Cassian estaba sumido en un estado de trance profundo, prisionero de una niebla que no solo entorpecía su mente, sino que parecía encadenar su alma. Los recuerdos de su captura, de las llamas que devoraban su hogar, de los cuerpos destrozados y abandonados a su paso, todo se mezclaba en una marea espesa de imágenes y sonidos que apenas distinguía. No recordaba cómo lo habían arrastrado hasta ese lugar. Su última memoria clara era la de su madre, con su último aliento suplicando por una salvación que jamás llegó. La espada que descendió con un golpe seco, decapitando no solo su cuerpo, sino también la vida de Cassian tal como la conocía.
Ahora, cada golpe de la tierra bajo sus pies encadenados le recordaba que seguía con vida, si es que a esa existencia se le podía llamar vida. El frío era implacable, calaba en sus huesos, mientras las ataduras de metal mordían su piel con cada movimiento, abriendo llagas que supuraban un líquido turbio. Apenas era consciente de la fiebre que comenzaba a invadir su cuerpo. Su mente divagaba entre el dolor físico y el emocional, incapaz de detenerse en ninguno, como si fuera arrastrado por una corriente constante de sufrimiento.
Cada paso lo alejaba de todo lo que una vez conoció. Miraba a su alrededor, pero el paisaje era monótono, indistinguible en su desgracia. Prisioneros como él, hombres y mujeres con la mirada vacía, avanzaban como espectros, sus cuerpos tambaleándose al borde del colapso. Algunos ya habían caído, y sus cadáveres yacían a un costado del camino, despojados de su humanidad. Los guardias no los miraban, ni les dedicaban un segundo pensamiento; para ellos, los muertos eran un peso menos que cargar.
El olor a muerte era constante, lo envolvía como una segunda piel, y el hedor de su propio sudor rancio y suciedad solo empeoraba las náuseas que sentía. No le daban más que un trozo de pan duro y agua que sabía a barro, suficiente para mantenerlo vivo, pero apenas eso. El hambre era una presencia constante, una garra que arañaba su estómago, pero había aprendido a ignorarla. No podía permitirse el lujo de quejarse por el hambre cuando su mente estaba tan saturada de odio, de un deseo incontrolable de venganza. Su único consuelo, si acaso podía llamarse consuelo, era que ese odio lo mantenía en pie. No tenía esperanza, no tenía amor ni fe. Solo el odio.
El campamento al que se dirigían se alzaba como una cicatriz en el horizonte. Tiendas de campaña improvisadas, hogueras que ardían a medias y jaulas, muchas jaulas, salpicaban el paisaje. Todo estaba cubierto por una fina capa de suciedad y sangre seca. El sonido del metal oxidado y las risas groseras de los guardias llenaban el aire, mientras empujaban a los prisioneros con el cañón de sus lanzas o el filo de sus espadas, como si fueran ganado.
—Muévete, escoria —gritó uno de los hombres, dándole un golpe en la espalda con la culata de su lanza. Cassian apenas reaccionó. La sensación del dolor físico se había convertido en algo lejano, distante.
Los "Ojos de Cuervo", los mercenarios que los habían capturado, no mostraban compasión. Fenrik, el líder, se destacaba entre ellos, su figura imponente y su cara marcada por cicatrices lo hacían temible incluso sin necesidad de palabras. Era un hombre alto, ancho de espaldas y con los brazos gruesos como troncos de árbol. Las cicatrices que cruzaban su rostro y cuello no le restaban fuerza a su apariencia; al contrario, lo hacían más aterrador, como si cada herida que había sufrido hubiera sido una medalla de honor en su oscura carrera. Sus ojos, fríos y calculadores, parecían pozos negros, desprovistos de cualquier rastro de compasión.
Cuando los prisioneros llegaron al campamento, Cassian fue empujado hacia una jaula de madera reforzada con hierro, lo bastante grande como para albergar a varios hombres, pero lo bastante pequeña como para que todos estuvieran apretados unos contra otros. Lo arrojaron dentro sin cuidado, su cuerpo golpeando el suelo con un estruendo que resonó por todo su ser. Sintió el sabor del polvo y la sangre seca en su boca cuando se levantó, solo para ver a Fenrik acercarse lentamente, su sonrisa torcida pintada en el rostro.
—Míralo —murmuró Fenrik, su tono era de burla—. Este tiene el fuego de un asesino en sus ojos, pero ya veremos cuánto le dura.
Cassian lo observó sin decir nada. No había palabras que pudieran describir el odio que sentía hacia ese hombre. Sus ojos se cruzaron y durante un breve instante, el tiempo pareció detenerse. Fenrik sonrió, pero sus ojos seguían siendo tan vacíos como siempre. No necesitaba decirle más. Para él, Cassian no era más que otro animal enjaulado, listo para ser utilizado, roto y, finalmente, descartado.
Cassian se acurrucó en un rincón de la jaula, dejando que la oscuridad lo envolviera. Los gritos y gemidos de los otros prisioneros llenaban el aire. Algunos rezaban en voz baja, susurrando oraciones a dioses que jamás escucharían. Otros simplemente lloraban, el llanto desesperado de aquellos que habían perdido toda esperanza. Las mujeres, las pocas que quedaban, eran llevadas a tiendas de campaña separadas, y los ecos de sus súplicas desgarraban el aire, recordándole a Cassian lo bajo que habían caído todos. Pero él no rezaba. No tenía fe en los dioses, ni en los hombres. Solo el odio lo mantenía vivo, un odio profundo y ardiente que se enroscaba en su pecho, dándole fuerza.
Fenrik había mencionado los tatuajes en su piel, las marcas que ahora apenas eran visibles. Esos tatuajes, de un púrpura desvaído, alguna vez habían brillado con una intensidad que no entendía. Ni siquiera recordaba cómo o por qué aparecieron, solo sabía que estaban ahí, enroscándose en sus brazos como serpientes dormidas. Eran un recordatorio de que, de alguna manera, era diferente, aunque no comprendía del todo cómo ni por qué. Pero ahora, en medio de la oscuridad, esos tatuajes eran insignificantes. No tenía fuerza, no tenía poder. Solo el odio, la rabia que lo carcomía por dentro y lo empujaba a seguir respirando.
Sabía que eventualmente tendría su oportunidad, una posibilidad, por pequeña que fuera, de vengarse de Fenrik, de los "Ojos de Cuervo", de todos los que le habían arrebatado todo. Y cuando llegara ese momento, no dudaría. Estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario, a soportar el hambre, el frío y el dolor. Porque al final, el odio lo alimentaba. Y ese odio sería lo último que Fenrik vería antes de morir.
La noche cayó sobre el campamento como un manto de sombras pesadas, sofocando cualquier vestigio de luz y esperanza. El frío no solo mordía la piel de Cassian, sino que se hundía en sus huesos, como si quisiera arrancarle lo poco de vida que quedaba en él. Se acurrucó en el rincón más oscuro de la jaula, con los brazos alrededor de su torso, tratando de conservar el poco calor que su cuerpo aún podía generar. Su mente flotaba entre la vigilia y el sueño, pero no había consuelo en ninguno de los dos. Los recuerdos de su madre seguían acechándolo, persistentes y crueles, mientras su cuerpo exhausto no encontraba alivio ni en la oscuridad ni en el olvido.
A la mañana siguiente, fue arrancado brutalmente de su letargo. Un cubo de agua helada lo golpeó de lleno, empapándolo de un líquido fétido que lo hizo toser y escupir. Se levantó de golpe, el frío clavándose como agujas en su piel. Antes de que pudiera orientarse o defenderse, sintió unas manos fuertes que lo agarraban del cabello y lo arrastraban sin piedad fuera de la jaula. Los gritos de dolor se ahogaron en su garganta; estaba débil, su cuerpo agotado por la privación de alimentos y el maltrato constante. Sus golpes, torpes y desesperados, no tuvieron ningún efecto sobre los hombres que lo arrastraban, hombres que lo trataban como si no fuera más que un saco de huesos destinado a romperse.
El campamento estaba envuelto en un aire pesado de brutalidad y desesperación. El olor a sangre, sudor y muerte impregnaba cada rincón. Al final del camino, lo empujaron hacia una especie de arena improvisada, apenas un claro rodeado por cercas de madera astillada. La tierra bajo sus pies era oscura, empapada en la sangre de los desafortunados que habían sido forzados a pelear antes que él. Cassian alzó la vista con esfuerzo, sus ojos buscando en el tumulto a Fenrik, el líder de los "Ojos de Cuervo". Y ahí estaba él, observándolo desde las sombras con esa sonrisa retorcida que no auguraba más que sufrimiento.
Fenrik, un hombre corpulento y sucio, se acercó al borde de la arena. Su rostro estaba cubierto de cicatrices, cada una contando una historia de violencia y muerte. Había en su mirada una crueldad tan arraigada que parecía haber nacido con él. Cuando habló, su voz resonó como el sonido de una piedra afilada raspando sobre metal oxidado.
—Bien, pequeño cabrón —gruñó, sus labios curvándose en una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Vas a hacer que gane algo de dinero hoy. Pelea y mata a otro esclavo. Uno de los soldados de la Casa Drakov ha apostado fuerte por él, pero yo apuesto por ti. Mátalo, y tal vez te dé algo de comer y agua que no apeste. ¿Entiendes?
Cassian no respondió. No había necesidad de palabras. El odio que ardía en sus entrañas era suficiente para transmitirle a Fenrik lo que sentía. Fenrik soltó una carcajada seca, como si la miseria y el dolor de los demás fueran su única fuente de entretenimiento. Con un gesto brusco, uno de los guardias arrojó una espada oxidada a los pies de Cassian. El sonido metálico reverberó en el aire como una campanada fúnebre. Era una espada vieja, mellada y cubierta de manchas oscuras que hablaban de sangre derramada y batallas olvidadas.
Cassian se inclinó lentamente, con el cuerpo dolorido y fatigado, y levantó el arma con manos temblorosas. No era más que un pedazo de metal pesado, mal equilibrado, pero en sus manos se convertía en el último hilo que lo mantenía aferrado a la vida. Miró a su oponente: un hombre demacrado, casi esquelético, que apenas podía sostener su propia espada. El miedo brillaba en sus ojos, un terror palpable que lo hacía temblar de pies a cabeza. Cassian sabía que ese hombre no quería pelear, que era otro prisionero atrapado en el mismo ciclo infernal, obligado a luchar por entretenimiento.
La multitud que rodeaba la arena rugía como un mar embravecido, cada grito un eco de la violencia y el sadismo que permeaban el campamento. Los mercenarios y bandidos miraban con ojos ávidos, hambrientos de sangre y muerte. El aire era denso, cargado de humo de hogueras y el hedor de cuerpos sucios. Los insultos y carcajadas rebotaban en los árboles cercanos, formando un coro grotesco de crueldad.
El otro esclavo fue el primero en moverse, más por desesperación que por voluntad propia. Su ataque fue torpe, un golpe desgarbado que carecía de fuerza o precisión. Cassian lo vio venir como si el tiempo se hubiera ralentizado. Su cuerpo, a pesar de la debilidad, reaccionó instintivamente, esquivando con una agilidad que no creía poseer. En ese momento, algo primitivo se encendió en su interior. No era un guerrero entrenado, pero la rabia y el odio eran armas mucho más poderosas que cualquier técnica. Con un grito gutural, lanzó su espada hacia adelante, impulsado por una fuerza animal.
La espada oxidada se hundió en el abdomen del otro hombre con un sonido sordo y nauseabundo. Cassian sintió el impacto contra algo duro—una costilla, quizá—, pero empujó más, sus manos aferrándose con desesperación al mango. El otro hombre gritó, un sonido lleno de dolor y terror, pero no duró mucho. La vida se escapaba de su cuerpo a cada segundo, hasta que sus ojos, llenos de miedo y resignación, se apagaron por completo. Cuando el cuerpo cayó al suelo, inerte, Cassian quedó de pie, tambaleándose, con las manos aún temblorosas por la adrenalina.
No había gloria en lo que acababa de hacer. No sentía satisfacción ni alivio. Había matado antes, pero esto era diferente. No se trataba de una pelea por supervivencia contra bestias o enemigos declarados. Había matado a un hombre que, al igual que él, no tenía otra opción. Lo que quedaba en su pecho era un vacío profundo, una sensación de pérdida que nada podía llenar.
La multitud estalló en gritos y aplausos, celebrando la muerte como si fuera un espectáculo más. Para ellos, Cassian no era más que una herramienta, una bestia que habían soltado para entretenerse. Pero para él, algo en su interior se rompió. Había sobrevivido, sí, pero a costa de su propia humanidad.
Fenrik bajó de las gradas con esa misma sonrisa de desprecio, dándole una palmada en la espalda que casi lo hizo caer al suelo. —Bien hecho, bastardo. Tienes el espíritu de un asesino —murmuró, disfrutando de cada palabra como si fuera un elogio.
Cassian no respondió. Apenas podía mantenerse de pie. Su cuerpo temblaba, no solo por el frío y la fatiga que lo devoraban por dentro, sino también por el hambre, ese vacío cruel que le mordía las entrañas con cada segundo que pasaba. Su mirada se fijó en el cadáver a sus pies, el hombre que minutos antes había sido su reflejo distorsionado, otro ser humano reducido a una simple pieza de carne. Durante un breve instante, todo el ruido del campamento se desvaneció. El rugido de los hombres, el crepitar de las hogueras, incluso el constante bullicio de las risas vulgares, todo se disipó en el eco de su propia respiración.
El cuerpo sin vida ante él se había convertido en algo grotesco. La sangre oscura y espesa se filtraba lentamente por la tierra, formando un charco que parecía tragar la poca luz que se atrevía a acercarse. Los dedos de la mano del muerto aún se aferraban a la oxidada espada, un acto reflejo de supervivencia inútil, que ahora resultaba patético y trágico. Pero Cassian no sintió lástima, solo una especie de cansancio asfixiante. La vida se le escapaba a través de cada herida abierta, a través de cada golpe que había recibido. Sentía que se estaba desintegrando lentamente.
Antes de que pudiera recuperar el aliento, dos hombres lo agarraron por los brazos, sus manos ásperas y duras como el cuero viejo, y lo levantaron sin cuidado. Cassian intentó resistirse, pero sus músculos, entumecidos y adoloridos, se negaron a obedecerle. Lo arrastraron como si fuera un saco de carne, golpeando el suelo con sus pies mientras avanzaban, hasta lanzarlo de nuevo a la celda donde había pasado las últimas semanas. Su cuerpo golpeó el suelo húmedo con un ruido sordo, el aire escapándole de los pulmones por el impacto. El frío del suelo parecía morderle la piel, mezclándose con el olor a suciedad y sangre que impregnaba cada rincón de ese lugar.
Apenas había caído cuando uno de los guardias le tiró un plato de metal, oxidado y abollado, en el que se amontonaban vísceras a medio cocer. El hedor que emanaba de la comida le revolvió el estómago, ácido y desagradable, como si ya estuviera en proceso de descomposición. Pero el hambre no dejó espacio para el asco. Con manos temblorosas, se abalanzó sobre la comida, devorando pedazos de carne correosa, ignorando el sabor metálico y rancio. Masticaba rápido, desesperado, como si temiera que alguien le quitara aquel festín grotesco.
Un vaso de cerveza tibia, que más parecía un líquido turbio y maloliente, fue lanzado hacia él. El líquido se derramó en el suelo sucio, pero Cassian lo recogió y bebió lo que quedaba. Era amargo, asqueroso, pero necesitaba algo para apagar la sed. No importaba si era orina o veneno. Tragó grandes bocanadas, sintiendo cómo la bilis le subía por la garganta con cada sorbo, pero lo soportó. Mientras bebía, podía escuchar las risas de los hombres afuera de la celda, carcajadas burlescas que parecían más hirientes que los golpes que había recibido. Se reían de su miseria, de lo que se había convertido. Para ellos, él no era más que una bestia enjaulada, un espectáculo grotesco para pasar el tiempo.
Cada risa era como un martillazo en su cabeza, cada burla un recordatorio de lo bajo que había caído. Pero en lugar de quebrarse, sintió que algo crecía dentro de él. Un odio primitivo, incontrolable, que le quemaba las entrañas como fuego líquido. Golpeó el suelo con el puño, los nudillos chocando contra la piedra dura con un dolor sordo que lo devolvió a la realidad. Sobreviviría. Se vengaría. Mataría a cada uno de esos bastardos que lo mantenían encadenado, incluso si eso significaba perder lo poco que quedaba de su humanidad. No le importaba. El precio no era alto si podía aplastar cráneos con sus propias manos.
La noche cayó rápido, como una manta sofocante que envolvió el campamento en una oscuridad casi palpable. Las llamas de las hogueras parpadeaban a lo lejos, pequeñas islas de luz que apenas rompían la penumbra. Los gritos de las mujeres no tardaron en alzarse, interrumpiendo el silencio de la noche. Cassian los había escuchado antes, cada noche desde que había sido capturado. Eran siempre los mismos: llantos, súplicas desesperadas, seguidos por las carcajadas groseras de los hombres, como hienas que disfrutan de su presa. Pero esta vez, esos gritos le trajeron recuerdos, imágenes que preferiría haber olvidado.
Cuatro días después del ataque a su aldea, los gritos de las mujeres resonaban igual que ahora. Recordó las caras de esas mujeres: algunas eran vecinas, otras simples conocidas que veía pasar por los caminos, mujeres que habían intercambiado palabras con él o con su madre. Y luego las escuchó siendo arrastradas a las sombras, convertidas en juguetes para los hombres que las habían capturado. Había querido ayudarlas, pero era solo un niño, y el miedo lo paralizó. Esa impotencia lo carcomía desde entonces, y ahora, aquí en este campamento infernal, esos recuerdos regresaban con fuerza.
Intentó de nuevo invocar esa "habilidad" que había surgido una vez, cuando los tatuajes que recorrían su piel se encendieron y la ira fluyó como un torrente incontenible. Cerró los ojos, apretó los dientes hasta casi romperse las mandíbulas, deseando que esa fuerza despertara, que le diera el poder necesario para romper los barrotes, para arrancarles la vida a esos miserables. Pero nada sucedió. Las marcas en su piel habían desaparecido. Ni siquiera recordaba cuándo se habían desvanecido, como si la magia, o lo que fuera que había sentido, se hubiera apagado para siempre.
Los sonidos del campamento continuaron. Los mercenarios y soldados seguían con sus actos atroces. Las mujeres, al igual que él, ya no suplicaban. Habían sido quebradas, reducidas a sombras de lo que una vez fueron. Cassian, sin embargo, no sentía compasión por ellas. Eran solo parte del paisaje de horror que lo rodeaba, un eco constante de este infierno. Todo lo que importaba era sobrevivir lo suficiente para vengarse.
Se acurrucó en el rincón más oscuro de la celda, el frío penetrando en sus huesos. El hedor que lo envolvía era una mezcla de muerte, excrementos y sudor, tan espeso que parecía adherirse a su piel. Cada respiración era un recordatorio de dónde estaba. Podía escuchar el crujido de las hogueras, los pasos pesados de los guardias, las risas, los gritos de las mujeres que ya no tenían fuerzas para resistirse. Todo eso formaba parte de su nueva realidad, una que debía soportar. Había aprendido a ignorar el horror, a cerrarse a la desesperación que acechaba en cada rincón. No podía permitirse flaquear.
Cuando la luna comenzó a ocultarse en el horizonte, la oscuridad se hizo aún más profunda, densa, como un manto sofocante que cubría el campamento. El silencio que reinaba ahora era más perturbador que los gritos y risas de los mercenarios que habían plagado la noche. Cassian permanecía despierto, apoyado contra los barrotes de su jaula, mirando hacia la nada. Cada vez que cerraba los ojos, las imágenes volvían a él con una claridad devastadora: los cuerpos desmembrados de los aldeanos, el humo negro que ascendía en espirales sobre las ruinas de su hogar, las llamas voraces que devoraban los restos de su aldea. Pero lo peor eran los gritos de su madre, el sonido desgarrador del acero cortando su carne y el rostro del hombre que había hecho aquello. Ese rostro, deformado por la crueldad, se había convertido en una sombra que lo perseguía incluso en los momentos en que estaba despierto.
Apretó los dientes con tanta fuerza que sintió el sabor metálico de su propia sangre llenarle la boca. El odio seguía ahí, ardiente, constante, como una herida que nunca cerraba. Había matado al hombre que asesinó a su madre, pero fue demasiado tarde. Cassian había fallado. No había podido salvarla. Ni a ella, ni a su padre, quien murió pidiéndole que se alejara, que huyera para sobrevivir. Incluso ese último deseo, Cassian lo había convertido en otra losa de culpa sobre sus hombros. Lágrimas calientes se deslizaron por sus mejillas sin que él lo notara. Al final, el agotamiento lo venció, y por primera vez en mucho tiempo, cayó en un sueño agitado.
Al día siguiente, lo sacaron de su celda antes del amanecer. Los guardias lo arrastraron, casi tirando de su cuerpo como si fuera una carga pesada y sin valor. Las piernas de Cassian temblaban con cada paso, sus músculos exhaustos protestaban con cada movimiento. Sentía un dolor punzante en cada articulación, en cada fibra de su ser. El hambre lo debilitaba, y cada respiro parecía quemarle el pecho, pero no tenía opción. Sabía que si no seguía adelante, lo esperarían cosas peores que la muerte. Aún así, había algo más en sus pensamientos: el odio, la necesidad de venganza lo mantenía de pie, le daba una chispa de energía cuando su cuerpo se negaba a continuar.
Cuando finalmente lo lanzaron a la arena, el impacto contra el suelo fue como un puñetazo seco en el estómago. El polvo se levantó en una pequeña nube, mientras Cassian trataba de ponerse en pie. Se tambaleó, apoyándose en su espada oxidada. Frente a él, su oponente también se levantaba. Era un hombre corpulento, de hombros anchos y músculos marcados que sobresalían bajo su piel curtida. Tenía una barba desordenada y unos ojos fríos, vacíos, que Cassian reconoció al instante. Era el mismo vacío que él sentía, esa ausencia de esperanza, esa sed insaciable de sangre y violencia.
Cassian, con apenas quince años, apenas podía compararse en tamaño con su contrincante. Medía un metro setenta y cinco, lo que era considerable para su edad, y tenía un cuerpo fornido, fuerte por años de trabajo duro, pero el hombre que tenía delante era una bestia, una montaña de músculos de más de dos metros, que parecía casi una réplica de lo que había sido su padre. El hombre sostenía una espada mellada, pero aún letal en manos tan poderosas.
Tan pronto como comenzó la pelea, el hombre cargó con un rugido feroz, como si fuera una bestia desencadenada. Blandía su espada con una fuerza descomunal, lanzando un golpe que amenazaba con partir a Cassian en dos. Apenas tuvo tiempo de levantar su propia espada para bloquear el ataque. El impacto fue brutal, la fuerza del golpe le recorrió los brazos como una descarga eléctrica, dejándolos entumecidos. Cassian sintió como si sus huesos vibraran dentro de su carne, y por un momento, temió que sus manos se abrieran por el dolor.
No había tiempo para pensar. El hombre no se detuvo. Atacaba una y otra vez, cada golpe más pesado que el anterior. El acero silbaba en el aire, buscando la carne de Cassian. Él retrocedía, esquivaba lo mejor que podía, sintiendo que cada movimiento lo acercaba un paso más al borde del abismo. Cada vez que lograba apartarse de un golpe, la tierra suelta bajo sus pies lo traicionaba, haciéndolo tambalear. Sabía que no podría aguantar mucho más. Los golpes de su oponente eran brutales, implacables, como martillazos que caían sin piedad.
Finalmente, en un momento de desesperación, Cassian se lanzó hacia adelante. Usó todo el peso de su cuerpo, cargando con su espada en un arco bajo, apuntando al abdomen del hombre. El movimiento era rápido, torpe, pero lleno de furia. Sin embargo, antes de que pudiera asestar el golpe, su oponente reaccionó con la velocidad de un animal. El hombre soltó un gruñido gutural y, con un giro inesperado, lanzó un puñetazo que impactó directamente en la cara de Cassian. Sintió el crujido en su nariz y la sangre caliente comenzó a brotar casi de inmediato, llenándole la boca de un sabor metálico.
El golpe lo lanzó al suelo, donde rodó sobre el polvo y la tierra húmeda. El mundo se tambaleaba a su alrededor, sus sentidos enturbiados por el dolor. Apenas tuvo tiempo de levantar la cabeza antes de que el hombre lo derribara nuevamente, esta vez sujetándolo por el cuello con una mano mientras levantaba la espada con la otra. Cassian, instintivamente, giró la cabeza en el último segundo. La espada cayó como una guillotina, clavándose en el suelo donde segundos antes había estado su rostro.
Con el corazón acelerado, Cassian aprovechó la oportunidad. Con un esfuerzo desesperado, levantó una pierna y pateó el estómago del hombre, lo suficientemente fuerte como para desestabilizarlo por un instante. El hombre retrocedió un paso, y Cassian, con el instinto de un animal acorralado, se abalanzó sobre él. Atrapó su espada caída y, con un grito de pura furia, trató de clavársela en el pecho. Pero su enemigo era demasiado rápido. Con un manotazo poderoso, el hombre bloqueó la hoja, desviándola antes de propinarle un golpe en las costillas.
El dolor era tan intenso que Cassian sintió como si le arrancaran el alma. El golpe en sus costillas le había robado el aliento, y el sabor a sangre llenaba su boca mientras se tambaleaba sobre sus rodillas. La oscuridad comenzaba a cerrarse sobre él, como un velo implacable que prometía descanso. Pero en algún lugar, en lo profundo de su ser, un instinto primario rugía, negándose a dejarse vencer. No podía caer ahora, no podía permitirse la derrota, no aquí, no en este lugar inmundo, no mientras su vida pendía de un hilo tan fino que sentía que cada latido lo acercaba a la muerte.
Frente a él, el coloso se alzaba como una montaña oscura, una sombra macabra bajo la luz mortecina que apenas lograba filtrarse en la arena. El hombre respiraba pesadamente, sus músculos tensos y cubiertos de cicatrices relucían bajo el sudor, mientras levantaba la espada, preparándose para asestar el golpe final. La hoja mellada destellaba con un brillo débil, sucia de polvo y sangre seca, pero mortal a pesar de su desgaste. Cassian no podía apartar la mirada del filo que descendía lentamente, como si el tiempo mismo se hubiera ralentizado para prolongar su sufrimiento.
Pero algo en su interior se rebeló. Fue un grito, no solo de dolor o de miedo, sino de pura desesperación, un rugido nacido de la furia más profunda, de la rabia que ardía en su pecho, alimentada por el recuerdo de su madre, de su padre, de todo lo que había perdido. En un último arranque de fuerza, Cassian se lanzó hacia adelante, no con habilidad, sino con una furia ciega, una explosión de energía que surgió de lo más profundo de su ser. Su grito resonó por toda la arena, rompiendo el silencio que había seguido a los gruñidos de la batalla.
El coloso no se lo esperaba. El enorme hombre vaciló por un instante al ver a Cassian abalanzarse sobre él, un niño en comparación con su tamaño, pero impulsado por una determinación casi inhumana. Cassian no tenía técnica, ni estrategia. Solo tenía sus manos, sus uñas, sus dientes, su propia carne como arma. Golpeó al hombre en el estómago con el hombro, sintiendo como el peso del gigante cedía levemente. Aprovechó el momento y, sin dudarlo, lanzó sus puños, sus codos, cualquier parte de su cuerpo que pudiera usar para infligir daño.
Su primer golpe con el puño cerrado impactó en el torso del hombre, pero el gigante apenas lo sintió. Cassian no se detuvo. Continuó golpeando, sus codos y puños encontrando cualquier pedazo de carne que pudiera alcanzar, rasgando la piel con uñas rotas, arañando como un animal salvaje. El coloso gruñó, sorprendido por la furia desmedida de Cassian, intentando devolver los golpes con torpes manotazos, pero la cercanía de sus cuerpos y la intensidad de los ataques de Cassian lo desorientaban.
Cassian gritaba mientras atacaba, su voz rota por el esfuerzo y el dolor, como si cada golpe fuera una liberación de todo lo que llevaba dentro, una descarga de emociones acumuladas. No había control, no había habilidad, solo una violencia desbordada, una tormenta de golpes desordenados. Sus uñas arañaban la piel del gigante, dejando surcos profundos que comenzaban a sangrar. Los codos se hundían en la carne del hombre, buscando cualquier lugar blando que pudieran alcanzar. Sintió sus nudillos abrirse con cada impacto, pero no le importaba el dolor; el dolor era lo único que lo mantenía consciente, lo único que le decía que seguía vivo.
El gigante, sorprendido por la ferocidad del joven, intentaba retroceder, pero los movimientos frenéticos de Cassian no le daban tregua. El hombre logró empujar a Cassian de un manotazo, golpeándolo en el pecho con suficiente fuerza como para sacarle el aire de los pulmones. Cassian cayó hacia atrás, rodando sobre la tierra polvorienta, jadeando como un animal herido, pero sus ojos no dejaban de arder con una furia incontenible. El gigante se tambaleaba, sangrando por los arañazos en su abdomen y pecho, sus ojos inyectados en sangre, completamente enfurecido.
Cassian, con la vista borrosa por el sudor y la sangre, intentó ponerse de pie. Sabía que no podía ganar en fuerza, pero tenía que seguir, tenía que seguir golpeando, mordiendo si era necesario. La espada del gigante volvió a levantarse, esta vez con una intención clara de acabar con la vida de Cassian.
El joven se lanzó hacia adelante, su cuerpo una masa de músculos adoloridos y agotados, pero la determinación en sus ojos era la de un animal acorralado. No tenía tiempo de pensar, solo de actuar. Justo cuando la espada descendía de nuevo, Cassian rodó hacia un costado, la hoja rasgando el aire justo donde su cabeza había estado un segundo antes. La sensación del acero cortando el viento tan cerca de su piel le provocó un escalofrío, pero no tenía tiempo para detenerse.
Se levantó con un movimiento torpe, tambaleándose, y antes de que el gigante pudiera levantar la espada de nuevo, Cassian lanzó un golpe desesperado con la rodilla, impactando en el costado del hombre. Fue un golpe que no causó mucho daño, pero sirvió para desequilibrarlo lo suficiente como para que Cassian pudiera agarrarse de su brazo con ambas manos. Tiró de él con toda la fuerza que le quedaba, gruñendo de esfuerzo, mientras el gigante intentaba liberarse. Pero la furia y la desesperación le dieron a Cassian una ventaja inesperada. Con un movimiento brusco, consiguió que el gigante soltara su espada.
La espada se encontraba entre ambos, reluciendo débilmente bajo la luz sucia de la arena, pero era inalcanzable, un símbolo de esperanza y muerte al mismo tiempo. Cassian se lanzó hacia ella con la rapidez de un depredador acorralado, sus dedos rozaron el frío metal del mango, pero antes de que pudiera asirla con firmeza, sintió una mano poderosa sujetarlo por el tobillo. Un tirón brutal lo apartó de la espada, haciéndolo rodar por el suelo áspero y polvoriento.
El gigante, jadeante, sangrando por las múltiples heridas que Cassian le había infligido en su furia ciega, gruñó como un animal herido, su rostro retorcido en una mueca de pura rabia. No había espacio para la humanidad en ese combate, no quedaba rastro de la razón o el control. Eran dos bestias luchando por su vida, impulsadas por la desesperación más primitiva. Los espectadores, aquellos que observaban desde las sombras del campamento, no importaban. Lo único que importaba era quién saldría vivo de ese infierno improvisado.
Ambos rodaron por el suelo, cubiertos de polvo y sangre, golpeándose sin ningún tipo de técnica, solo con la brutalidad que surge cuando la muerte acecha a cada segundo. El coloso lanzó un puñetazo con toda su fuerza, su puño aterrizando en el rostro de Cassian con un sonido seco, el crujido de huesos retumbando en sus oídos. Sintió el impacto recorrer su mandíbula, haciéndole ver destellos de luz blanca y negra. El dolor fue inmediato y absoluto, pero Cassian no se permitió desfallecer.
Con un grito gutural, lanzó su propio golpe, un puñetazo que impactó en el costado del gigante, justo en una de las heridas que le había abierto momentos antes con sus uñas. El hombre gruñó de dolor, pero no aflojó su agarre. Cassian, desesperado, usó los codos, los puños, las rodillas, cualquier parte de su cuerpo que pudiera convertir en un arma. No había ninguna coreografía elegante en sus movimientos, solo una violencia visceral, cruda, nacida del instinto de supervivencia.
El gigante trató de aplastarlo con su peso, lanzándose sobre él como una roca imparable, pero Cassian logró moverse justo a tiempo. Rodó hacia un lado, sintiendo el suelo raspando su piel mientras el cuerpo del coloso se estrellaba contra la tierra donde él había estado un segundo antes. No hubo respiro, no hubo tregua. Se lanzó de nuevo, esta vez buscando la garganta del gigante, sus manos cerrándose alrededor de su cuello con una fuerza que no sabía que poseía.
El coloso gruñó, luchando por respirar, sus manos enormes arañando los brazos de Cassian mientras trataba de liberarse. Pero Cassian no soltó. No podía soltar. Sus dedos se apretaron más, sus nudillos se pusieron blancos mientras el rostro del gigante empezaba a tornarse de un tono rojo oscuro, sus ojos desorbitados, su boca abriéndose y cerrándose en un intento desesperado por tomar aire.
El tiempo parecía detenerse en ese momento, como si el universo mismo contuviera el aliento junto a ellos. Los sonidos del campamento, las risas, los gritos, el crepitar de las hogueras, todo se desvaneció en el fondo. Solo quedaba el sonido de la respiración entrecortada de ambos hombres, el latido de los corazones acelerados, y el rugido del odio que consumía a Cassian.
Pero el gigante no iba a rendirse sin pelear. En un último y desesperado esfuerzo, con sus últimas fuerzas, logró empujar a Cassian hacia atrás con un violento movimiento de sus caderas, rompiendo el agarre del joven y lanzándolo contra el suelo una vez más. Cassian cayó de espaldas, sintiendo el aire salir de sus pulmones con un golpe seco. El gigante, tambaleante, se puso de pie con dificultad, su respiración era un jadeo entrecortado y ahogado, pero aún quedaba fuego en sus ojos.
El coloso se abalanzó sobre él con la fuerza de un animal moribundo, lanzando su cuerpo hacia Cassian en un desesperado intento por aplastarlo. Cassian apenas tuvo tiempo de reaccionar. Rodó hacia un lado, sintiendo el suelo vibrar cuando el gigante se estrelló contra la tierra una vez más. Y ahí, entre el polvo y la sangre, la espada volvió a aparecer ante sus ojos. Un brillo tenue bajo la luz de las antorchas, casi burlándose de él por su proximidad.
Sin pensarlo, sin permitirse dudar, Cassian se lanzó hacia ella. Sus dedos se cerraron firmemente alrededor del mango, y con un grito desgarrador, levantó la hoja justo cuando el gigante intentaba incorporarse de nuevo. El coloso, jadeante, con los ojos llenos de furia y desesperación, lo miró por un segundo, como si finalmente comprendiera lo que estaba a punto de suceder. Pero ya era demasiado tarde.
Con toda la fuerza que le quedaba, Cassian hundió la espada en el pecho del gigante, sintiendo cómo la hoja rasgaba la carne, los músculos, y finalmente el hueso. El grito del coloso resonó por toda la arena, un alarido de dolor y furia que reverberó en los oídos de Cassian. El hombre gigante se convulsionó, sus manos temblando mientras intentaba aferrar la hoja incrustada en su pecho, pero su fuerza se desvanecía rápidamente.
Cassian no se detuvo. Empujó la espada más profundo, girando la hoja dentro del cuerpo del gigante hasta que sintió el peso del hombre ceder, su enorme cuerpo derrumbándose sobre la tierra con un ruido sordo. El aire se llenó de un silencio sepulcral, roto solo por los jadeos pesados de Cassian, que se mantenía de rodillas junto al cadáver, su cuerpo temblando, su mente todavía atrapada en el frenesí del combate.
Había ganado, pero no sentía ninguna victoria. Solo un vacío, una sensación de haber sobrevivido por puro instinto, por una violencia que no sabía que llevaba dentro. Miró sus manos, aún aferradas a la empuñadura de la espada, cubiertas de sangre, temblorosas.
Cassian se levantó lentamente, tambaleándose como un borracho al borde del colapso. Cada músculo en su cuerpo protestaba, quemando con un dolor sordo que ya se había vuelto su única compañía constante. La arena polvorienta en la que yacía minutos antes seguía adherida a su piel, mezclándose con el sudor y la sangre, formando una capa espesa que lo hacía sentir aún más pesado, más derrotado. Alzó la vista, y lo primero que captó su atención fue el sonido. Las risas. Los gruñidos de frustración. Los que habían apostado a su favor celebraban, mientras los que lo habían dado por muerto maldecían entre dientes.
Y ahí, en el borde de la arena, en un rincón donde las sombras se juntaban como si quisieran ocultarlo del mundo, vio a Fenrik. Ese maldito bastardo. Estaba sentado en su silla improvisada, con esa sonrisa torcida que parecía hecha a base de desprecio y desdén. Cassian lo odiaba, pero al mismo tiempo sabía que su supervivencia dependía, en gran parte, de no llamar la atención de ese hombre. O al menos, no lo suficiente como para que decidiera acabar con él.
Fenrik le lanzó una mirada fugaz, con el brillo cruel de quien disfruta viendo a otros arrastrarse por sobrevivir. Luego, simplemente desvió la vista, como si Cassian ya no tuviera importancia. Para Fenrik, él no era más que un perro de pelea, un entretenimiento pasajero en medio de semanas que se repetían en un ciclo inquebrantable de muerte, sangre y dolor.
Así pasaron los días. O semanas. Cassian no lo sabía. El tiempo se había vuelto un concepto irrelevante en su vida. Cada amanecer traía consigo una nueva pelea, un nuevo bastardo con el que debía luchar como un animal enjaulado. La arena se había vuelto su hogar, y cada combate era una lucha no por gloria, ni siquiera por venganza, sino por algo más primitivo: sobrevivir. Mordía, arañaba, rasgaba la carne de sus oponentes con una furia desesperada, pateaba como un perro rabioso cuando lo acorralaban, y en cada ocasión, salía victorioso. Pero no era una victoria de la que pudiera estar orgulloso. No se sentía más que una bestia, un monstruo que había dejado atrás cualquier rastro de humanidad.
Las noches eran peores. Después de cada pelea, lo lanzaban de vuelta a su jaula, una celda fría y apestosa donde le arrojaban un plato de comida apenas comestible. Lo suficiente para mantenerlo vivo, pero nunca lo bastante como para llenarlo. A veces, se dormía con los puños apretados, las uñas clavadas en la carne de sus palmas, recordando lo que alguna vez había sido su vida antes de caer en este infierno. Los recuerdos de su familia, de su madre, de su padre… todo se desvanecía un poco más cada día.
Pero esa rutina infernal llegó a su fin de forma inesperada.
Una mañana, cuando los primeros rayos del sol se filtraban entre las nubes grises que cubrían el campamento, Cassian escuchó un revuelo en el aire. Las voces en el campamento eran diferentes, tensas, como si algo importante estuviera ocurriendo. No lo lanzaron a la arena esa vez. En lugar de eso, lo sacaron de su jaula de forma brusca, encadenándolo junto a otros prisioneros, y los hicieron caminar. Los miembros de los "Ojos del Cuervo", con sus ropas negras deshilachadas y protecciones oxidadas, lo empujaban constantemente para que siguiera avanzando.
El campamento estaba siendo levantado. Cassian observó a su alrededor, tratando de encontrar sentido a la situación. Los guardias revisaban a los prisioneros uno por uno, y aquellos que escondían algo —ya fueran pequeñas armas, trozos de metal o cualquier cosa que pudiera usarse para luchar— eran ejecutados sin titubear. Los cuerpos caían al suelo con un sonido sordo, y los demás prisioneros, incluyéndolo a él, apretaban los dientes y seguían caminando.
A su alrededor, otros prisioneros —hombres y mujeres— también marchaban, encadenados, agotados por los meses de tortura y maltrato. Cassian podía escuchar los crujidos de los grilletes, el sonido de los pies arrastrándose por la tierra. Pero lo que más llamó su atención fue una conversación entre dos de los guardias de los Ojos del Cuervo, justo detrás de él.
—Por fin esta mierda acabó, ¿no lo crees, Gerak? —dijo uno, un hombre alto y huesudo con una barba irregular. Su tono era de alivio, pero también de aburrimiento.
—Sí, ya estaba harto. Atacar aldeas y ver a esos pobres cabrones pelear hasta la muerte se volvió tedioso. —Gerak, más bajo y corpulento, escupió en el suelo—. Necesito algo mejor. Una buena puta que no llore tanto, y una cama decente donde pueda descansar sin tener que escuchar a estos malnacidos gritar por la noche.
—Lo que sea con tal de salir de aquí. —El hombre alto rió entre dientes—. Aunque, mierda, ese señor apenas nos va a pagar. Ni siquiera sé para qué demonios nos contrataron. Todo esto por un maldito desacuerdo sobre unos putos árboles.
Gerak bufó. —Así es la nobleza. Se dividen las tierras, y nosotros nos llevamos las sobras. Al menos no hubo una batalla campal. Eso sí que sería un asco.
Cassian escuchaba en silencio, pero por dentro hervía de odio. Los "Ojos del Cuervo" no eran más que mercenarios contratados para hacer el trabajo sucio de algún señor feudal, luchando en disputas que ni siquiera comprendían. Solo peones en un juego más grande, pero a diferencia de él, estos hombres disfrutaban de su papel.
La marcha continuó durante horas. El sol golpeaba sin piedad, y el calor sofocante se sumaba al peso de las cadenas que mordían las muñecas de Cassian. Cada paso era un recordatorio de su debilidad, de lo lejos que había caído desde el día en que perdió todo.
Finalmente, llegaron a un claro en el bosque, donde varios carromatos los esperaban. Los guardias comenzaron a dividir a los prisioneros, agrupándolos en filas según sus habilidades o simplemente al azar. Cassian fue arrojado a uno de los últimos carromatos, su cuerpo rígido por el cansancio, pero sus ojos aún ardían con la furia contenida.
—Que esto termine de una vez —murmuró Cassian para sí mismo, mientras el carromato comenzaba a moverse con el crujir pesado de sus ruedas sobre la tierra. El sol comenzaba a hundirse en el horizonte, proyectando sombras largas a lo largo del camino, mientras el sudor de su frente le quemaba los ojos. Estaba agotado, pero la adrenalina aún latía en su cuerpo, manteniéndolo alerta a pesar del cansancio.
El tiempo pasó de forma indescifrable. Las horas se dilataban en la penumbra de la lona que cubría el carromato, dejando a Cassian en una inquietante oscuridad. A su alrededor, otros prisioneros respiraban con dificultad, algunos heridos, otros tan agotados que apenas se mantenían conscientes. No había palabras, solo el pesado silencio de los condenados. De vez en cuando, un gemido o un gruñido rompía la monotonía, pero nadie se atrevía a hablar en voz alta. No había necesidad.
De pronto, los sonidos exteriores comenzaron a cambiar. Las ruedas del carromato ya no crujían sobre tierra suelta, sino sobre un terreno más firme, probablemente empedrado. Cassian aguzó el oído, percibiendo voces, el bullicio de la vida urbana que empezaba a infiltrarse entre los resoplidos de los caballos. El aire olía diferente. A humo, a sudor, a desechos humanos y comida cocinada apresuradamente. Eran señales de una ciudad.
El carromato se detuvo bruscamente, y después de lo que parecieron minutos interminables, la lona que cubría el carromato fue arrancada de un tirón. La luz del sol ya declinante lo golpeó en la cara como una bofetada, obligándolo a entrecerrar los ojos. Los guardias comenzaron a sacar a los prisioneros uno por uno, empujándolos con rudeza fuera del carromato.
Cuando finalmente le llegó su turno, Cassian sintió el aire de la ciudad golpear su rostro. Su primer pensamiento fue que aquel lugar era tan ajeno como sofocante. Las calles eran estrechas, serpenteantes, bordeadas de edificios de piedra y madera que parecían apilados unos sobre otros, como si la ciudad hubiese crecido sin orden ni sentido, adaptándose a la pura necesidad de albergar más almas. Los tejados estaban inclinados, y muchas casas tenían balcones que se asomaban peligrosamente sobre las calles. El suelo estaba cubierto de una capa de suciedad que mezclaba barro con excrementos de animales y orines. Los charcos de agua sucia formaban pequeños espejos en el suelo, reflejando de forma distorsionada a los transeúntes que pasaban por encima de ellos.
El bullicio era ensordecedor. Vendedores gritaban sus mercancías desde las esquinas, mientras mujeres vestidas con ropas raídas tiraban de los brazos de los hombres que pasaban, ofreciendo sus "servicios" con sonrisas forzadas. Los soldados de la Casa Drakov, con sus armaduras opacas por el uso, esperaban en formación en el centro de la plaza principal. Los estandartes ondeaban perezosamente en la brisa, llevando los colores negro y rojo de Drakov, y el aire estaba cargado de tensión. Habían terminado de recibir su pago, y ahora los mercenarios, esos perros sin lealtad, formaban una fila para reclamar su recompensa.
A Cassian lo empujaron hacia adelante, obligándolo a avanzar con los otros prisioneros, mientras los mercenarios de los Ojos del Cuervo esperaban su turno para cobrar lo que les correspondía. No podía dejar de sentir que su vida pendía de un hilo. Sabía bien lo que solía ocurrir con los prisioneros. Los vendían como ganado. Había visto a los mercaderes de esclavos en su aldea alguna vez, cuando era niño. Hombres de mirada fría y calculadora que examinaban a las personas como si fueran objetos, decidiendo su valor en función de su fuerza, salud o atractivo.
—Nos venderán como a los demás —pensó. Era lo más lógico. En este mundo, el esclavismo era tan común como la guerra o la muerte. No había escapatoria. Él no era diferente.
Sin embargo, cuando los mercenarios recibieron su pago y comenzaron a dispersarse, arrastrándolo a él junto a ellos, no lo llevaron al mercado de esclavos. Cassian se tensó, esperando lo inevitable, pero en su lugar, lo condujeron hacia una posada cercana, un edificio grande y desvencijado, con las ventanas llenas de mugre y las puertas ladeadas por el uso. Al pasar, vio cómo varias mujeres con vestidos raídos, algunas apenas cubiertas, se acercaban a los mercenarios y soldados que las miraban con ojos hambrientos. Algunas reían, otras simplemente exhibían sus cuerpos sin emoción, como si ya no quedara alma detrás de sus ojos.
Cassian no entendía por qué no lo habían vendido. Tal vez aún no era el momento. Tal vez esperaban obtener más por él en otro lugar. O tal vez... Fenrik tenía algo más planeado. Esa incertidumbre lo carcomía por dentro, mientras la cadena atada a su cuello le recordaba que, por ahora, su destino no estaba en sus manos. Sus pensamientos no paraban de girar, pero los mantenía en silencio. Sabía que cualquier palabra o gesto incorrecto le costaría caro.
—¡Vamos, perro! —gritó uno de los mercenarios, dándole un fuerte empujón que lo sacó de su ensimismamiento. Cassian trastabilló, pero logró mantenerse de pie, aunque su cuerpo resentía cada paso. La fatiga era casi insoportable; su piel magullada y sucia ardía con cada roce de la ropa, y los músculos, tensos de las múltiples peleas, amenazaban con colapsar en cualquier momento. Pero no podía permitirse mostrar debilidad.
Atravesaron la puerta de una posada. El lugar era oscuro, asfixiante, lleno de una mezcla de humo y olores penetrantes: sudor rancio, cerveza derramada y tabaco barato. El suelo estaba cubierto de una mugre pegajosa que crujía bajo sus pies, mientras las antorchas, colocadas en las paredes de piedra, emitían una luz mortecina que apenas lograba perforar la penumbra.
Cassian echó un vistazo rápido a su alrededor. Las mesas de madera, destartaladas y llenas de marcas de peleas pasadas, estaban abarrotadas de hombres malolientes y ruidosos. Algunos ya estaban tambaleándose de borrachos, otros reían con la boca llena de dientes rotos mientras alzaban sus jarras de cerveza. Al fondo, un grupo de músicos tocaba una melodía desafinada en un rincón, como si la música fuera una obligación más que un placer.
Los Ojos del Cuervo, la banda de mercenarios con la que había sido capturado, avanzaron hacia una de las mesas más grandes del lugar. Con el habitual desprecio que mostraban por cualquiera que no fuera de su grupo, apartaron a unos hombres que ya ocupaban esa mesa, lanzándoles miradas de advertencia. Los desplazados no dijeron nada; sabían mejor que pelear con hombres como esos.
Cassian fue arrastrado hacia una esquina, encadenado a una barra de hierro clavada en la pared, como si fuera un perro abandonado. Los eslabones de hierro eran gruesos y pesados, y resonaban con cada movimiento que hacía. Intentó acomodarse en el suelo de piedra fría, pero el dolor de su cuerpo le recordaba las múltiples veces que lo habían golpeado y obligado a luchar. Mientras los mercenarios comenzaban a beber y discutir sobre sus últimas miserias, Cassian, con la mandíbula apretada, intentaba descifrar por qué lo mantenían con vida.
No era el único prisionero que no había sido vendido. Algunos de los otros, igualmente sucios y magullados, estaban encadenados en otras partes de la sala, mirándose los pies o el suelo, sumidos en su propio infierno personal. Pero lo que más inquietaba a Cassian era la extraña sensación de que Fenrik, el líder de los Ojos del Cuervo, tenía algo preparado para él. Lo había visto en su mirada calculadora, en el modo en que lo observaba con esa sonrisa torcida de satisfacción.
Mientras esas inquietantes ideas seguían taladrándole la mente, el sonido de pasos pesados lo sacó de sus pensamientos. Fenrik se acercaba, su figura enorme oscureciendo aún más el rincón donde Cassian estaba encadenado. La luz de las antorchas dibujaba sombras extrañas sobre su rostro, destacando las cicatrices y la maldad que había en cada gesto. Cuando llegó hasta él, el hedor de su aliento lo golpeó como un puñetazo. Olía a alcohol rancio y carne podrida. Cassian se tensó.
—Me hiciste ganar una buena paga sin tener que mover un maldito dedo —dijo Fenrik, su voz ronca, casi divertida. Sus ojos, pequeños y fríos, recorrían a Cassian como si fuera un trofeo. Se inclinó hacia él, dejando que su aliento pestilente lo envolviera—. Tienes talento para matar, mocoso. Lo vi en la arena. Tienes una habilidad... especial.
Cassian intentó mantenerse firme, pero su cuerpo lo traicionaba. Sentía la piel tensarse sobre los músculos doloridos, cada fibra de su ser gritaba agotamiento, pero sus ojos, sus ojos seguían desafiando. Fenrik notó esa chispa de resistencia, y frunció el ceño.
—Esos ojos asesinos no me gustan —gruñó de repente, y antes de que Cassian pudiera reaccionar, Fenrik le propinó un puñetazo directo al estómago. El golpe fue brutal, seco, dejándolo sin aliento. Sintió que todo el aire escapaba de sus pulmones mientras su visión se nublaba por un momento. Cayó de rodillas, jadeando, pero no dejó que ni un gemido de dolor escapara de su garganta. Sabía que Fenrik buscaba someterlo, doblegar su espíritu.
El líder de los mercenarios se inclinó hacia él, con una sonrisa cruel dibujada en sus labios. Cassian lo miró a los ojos, y lo único que encontró allí fue oscuridad.
—No me veas con esos malditos ojos, bastardo —siseó Fenrik, escupiéndole en la cara. El hedor lo invadió, pero Cassian no apartó la mirada. Fenrik lo observó en silencio durante unos segundos, evaluándolo, como un cazador que observa a una presa herida—. Escucha bien, mocoso. Eres mi propiedad ahora. Pero no tienes que estar encadenado si no me das motivos para mantenerte así.
Fenrik se enderezó, dando un paso atrás, su tono ahora más calmado, casi relajado.
—Hoy estoy de buen humor —continuó—. Te pagaré una comida decente y un baño. No quiero que mi perro esté demasiado sucio. Pero escucha bien lo que te digo: vas a trabajar para mí. La próxima vez que encontremos trabajo, estarás en la primera línea. Peleando. Muriendo si es necesario. No eres más que carne para la guerra. Carne que se puede usar o desechar.
Cassian permaneció en silencio, su mandíbula tensa, mientras Fenrik hablaba. Sabía que no tenía opción. Su única posibilidad de supervivencia era jugar el juego de Fenrik por ahora, pero no pensaba someterse. No por mucho tiempo.
—Bienvenido a los Ojos del Cuervo, bastardo —finalizó Fenrik, soltando una carcajada seca—. Ahora eres parte de mi banda.
Con esas últimas palabras, Fenrik se dio la vuelta y se alejó, dejándolo nuevamente encadenado en la oscuridad. Cassian observó cómo los mercenarios seguían bebiendo y riendo. Sabía que su vida, por ahora, estaba en manos de Fenrik. Pero también sabía que la vida en ese mundo cruel estaba llena de oportunidades inesperadas. No era el final. No aún.
Mientras esperaba, en medio de la oscuridad, su mente comenzaba a trazar un camino hacia la supervivencia. Porque, aunque encadenado y herido, Cassian no había olvidado quién era.