—Buenos días, Su Alteza. Despierte, ha llegado la hora.
El ceño de Dora se frunció ante la absurda voz que resonaba en su mente. ¿Quién en el mundo le hablaba de esa manera, como si fuera una inútil dama en apuros? Las palabras y el tono hacían crujir sus nervios, alejándola más de la neblina del sueño. Lentamente, se dio cuenta de que no la estaban despertando, sino algo más.
Sus sentidos empezaron a agudizarse, y se dio cuenta de que no estaba dormida, o si lo estaba, no era en una cama. Su cuerpo dolía como si hubiera estado en una posición incómoda durante mucho tiempo. Luego, como un rayo, le golpeó. Lo último que recordaba era hablar con Evana cuando de repente la habían llamado. La memoria era borrosa, pero los detalles eran lo suficientemente nítidos como para sacarla de los restos de su estupor.