Delicadamente, alzó su falda hasta la cadera. —Sosténla para mí —instruyó, dejando al descubierto una pierna.
Cumplidamente, Ravina se aferró a la tela de su falda, asegurándose de no interrumpir su arte en curso. Este era un intenso juego de provocación: la estaba desnudando, pero su tacto se limitaba al trazo del pincel.
Malachi podía percibir con agudeza cada cambio sutil en ella. El ritmo de su respiración se volvió más pesado y el tempo del latido de su corazón se aceleró. Su calidez, acompañada por el ligero olor de la excitación, subía hasta sus fosas nasales, pero él mantenía su concentración en el lienzo que era su piel. El contraste de la tinta en su blanca complexión era impresionante, encendía una peculiar llama dentro de él.
La idea de verla desnuda, adornada solo con sus dibujos, despertó un fervoroso deseo en él.