sus alabardas destrozaban escudos y armaduras con una facilidad que desafiaba la lógica. 

Iván avanzaba hacia Caelan, abriendo un camino de destrucción. Eclipse se movía como una sombra, esquivando ataques y aplastando a los enemigos caídos bajo sus cascos. A medida que se acercaba, el joven general dorado se destacó entre sus hombres, brillando como un faro en medio del caos. Caelan levanto su alabarda, un arma adornada con runas que parecían brillar con una energía sobrenatural.

Los ojos dorados de Caelan se encontraron con los gélidos y penetrantes ojos azules de Iván, dos voluntades inquebrantables chocando incluso antes de que sus armas lo hicieran. Por un instante eterno, el mundo pareció detenerse. La tormenta de gritos, acero y muerte que envolvía el campo de batalla quedó en segundo plano, eclipsada por la tensión entre los dos herederos. Sus monturas, imponentes corceles cubiertos con pesadas bardas de placas, resoplaban con violencia, como si también sintieran la magnitud del enfrentamiento.

Sin una palabra, como si el odio mutuo fuera un lenguaje universal, ambos espolearon a sus caballos y se lanzaron el uno contra el otro. Los cascos de los animales golpeaban el suelo con una fuerza que hacía temblar la tierra, cada paso un presagio de la colisión que estaba por venir.

El primer choque fue cataclísmico. Las alabardas se encontraron en el aire con un estruendo ensordecedor, el impacto generando una onda de viento que todos los soldados que tuvieron la desgracia de estar demasiado cerca sintió un leve empujón. Las chispas volaron como relámpagos, iluminando los yelmos ensangrentados de los combatientes. Caelan mostró una habilidad impecable, girando su alabarda con una precisión letal mientras su corcel, blanco como la nieve y cubierto por una barda dorada, se movía con la gracia de un depredador. Iván, por su parte, era una fuerza mas bruta pero no sin falta de habilidad. Sus ataques eran devastadores, sus golpes capaces de partir el acero enemigo como si fuera madera podrida. Eclipse, su caballo, era un monstruo blindado que arremetía con furia, embistiendo con su pecho a los enemigos que se atrevían a interponerse en su camino.

Ambos guerreros se movían con la precisión y el instinto de años de entrenamientos para ser lo que sus pueblos necesitaban, guerreros. Iván lanzó un golpe horizontal, su alabarda silbando en el aire mientras apuntaba al torso de Caelan. Este bloqueó el ataque con un giro rápido de su arma, desviando la hoja con tal fuerza que las chispas iluminaban el espacio entre ellos. Antes de que Iván pudiera recuperar el equilibrio, Caelan contraatacó, su alabarda trazando un arco hacia la cabeza de Iván. Eclipse giró en el último momento, permitiendo que Iván esquivara el golpe por escasos milímetros, la hoja pasando tan cerca que rasgó una de las ornamentaciones de su yelmo.

El combate individual era un espectáculo de destreza y brutalidad. Iván, aunque menos refinado que Caelan, compensaba con una fuerza que superaba a su oponente. Cada uno de sus ataques era como un martillo de guerra, obligando a Caelan a redirigir constantemente su energía hacia la defensa. Pero Caelan, con una técnica impecable y una velocidad que desmentía la pesada armadura que llevaba, demostraba por qué era llamado un genio. Su alabarda giraba y cortaba con una elegancia mortal, buscando siempre los puntos débiles en la defensa de Iván.

Ambos hombres luchaban desde lo alto de sus monturas, pero sus caballos también eran una extensión de su ferocidad. Eclipse arremetió con una coz brutal, golpeando a un soldado enemigo que intentaba intervenir y enviándolo volando por el aire como si fuera un muñeco de trapo. El corcel de Caelan, por su parte, se lanzó hacia Iván con un movimiento agresivo, su armadura golpeando contra Eclipse. Los dos animales se enzarzaron en una breve lucha, golpeándose con los cascos y empujándose con sus enormes cuerpos blindados.

A medida que el duelo continuaba, las fuerzas de ambos ejércitos también se enfrentaban en una carnicería sin igual. Los Legionarios de las Sombras, envueltos en armaduras negras como la noche, se lanzaron contra los Guardias de Oro con una ferocidad imparable. Las alabardas de los Legionarios eran herramientas de destrucción absoluta, despedazando a los Guardias y lanzando sus cuerpos por los aires. Pero los Guardias de Oro, aunque superados en fuerza, demostraron ser combatientes excepcionales. Con una disciplina implacable, formaron un muro de partesanas caso interminable resistiendo las embestidas de los Legionarios y devolviendo golpe por golpe.

El choque entre estas élites era una danza de muerte. Un Legionario cortó a través del yelmo de un Guardia con tal fuerza que la hoja se hundió hasta la mitad del pecho. Otro Guardia, armado con una partesana dorada, empaló a un Legionario y lo levantó del caballo, dejando que el cadáver resbalara lentamente por el asta. La sangre llovía en todas direcciones, manchando el suelo y las armaduras. Los gritos de los moribundos se mezclaban con los rugidos de los vencedores, creando una sinfonía macabra que llenaba el aire.

Mientras tanto, Iván y Caelan continuaban su feroz enfrentamiento, cada golpe de sus alabardas resonando como el choque de dos mundos en colisión. El acero rasgaba el aire con un silbido mortal, y cada impacto enviaba destellos que iluminaban los rostros ensangrentados de los combatientes a su alrededor. Ambos cabalgaban como si fueran extensiones de sus monturas, sus movimientos sincronizados con la precisión de guerreros que habían nacido para la guerra.

Iván se levantó en los estribos de Eclipse, su alabarda describiendo un arco devastador que apuntaba al torso de Caelan. Este último giró su montura en el último momento, bloqueando con su propia alabarda en un ángulo perfecto. El impacto fue tan brutal que ambos caballos retrocedieron, resoplando con furia mientras sus cascos levantaban nubes de polvo y sangre. Iván aprovechó el momento para lanzar un golpe descendente que parecía destinado a partir a Caelan en dos. Pero el prodigio dorado, con una velocidad inhumana, inclinó su cuerpo hacia un lado, dejando que el filo pasara a escasos milímetros de su hombro antes de contraatacar con una estocada rápida que obligó a Iván a retroceder.

Los dos hombres danzaban en un combate que era a la vez salvaje y elegante. Iván, con su fuerza abrumadora, lanzaba golpes capaces de partir armaduras y enviar a sus enemigos volando como muñecos rotos. Cada movimiento suyo era un alarde de poder bruto, como si la tierra misma temblara bajo el peso de su furia. Caelan, por otro lado, era la encarnación de la técnica pura. Sus ataques eran precisos, calculados, siempre buscando un punto débil en la defensa de Iván. Si uno era una tormenta indomable, el otro era un rayo letal que sabía exactamente dónde golpear.

La batalla a su alrededor era un espejo de su duelo, una masacre sin igual donde millones de soldados luchaban y morían en un mar de sangre. Los Legionarios de Hierro, vestidos con armaduras negras que parecían absorber la luz, cargaban con una ferocidad casi animal. Sus armas eran herramientas de carnicería, despedazando a los enemigos con cada golpe. Pero los soldados de los ejércitos de Sangre Real y los de las unidades de elite de los ejércitos del Sol Áureo no eran menos formidables. A pesar de ser superados en fuerza, su disciplina y números era abrumadora. Formaban filas apretadas, escudos levantados y armas listas, resistiendo las embestidas de los Legionarios con una determinación suicida. Un regimiento, lanzo un grito de rabia, y una lluvia de lanza con tal precisión que atravesó a varios Legionarios de un solo golpe antes de desenvainar su espada y lanzarse al combate cuerpo a cuerpo.

El suelo estaba alfombrado de cadáveres, una mezcla indistinguible de aliados y enemigos. La sangre formaba charcos que salpicaban con cada paso, y las entrañas de los caídos servían como recordatorio de la brutalidad de la guerra. Los gritos de los heridos se mezclaban con el ruido ensordecedor de las armas, creando una cacofonía infernal que parecía no tener fin.

Iván y Caelan continuaban su duelo, ajenos al caos que los rodeaba. En un momento de furia, Iván descargó un golpe lateral con tal fuerza que la alabarda de Caelan se desvió, dejando una abertura momentánea. Aprovechando la oportunidad, Iván lanzó una embestida con Eclipse, el caballo chocando contra la montura de Caelan con la fuerza de una tormenta desatada. El impacto hizo que ambos caballos se tambalearan, pero Caelan, mostrando una agilidad asombrosa, giró sobre la silla y lanzó un contragolpe que obligó a Iván a inclinarse hacia atrás para esquivarlo.

A pesar de su técnica impecable, Caelan no podía ignorar la fuerza bruta de Iván. Cada golpe del heredero de Zusian era como el rugido de un volcán, su alabarda destrozando todo a su paso. Un soldado enemigo que se atrevió a acercarse fue golpeado por un barrido de Iván y salió volando como una muñeca de trapo, aterrizando con un crujido que resonó incluso en medio del caos. Caelan, aunque ligeramente superior en técnica, empezaba a sentir la presión del combate. Su respiración se volvía más pesada, y el sudor corría por su frente mientras bloqueaba un golpe tras otro, cada uno más poderoso que el anterior.

El duelo era un espectáculo que paralizaba a los soldados cercanos, quienes, por un breve instante, olvidaban sus propios combates para observar a los dos herederos. Pero la batalla no se detenía. Los Legionarios seguían avanzando, sus gritos de guerra resonando como un trueno. Uno de ellos, un coloso de casi dos metros, alzó su alabarda y partió a un Guardia de Oro en dos, su cuerpo cayendo en pedazos mientras la sangre llovía sobre sus compañeros. Los Guardias, lejos de retroceder, redoblaron sus esfuerzos, empujando con sus partesanas en golpes precisos que encontraban su marca con aterradora efectividad.

Mientras tanto, Iván y Caelan seguían enfrascados en un duelo que parecía arrancado de las leyendas más oscuras. Sus alabardas chocaban una y otra vez con una violencia que hacía vibrar el aire, como si la misma tierra temiera desmoronarse bajo el peso de su combate. Iván descargaba golpes con una fuerza que deformaba el metal y hacía añicos los huesos de quienes osaban interponerse. Caelan, por su parte, se movía con una agilidad casi sobrenatural, su técnica impecable desviando los ataques que habrían partido en dos a cualquier otro guerrero.

Los cascos de los caballos resonaban en el suelo empapado de sangre, mientras Eclipse y la imponente montura de Caelan chocaban y retrocedían como bestias salvajes luchando por la supremacía. Iván, con un rugido que resonó por encima del caos, levantó su alabarda y la descargó con toda la furia que su cuerpo era capaz de reunir. Caelan bloqueó a tiempo, pero el impacto fue tan colosal que su caballo se tambaleó, retrocediendo varios pasos mientras Caelan luchaba por mantener el equilibrio.

Ambos guerreros respiraban con dificultad, sus armaduras de placas pesadas cubiertas de cortes, abolladuras y la sangre de amigos y enemigos por igual. Iván espoleó a Eclipse, lanzando una nueva embestida. Su alabarda describió un arco devastador que cortó el aire con un silbido mortal. Caelan esquivó por milímetros, inclinando su cuerpo hacia atrás con una destreza que habría parecido imposible para cualquier otro hombre, y respondió con un golpe ascendente que buscó la garganta de Iván. Este giró su arma justo a tiempo, desviando la hoja con un estruendo ensordecedor.

A su alrededor, el campo de batalla era un hervidero de muerte y destrucción que con cada segundo que pasaba aumentaba en intensidad. Los Legionarios de Hierro, con sus armaduras negras y corazones encendidos por la sed de venganza, cargaban sin descanso. Sus armas, diseñadas para destrozar tanto carne como acero, caían sobre los soldados de Striba y Zanzíbar con una ferocidad que sólo los desesperados podían igualar. Un Legionario tomó a un enemigo por el cuello y, con un movimiento brutal, lo arrojó contra un grupo de soldados, derribándolos como si fueran muñecos de paja. Pero los soldados de élite de Striba y Zanzíbar no eran menos terribles. Con gritos de odio, formaban barricadas humanas, clavaban sus armas en las brechas y defendían cada palmo de terreno con una determinación suicida. Uno de ellos, con el rostro manchado de sangre y una mirada llena de furia, saltó sobre un Legionario y hundió su espada repetidamente en su cuello, incluso cuando el otro ya había caído muerto.

La batalla era un torbellino de muerte y caos, un escenario donde los gritos de los heridos y los estallidos de armas se mezclaban con el sonido de los cascos de los caballos y el crujir de los huesos rotos. Los cuerpos se amontonaban en el suelo, convirtiéndolo en un lodazal donde la sangre corría en riachuelos y el hedor de la muerte impregnaba cada respiro.

En el centro de todo, Iván y Caelan seguían luchando, sus movimientos una mezcla de fuerza descomunal y habilidad refinada. Con un rugido, Iván giró sobre los estribos y lanzó un golpe lateral que impactó en el escudo de Caelan con tal fuerza que lo partió en dos, las astillas volando como metralla. Aprovechando la abertura, Iván espoleó a Eclipse para cargar directamente contra Caelan. La embestida fue brutal, como si un muro de acero chocara contra otro. Caelan perdió el equilibrio y cayó de su caballo, rodando por el suelo mientras su armadura resonaba con el impacto.

Iván no perdió tiempo. Saltó de su montura, aterrizando con un estruendo que sacudió el suelo. Avanzó hacia Caelan con pasos pesados, su alabarda brillando con una luz mortal bajo el sol ennegrecido por el humo de la batalla. Caelan, herido pero no vencido, se incorporó con una rapidez asombrosa, empuñando su alabarda con ambas manos. Sus ojos dorados brillaban con una mezcla de rabia y determinación, como un lobo acorralado dispuesto a luchar hasta su último aliento.

Ambos se lanzaron de nuevo, sus monturas rugiendo como tormentas vivas mientras el impacto de sus armas resonaba como un trueno en medio del caos. Cada golpe entre Iván y Caelan no era solo un intercambio de fuerza, sino un choque de voluntades indomables. La alabarda de Iván, llevada por una fuerza titánica, cortó el aire y golpeó con una violencia que habría destrozado cualquier defensa más débil. Caelan, con su agilidad casi sobrehumana, esquivaba y devolvía los ataques con precisión quirúrgica, su alabarda buscando constantemente un punto débil en la armadura del heredero de Zusian.

El campo de batalla alrededor era una visión de pesadilla. Soldados aplastados bajo las pisadas de caballos, cuerpos despedazados por armas que no perdonaban, gritos desgarradores mezclados con el rugido de los cuernos y tambores que intentaban ordenar el caos. El suelo, empapado de sangre, ofrecía poco agarre, y las armaduras brillaban por los fluidos que no les pertenecían. Los Legionarios de Hierro, impulsados por su feroz disciplina y el deseo de venganza, avanzaban como una máquina imparable, mientras los soldados de élite de Striba y Zanzíbar se defendían con una rabia que sólo el odio más profundo podía alimentar.

En el centro de este infierno, Iván y Caelan seguían siendo el foco, dos personas cuyos movimientos parecían sacados de una danza macabra. Iván lanzó un golpe descendente con toda su fuerza, y la alabarda de Caelan fue lanzada de sus manos, volando en un arco antes de clavarse en el suelo como una lápida que marcaba el punto de no retorno. Caelan rodó hacia un lado en el último segundo, esquivando un golpe que habría partido su cráneo en dos. Iván, con los ojos encendidos por la furia, levantó su arma una vez más, listo para acabar con su enemigo.

Pero entonces ocurrió algo inesperado. Caelan, con una maniobra desesperada, atrapó el filo de la alabarda con ambas manos, la detuvo en seco. Sus rostros estaban ahora a centímetros de distancia, el sudor y la sangre mezclándose en sus expresiones de pura determinación. El forcejeo fue titánico, los músculos de ambos tensándose al límite mientras el metal crujía bajo la presión. Iván, rugiendo como una bestia, ganó el duelo de fuerzas, y con un movimiento brutal, desgarró la armadura de Caelan. Desde el hombro hasta la mitad del pecho, una herida abierta dejaba ver carne desgarrada y sangre brotando en pulsos furiosos. Caelan cayó de rodillas, jadeando, sus fuerzas al borde del colapso.

Iván levantó su alabarda para el golpe final, pero antes de que pudiera descargarlo, un sonido ensordecedor rasgó el aire. El suelo tembló bajo el peso de una nueva fuerza que entraba en la batalla. Desde el horizonte, una figura colosal emergió, montando un caballo tan inmenso que parecía salido de una pesadilla. Era Taruk Arzakh, "el Coloso Dorado", general de Zanzíbar. Su presencia era suficiente para detener momentáneamente incluso a los más feroces guerreros. Con un rugido que resonó por todo el campo de batalla, Taruk rompió las filas de los Legionarios de las Sombras y los Guardias de Oro, aplastando a los que se interponían en su camino con su gigantesca maza, una bestia de acero capaz de destrozar hombres y caballos por igual.

Iván lo vio venir y supo que no tenía suficiente fuerza para detenerlo. Las piernas le temblaban, el peso de la batalla y sus heridas comenzaban a hacer mella en su cuerpo. Pero no retrocedió. Plantó los pies firmemente en el suelo ensangrentado, levantó su alabarda una vez más y rugió, enfrentando al coloso con una valentía que sólo la desesperación podía alimentar.

Cuando la sombra colosal de Taruk se alzaba amenazante, el rugido feroz de Yori resonó por encima del caos como un trueno desgarrador. Desde el flanco izquierdo, el guerrero titánico emergió entre la masa de cuerpos y caballos, su monstruoso martillo de guerra barriendo a los enemigos como si fueran simples espigas en un campo. Yori, una fuerza imparable de pura brutalidad, avanzaba con la ferocidad de un depredador, aplastando huesos y despedazando armaduras con cada golpe. Su martillo caía con una fuerza que hacía temblar el suelo, dejando cráteres ensangrentados a su paso.

Yori no venía acompañado, pero no necesitaba compañía. A su alrededor, los soldados enemigos intentaban detener su avance, pero sus lanzas y espadas rebotaban ineficazmente contra su armadura reforzada y sus músculos como acero. Con un movimiento amplio y letal, el guerrero partió a un jinete y a su caballo por la mitad, la sangre bañando su imponente figura. Sus ojos brillaban con una intensidad casi inhumana mientras se interponía entre Taruk e Iván, su rugido una declaración de desafío.

Iván, aún jadeante, observó la escena con una mezcla de alivio y admiración. Sin embargo, su atención no podía desviarse por mucho tiempo. Caelan, herido pero vivo, yacía a pocos metros, su pecho alzándose y cayendo con dificultad. Iván sabía que debía acabar con él, pero antes de que pudiera dar el golpe final, una oleada de jinetes de élite, escoltas personales de Taruk, se interpusieron. Las espadas brillaron mientras los guerreros cargaban hacia Iván, pero sus propios soldados, reforzados por la moral renovada, formaron una línea protectora. Los Legionarios de Hierro enfrentaron a los jinetes en una carnicería violenta, con miembros arrancados y caballos cayendo en desesperados alaridos.

En medio del caos, los hombres de Taruk lograron recuperar a Caelan. Aún respiraba, aunque débilmente, su rostro ensangrentado y su mirada perdida. La orden del coloso dorado fue clara, y sus hombres escaparon llevándose al heredero de Zanzíbar mientras Iván gritaba órdenes para reorganizar sus tropas.

Taruk, mientras tanto, centró toda su atención en Yori. La figura del general de Zanzíbar era monumental, incluso a pesar de su edad. Sus años de experiencia eran evidentes en cada movimiento, cada golpe preciso y brutal con su gigantesca maza. Taruk, aunque mayor, aún poseía una fuerza que rivalizaba con la de cualquier guerrero joven. Sin embargo, Yori no era un oponente ordinario. Su juventud y tamaño le daban una ventaja que usaba sin piedad.

El duelo entre ambos era un espectáculo aterrador. Yori lanzaba golpes que hacían temblar el aire, pero Taruk, con movimientos sorprendentemente rápidos para su tamaño y edad, bloqueaba y contraatacaba con maestría. La tierra bajo ellos se fragmentaba, los soldados de ambos bandos quedaban atónitos ante el choque de estas dos fuerzas titánicas. Taruk, con un rugido que parecía sacado de lo más profundo de su ser, logró impactar a Yori con su maza, enviándolo hacia atrás varios metros. Pero Yori no cayó. Se levantó, gruñendo como un animal herido pero imparable, y cargó de nuevo hacia Taruk.

Iván, viendo la lucha de estos dos colosos, supo aprovechar el momento. Levantó su alabarda ensangrentada y gritó con todas sus fuerzas, su voz resonando sobre el estruendo de la batalla.

—¡Caelan, el heredero de Zanzíbar, huye como un cobarde! ¡Hombres, estamos ganando! ¡Carguen y hagan que estos bastardos se retuerzan en el infierno! ¡Por Zusian!

El grito de Iván resonó como un trueno, recorriendo el campo de batalla y encendiendo los corazones de los legionarios de hierro. Fue un llamado visceral, una orden que atravesó el caos como una hoja afilada, cargada de la determinación de un hombre dispuesto a ganar o morir. Los Legionarios de Hierro se reagruparon con renovado fervor, su marcha un rugido de acero y carne que arrasaba con todo a su paso. 

En contraste, las filas enemigas comenzaron a vacilar. Los soldados de Stirba y Zanzíbar, que hasta entonces se habían mantenido firmes, empezaron a retroceder, su moral fracturándose ante la furia incontrolable del avance zusiano. El suelo se sacudía con el estruendo de miles de cascos de guerra, y el aire estaba saturado con los gritos de agonía y el chocar de las armas. 

La batalla se extendió hasta el anochecer, convirtiendo el campo en un escenario apocalíptico. Las montañas de cadáveres se alzaban como macabros monumentos a la destrucción. Los ríos de sangre formaban surcos oscuros entre los cuerpos destrozados, mientras miembros desgarrados y vísceras cubrían el suelo. El hedor a muerte, mezclado con el olor a mierda, se volvió casi insoportable, pero no logró detener a los zusianos. 

Por primera vez en días, la victoria pertenecía a Zusian. Con cada enemigo abatido, la moral del ejército zusiano se disparaba como una llamarada en la oscuridad. Esa noche, el campamento zusiano se llenó de una euforia incontrolable. Los hombres reían, lloraban y celebraban mientras las fogatas iluminaban sus rostros manchados de sangre y sudor. Iván fue aclamado como un héroe, sus estrategias y liderazgo elogiados por todos. 

Las órdenes de Iván se habían cumplido con precisión. Las líneas de mando de Stirba y Zanzíbar habían sido casi completamente aniquiladas, dejando al enemigo en una posición crítica para la batalla final. Esa noche, Zusian se preparó no solo para luchar, sino para ganar. 

Iván, mientras escuchaba los vítores y observaba la luz de las hogueras, sabía que la victoria de ese día era solo el primer paso. Mañana, el destino de sus hombres y de su tierra estaría en juego. En silencio, observó las estrellas, su mente ya planificando los movimientos que decidirían el futuro.