Al caer la tarde, Nathaniel llegó a su propia propiedad, regalada por el Rey. Ya era uno de los señores más ricos del Noreste, pues el Rey no había escatimado en recompensarlo con lo mejor de todo.
La comitiva, compuesta por algunas carrozas, sirvientes leales y caballeros, entró por las imponentes puertas de la extensa propiedad.
Sentado dentro de su carroza Nathaniel estaba sumido en sus propios pensamientos sobre lo que su padre había dicho. Ese maldito hombre había echado el agua fría sobre su felicidad de ser libre de su padre y ser un señor libre al agregar otro problema en su camino: el matrimonio.