—Te dejé viva —corrigió la Reina Anette, acero en sus ojos mientras finalmente encontraba la mirada indignada de su hija—. Mejor ser impotente y miserable que una cabeza en una pica, o Dios no lo quiera, vendida a un burdel.
Los labios de Daphne se apretaron en una línea fina. Su madre no se equivocaba, pero tampoco estaba del todo en lo cierto.
—Madre, si sabías que no era del todo impotente... ¿por qué no dijiste nada? ¿No hiciste nada? Si no querías decírmelo cuando era una niña, ¿por qué no me lo dijiste cuando crecí? —Daphne exigió, el peso de todos los insultos y el maltrato que soportó en su juventud surgiendo a la superficie.
Su voz se convirtió en un llanto desesperado por ayuda, y las lágrimas se formaron en sus ojos. Rápidamente las limpió con sus manos.
—¿Por qué me dejaste seguir viviendo, creyendo que era inútil? —continuó Daphne, molesta—. Era un destino peor que la muerte. —¿Por qué no me defendiste? ¿Por qué me ignoraste todos estos años?