"En la habitación oscura iluminada solamente por la luna que se colaba por la ventana, Ravina yacía en la cama con Malachi. Él le había prometido no tocarla y puso almohadas entre ellos. Ella se preguntó si podía confiar en él. Sus ojos antes, cuando ella se había lamido los labios, decían otra cosa. Él le resultaba impredecible. Como una bestia encadenada a punto de romper sus cadenas, y ella no sabía cuándo ocurriría eso.
Se tumbó de espaldas, en el hombro que le dolía. Incapaz de soportar el dolor, se giró con cuidado, procurando no lastimar su pierna. Malachi también estaba de espaldas a ella y le agradeció eso.
—¿Te duele? —preguntó él de repente, asustándola.
—No.
—¿Nunca te quejas? —preguntó él.
—¿A quién?
Se quedó en silencio, probablemente dándose cuenta de que ella no tenía a nadie con quien quejarse de verdad mientras crecía. Ella tenía que cuidar de sí misma.
—Puedes quejarte conmigo —dijo él.