Las campanas resonaron en la noche, su sonido cortante rompiendo el apacible silencio de Nissari. Cada tañido martillaba en los corazones de los habitantes, evocando el terror de la invasión que habían enfrentado una década atrás. Los recuerdos de esa noche fatídica volvían con furia, alimentados por el repiqueteo de las campanas.
En un abrir y cerrar de ojos, el pueblo se sumió en un frenesí de actividad. Las luces de las casas se apagaron de golpe, las puertas y ventanas se cerraron con un estrépito sordo, y el bullicio que llenaba la plaza central se extinguió en un silencio mortal. Los niños, que apenas momentos antes jugaban felices, fueron apresuradamente conducidos por sus padres hacia los refugios subterráneos, sus risas sofocadas por el miedo reflejado en los ojos de los adultos
El alcalde, un hombre de mediana edad con cabellos salpicados de gris y ojos que llevaban el peso del pasado, avanzaba por las calles con pasos rápidos y decididos. A pesar de su postura firme y su voz de mando, el miedo parpadeaba en lo profundo de sus ojos, un temor que había aprendido a ocultar tras la máscara de la autoridad.
"¡A los refugios, rápido!" clamó el alcalde, con voz temblorosa apenas perceptible bajo la urgencia de sus palabras. "Cierren las puertas y no salgan hasta que el sonido de las campanas cese. Nuestras defensas no son las mismas que hace una década; mantengan a sus seres queridos cerca y confíen en nuestros muros. Las bestias nos rodean de nuevo esta noche, pero ¡no permitiremos que nos roben nuestra esperanza.! ¡No dejaremos que deshagan todo lo que hemos reconstruido!"
En la multitud, el miedo y la determinación crecían como una marea imparable. Las expresiones oscilaban entre el terror y la valentía, entre la urgencia de huir y el deber de defender lo que quedaba de su hogar. Las miradas de los padres se encontraban con las de sus hijos, prometiéndoles con gestos silenciosos protegerlos a toda costa.
En medio del caos, un anciano de ojos sabios emergió. Su voz temblaba, pero irradiaba determinación.
"No olviden nuestra resistencia pasada", dijo con un tono que resonaba con la sabiduría de los años vividos. "Hace diez años, enfrentamos a las bestias y sobrevivimos. Somos más fuertes ahora. No dejemos que el miedo nos paralice. Debemos proteger lo que es nuestro, y juntos, superaremos esta noche oscura".
Los guardias del pueblo, escasos y mal equipados en comparación con la amenaza que se avecinaba, asintieron con determinación. Las armaduras oxidadas y las espadas melladas eran testigos silenciosos de la falta de recursos y la precaria preparación que el pueblo tenía para enfrentar un peligro de tal magnitud.
El alcalde, sin embargo, sabía que su prioridad era mantener a salvo a los habitantes del pueblo, a pesar de las limitaciones. Después de dar sus instrucciones, se aproximó a un grupo de guardias y se dirigió a ellos en voz baja, con un nudo de preocupación en la garganta.
"Chicos, sé que no tenemos los medios adecuados para luchar contra estas bestias. Nuestra prioridad es asegurarnos de que todos estén en los refugios. No podemos evitar que las bestias lleguen, pero debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para retenerlas el tiempo suficiente para que nuestros seres queridos se resguarden. Protejan las murallas del pueblo con sus vidas si es necesario, pero no permitan que entren. Estamos en desventaja, pero nuestro coraje puede ser nuestra mayor arma esta noche."
Mientras el alcalde hablaba, un hombre se le acercó con ansiedad en los ojos. "¿Y qué hacemos con la mansión y la cabaña de la montaña, señor alcalde? ¿Debemos protegerlas?"
El alcalde frunció el ceño, consciente de que estas eran decisiones difíciles de tomar. "La joven señorita estará a salvo en la mansión. Su familia no la dejaría venir a un lugar como este sin la protección adecuada. Pero si queremos superar esta invasión con las menores bajas posibles, necesitaremos su ayuda para proteger el pueblo. Iré a solicitar su apoyo de inmediato."
En cuanto a la cabaña de la montaña, el alcalde sacudió la cabeza con pesar. "Lo que suceda en la cabaña no es responsabilidad del pueblo. Aceptamos su construcción a petición de la joven señorita, pero no podemos arriesgar las vidas de nuestros habitantes por ello. Mezclarnos con Kael solo traería desgracia y pondría en peligro a todos nosotros. Protegeremos lo que es nuestro y a quienes son nuestros, eso es lo único que podemos hacer."
El viento soplaba frío y cortante en la cima de la montaña, zarandeando los árboles que rodeaban la cabaña de Elías. Desde esa altura, se extendía ante él el pueblo de Nissari, un mar de luces titilantes que parpadeaban en la distancia, cada una de ellas representando un hogar, una familia, una vida. Pero esta noche, esas luces se apagaban una a una, engullidas por las sombras que se cernían sobre el pueblo.
Un sonido lejano de las campanas de alarma resonó en los oídos de Elías, un eco de terror que se había apoderado de su ser. Un estremecimiento recorrió su espalda mientras las imágenes del pasado se agolpaban en su mente. El aroma metálico de la sangre, los gritos desesperados de angustia, la abrumadora sensación de impotencia; todo ello lo inundó, convirtiendo su piel en un mapa de recuerdos dolorosos.
Un ataque de pánico lo embargó, su respiración se volvió superficial y rápida, su corazón golpeaba con fuerza en su pecho como un tambor frenético. Cerró los ojos con fuerza, tratando de contener la oleada de emociones que amenazaban con aplastarlo.
"No, no de nuevo", murmuró entre dientes en un suspiro entrecortado. Sin embargo, el pasado se aferraba a él con una tenacidad que no cedía ante simples deseos de olvido.
Con un esfuerzo titánico, Elías luchó contra el pánico que amenazaba con paralizarlo. Trató de llenar sus pulmones con el aire fresco y limpio de la montaña que se filtraba entre los árboles cercanos. A su espalda, la cabaña se alzaba como un refugio oscuro y silencioso; ahora, más que nunca, necesitaba enfrentar lo que se avecinaba.
Su paso tembloroso cruzó el umbral de la cabaña. En la penumbra, la luz vacilante de una vela proyectaba sombras danzantes en las paredes de madera gastada. La respiración de Kael, rítmica y tranquila, llenaba el espacio con un eco de sueño profundo.
Con manos temblorosas pero decididas, alzó a Kael en sus brazos. Sentía la angustia del pasado acechándolo, pero una determinación feroz lo impulsaba. No permitiría que el pasado se repitiera; esta vez, estaba decidido a evitar que las bestias se llevaran a otro ser querido. Estaba dispuesto a enfrentarse a los mismos terrores que lo habían atormentado durante años si eso significaba salvaguardar a su amigo.
Firme, Elías emergió de la cabaña, llevando a Kael a cuestas mientras se adentraba en la noche oscura. La luna, apenas un delgado arco plateado en el cielo estrellado arrojaba una luz tenue sobre su camino.
A medida que Elías descendía la empinada ladera de la montaña, con Kael apretado contra su pecho, un ruido tenue pero ominoso se filtró en sus oídos. Un crujido apenas perceptible, como ramas quebrándose bajo patas pesadas, capturó su atención. Se detuvo en seco, su corazón latía tan fuerte que podía sentir sus pulsaciones martillando en sus sienes.
La oscuridad se ciñó sobre Elías como una manta de terror, envolviéndolo en un abrazo gélido. A pesar de la negrura, su mirada aguda percibió sombras móviles a lo lejos. Eran monstruosidades grotescas, con cuerpos cubiertos de escamas viscosas y ojos hambrientos. Su piel exudaba una sustancia aceitosa, haciendo que la luz de la luna se deslizara sobre ellos de manera repugnante. Tenían la forma de perros, pero sus extremidades eran retorcidas y sus garras afiladas como cuchillas. Sus ojos brillaban con un hambre feroz y sus colmillos goteaban un líquido oscuro, propio del mismísimo infierno.
Cicatrices profundas adornaban sus cuerpos, algunas aún sangrantes, mientras otras estaban cubiertas por costras de pus y carne descompuesta. Sus aullidos resonaban en el aire, llenos de odio y sed de sangre. No eran criaturas ordinarias; eran depredadores, seres que caminaban en la delgada línea entre lo real y lo sobrenatural.
El miedo se apoderó de Elías, congelándolo en el lugar, como una estatua de pavor tallada en la penumbra. Se ocultó detrás de un árbol, sus respiraciones entrecortadas resonaban en la quietud de la noche, cada inhalación una bocanada de pánico.
Observó en silencio mientras las bestias se movían con una agilidad, como sombras acechando en la oscuridad, olfateando el aire en busca de cualquier rastro de presa. Sus ojos, como brasas encendidas en la noche, escudriñaban cada rincón del bosque, buscando, esperando.
El crujido de una rama bajo el peso de una de las bestias resonó en el silencio, un sonido tan agudo y desgarrador que parecía perforar los tímpanos de Elías. Su corazón latía con una fuerza desbocada, como un tambor que marcaba el compás del miedo que lo atenazaba. El sudor frío perlaba su frente mientras luchaba por contener un grito que amenazaba con escapar de su garganta.
En ese instante, se dio cuenta de que estaba acompañado por la muerte misma en forma de bestias voraces. Cada segundo que pasaba se estiraba como una eternidad, mientras la sombra de las bestias se cernía más cerca. Su mente, un torbellino de miedo y desesperación, buscaba frenéticamente una salida, una estrategia, cualquier cosa que pudiera darle una ventaja contra estas criaturas infernales.
Apretó los dientes con fuerza, luchando contra el temblor que sacudía su cuerpo, mientras se preparaba para el enfrentamiento que se avecinaba. La oscuridad se convirtió en su aliada y su enemiga al mismo tiempo, ocultándolo de las bestias, pero también sumiéndolo en un mundo de sombras inquietantes y peligros invisibles.
En ese momento, el bosque dejó escapar un gemido, como si la propia tierra estuviera llorando por la tragedia que se avecinaba. Las bestias se movieron más cerca, sus respiraciones pesadas llenaban el aire con un hedor a podredumbre y muerte.