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Chapter 2 - Primera parte

Mi inestimable Varvara Aleksiéyevna:

¡Ayer me sentí yo feliz, extraordinariamente feliz, como no es posible serlo más! ¡Con que por lo menos una vez en la vida usted, tan terca, me ha hecho caso! ¡Al despertarme, ya oscurecido, a eso de las ocho (ya sabe usted, amiga mía, que, terminando mi trabajo en la oficina, de vuelta a casa, me gusta echar una siestecita de una o dos horas), encendí la luz, y ya había colocado bien mis papeles y sólo me faltaba aguzar mi pluma, cuando, de pronto, se me ocurre alzar la vista, y he aquí que…, lo que le digo, que me empieza a dar saltos el corazón! ¡Ya habrá usted adivinado lo que ocurría! Pues que un piquito del visillo de su ventana estaba levantado y prendido en una maceta de balsamina, exactamente como yo otras veces hube de indicarle. Así que me pareció como si contemplara su adorado rostro asomado un instante a la ventana y que también usted me miraba desde su gabinetito, que usted también pensaba en mí. Y ¡cuánta pena me dio, palomita mía, el no poder distinguir bien su encantador semblante! ¡Hubo un tiempo en que también yo tenía buena vista, hija mía! ¡Los años no proporcionan ningún contento, amor mío! ¡Ahora suele ocurrirme que me baila todo delante de los ojos! En cuanto escribo un ratito, ya amanezco al día siguiente con los ojos ribeteados y lacrimosos, hasta el punto de darme vergüenza que me vea nadie. Pero en espíritu veía yo muy bien, hija mía, su amable y afectuosa sonrisa, y en mi corazón experimentaba sensación idéntica que en aquel tiempo, cuando la besé aquella vez, Várinka. ¿Lo recuerda usted aún, mi ángel? ¿Sabe usted, palomita mía, que me parece verla en este instante amenazándome con el dedo? ¿Será verdad, mala? La primera vez que vuelva a escribirme, me lo ha de decir sin remisión y con detalles.

Bueno, vamos a ver: ¿qué piensa usted de nuestra idea, me refiero al visillo de su ventana, Várinka? Magnífica, ¿no es verdad? Cuando yo me siente para escribir, o me acueste, o me levante, siempre podré saber así si usted me lleva todavía en el pensamiento y se acuerda de mí, y también si está usted buena y alegre. Si deja caer el visillo, querrá decir: «Buenas noches, Makar Aleksiéyevich, ¡ya es hora de irse a la cama!». Si lo vuelve a levantar, será para decir: «¡Buenos días, Makar Aleksiéyevich! ¿Cómo pasó la noche, Makar Aleksiéyevich? ¡Yo, gracias a Dios, estoy muy bien y muy contenta!».

Ya ve usted, amiguita, qué delicada resulta la idea. ¡De este modo no necesitamos escribirnos! ¿Verdad que está muy bien pensado? ¡Pues he sido yo el inventor de esta idea tan sutil! ¿Y ahora, Varvara Aleksiéyevna, dirá usted todavía que no tengo imaginación?

Tengo que decirle aún, nena, que la noche última la he pasado en un sueño, muy bien, contra lo que me esperaba, por lo que también yo estoy ahora muy contento, sobre todo teniendo en cuenta que, por lo general, en una habitación nueva, por la falta de costumbre, no se suele coger el sueño; por lo visto, no siempre pasan las cosas como habrían de pasar. Al levantarme hoy me sentía enteramente…, tan, vamos, tan ligero de cuerpo y de espíritu…, tan alegre y despreocupado. ¡Es que hoy también ha hecho una mañana…! Abrí la ventana, y entró por ella el sol a raudales, rompieron a cantar los pájaros, impregnóse el aire de aromas de primavera, y toda la Naturaleza revivió…; bueno, también todo lo demás estaba como es debido, exactamente como debe estar cuando es primavera. ¡Con decirle a usted que yo me puse a soñar también un poquitín, claro que pensando sólo en usted, Várinka! La comparaba mentalmente con un angelito del Cielo, creado tan perfecto para alegría de los hombres y ornamento de la naturaleza. Y pensaba también que nosotros Várinka, nosotros, los hombres, que pasamos la vida entre angustias y sobresaltos, podíamos envidiar, por su despreocupada e inocente alegría, a los pajarillos del cielo…, y algo más también, todo por este estilo, me parece. ¡Quiero decir, que sólo hacía esas comparaciones remotas! Tengo aquí, Várinka, un librito en el que se habla de esas cosas, y todo se describe muy al pormenor. Digo esto para que se vea que, aunque siempre discrepan las opiniones, ¿no es verdad, querida Várinka?, ahora que es primavera, se le ocurren a uno exactamente ideas iguales de placenteras y espirituales y fantásticas e idénticos ensueños de ternura. Todo el mundo se muestra a nuestros ojos con un viso rosa. Por eso precisamente he escrito yo todo lo que antecede. Aunque en su mayor parte lo he sacado todo del librito que le digo. En él expresa el autor el mismo deseo que yo, sólo que en verso:

¡Oh, quién fuera un ave, un ave de rapiña!

Etcétera. Luego vienen también otros pensamientos distintos, pero… ¡le hago gracia de ellos! Pero dígame, Varvara Aleksiéyevna: ¿adónde iba usted esta mañana? Aún no había salido para la oficina, cuando ya atravesaba usted, tan pizpireta, el portal, y como un pajarillo de primavera había dejado su nidito. ¡Y cómo se me alegró el corazón al verla! ¡Ah Várinka, Várinka! ¡No se aflija usted! Las lágrimas no quitan las penas, créame a mí, que harto lo sé, y por experiencia propia. Ahora lleva usted una vida muy alegre y distraída, y también está mejor de salud. Bueno…, pero a todo esto, ¿qué hace su Fiodora? ¡Ah y qué buena es la pobre! ¡Usted debería escribírmelo todo con todos sus detalles, Várinka, cómo se lleva usted con ella y si está usted contenta del todo! ¡Fiodora es a veces algo gruñona, pero usted no se lo debe tomar en cuenta, Várinka! ¡Dios sea con ella! A pesar de todo, es un alma de Dios.

Ya le escribí a usted hablándole de nuestra Teresa: es también una criatura buena y fiel. ¡Cuánto me han dado que hacer nuestras cartitas! ¿Cómo hacerlas llegar a su destino? Hasta que quiso Dios que viniera Teresa, como enviada propiamente por Él. Es una chica buenaza, modesta y de buen genio. Pero nuestra patrona, ni que decir tiene, muestra carecer de toda piedad al esquilmarla como lo hace. La pobre chica no puede con tanto trabajo.

¡Pero en qué estoy pensando, Varvara Aleksiéyevna! ¡Todavía no le he dicho que vivo ahora en compañía! Antes vivía yo en soledad completa, bien lo sabe usted, con una paz y silencio que cuando volaba una mosca se la sentía. ¡Mientras que ahora…, todo es barullo, algazara y estruendo en torno mío! Pero usted no puede formarse la más remota idea de lo que es esto. Imagínese usted un corredor interminable, muy oscuro y muy sucio. A la derecha está la acitara, sin ventanas ni puertas; pero a mano izquierda, extendiéndose, como en un hotel, muchas puertas, una al lado de la otra. Y detrás de cada puerta hay su correspondiente habitación, número tantos, y en cada una de esas habitaciones viven juntas dos o tres personas, que entre todas pagan el alquiler. Cuanto a orden, no se le ocurra pedirlo; ¡esto es el arca de Noé! A pesar de todo los inquilinos son buena gente, en mi concepto, y educados y hasta cultos, sí señor. Tenemos aquí, entre otros, cierto empleado… que es un hombre muy leído: le habla a usted de Homero y de otros muchos escritores, y le habla en una palabra, de todo…; nada ¡que es un hombre de talento! Tenemos también dos ex oficiales que se pasan la vida jugando a las cartas. Y, además, un marino, que da lecciones de inglés. Aguarde un poco, que voy a contarle algo de risa: ¡en mi próxima carta le describiré en estilo satírico a toda esta gente, pintándole a usted con todos sus detalles el modo como viven!

Nuestra patrona es una vieja muy pequeñita y muy sucia, que anda todo el día por la casa en chancletas y envuelta en una bata de dormir, y está constantemente insultando a la pobre Teresa. Yo vivo en la cocina, o, mejor dicho…, ya se lo figurará usted: contiguo a la cocina hay un cuarto (debo decirle a usted que la tal cocina está muy limpia y es muy clara y apañadita), un cuartito muy chico, un rinconcito muy discreto… o, mejor dicho, que lo será, la cocina es grande y tiene tres ventanas, y paralelo al tabique me han colocado un biombo, de modo que resulta así un cuartito, un número supernumerario, como suele decirse. Todo muy espacioso y cómodo, y tengo hasta una ventana, y lo principal, que…, como le digo, todo está muy bien y muy confortable. Éste es mi rinconcito. Pero no vaya usted a imaginarse, hija mía, que yo lo diga con segunda intención, porque, al fin y al cabo, ¡esto no es más que una cocina! Es decir, hablando con exactitud, yo vivo en la misma cocina, sólo que con un biombo por medio, pero esto no significa nada. ¡Yo me encuentro aquí muy contento y a gusto, en completa modestia y placidez!

He colocado en este rinconcito mi cama, una mesa, una cómoda, dos sillas, sí, señor, un par nada menos, y he colgado de la pared una imagen piadosa. Cierto que hay habitaciones mejores y hasta mucho mejores, pero lo importante en este mundo es la comodidad; sólo por esto vivo yo aquí, porque me encuentro así más cómodo…, no vaya usted a pensar que lo hago por otra razón. Su ventanita de usted cae enfrente de mi cuarto, por encima del vestíbulo, y el vestíbulo es también muy pequeñito, de modo que se la ve a usted ir y venir con toda claridad…, con lo que siempre estoy, pobre de mí, más acompañado, y también me resulta más barata esta combinación. En esta casa, el cuarto más pequeño cuesta, incluyendo la comida, treinta y cinco rublos al mes. ¡Y eso no lo podría soportar mi bolsa! Pero mi rinconcito me viene a salir sólo por siete rublos, y por la comida a costarme todo, en números redondos, treinta rublos, para pagar los cuales tenía que renunciar a muchas cosas: no podía, por ejemplo, tomar té siempre, y ahora, en cambio, me sobra dinero para azúcar. Así como se lo digo a usted: no puede usted figurarse la vergüenza que uno pasa cuando no puede tomar té, Várinka. En esta casa sólo viven personas que cuentan con ingresos seguros, y eso encocora un poco. Y para que lo sepa, sólo porque el otro toma té, sólo por el qué dirán, tiene uno que tomarlo, Várinka; porque aquí eso forma parte del buen tono. Si así no fuera, a mí me daría exactamente igual, que no soy hombre que conceda mucha importancia a los placeres.

Hay que contar, además, con que se necesita llevar algún dinero en el bolsillo, pues siempre hace falta alguna cosa; pongamos, por ejemplo, un par de botas, un corte de tela para un traje y teniendo esto en cuenta, ¿qué le queda a uno libre? Así que a mí se me va todo el sueldo. Aunque no me quejo de que así sea, sino que, por el contrario, estoy la mar de contento. A mí me basta con lo que tengo. ¡Muchos años hace ya que me basta! Bien es verdad que de cuando en cuando tenemos alguna que otra gratificación…

Bueno, ángel mío, quede usted con Dios por hoy. Me he comprado un par de plumas, dos tiestos, uno de balsamina y otro de geranio… baratitos. ¿Le gusta a usted por ventura el reseda? Pues bastará que me lo diga por carta para que en seguida esté aquí el reseda. Pero escríbame sin omitir detalle, ¿no? Por lo demás, no creo, hija mía, que deba servirle de disgusto… nada de lo que haga ni el que me haya agenciado un cuartito tan cuco. Sólo lo he hecho por la comodidad, únicamente me he dejado guiar en esto por la consideración de encontrarlo tan confortable… Pero debo confesarle también, hija mía, que he ahorrado algún dinero y puesto aparte alguna cantidad: ¡Oh, sí; poseo ya mis ahorrillos! No piense usted que soy pacato y tímido que una mosca pudiera derribarme con sus alas. No, hija mía, no soy tan poca cosa y tengo precisamente el carácter que debe tener el hombre que tiene la conciencia tranquila y esa entereza que comunica el sentimiento del propio decoro. Pero adiós, ángel mío. Ya he llenado dos cartillas enteras y es la justa hora de ir a la oficina. Beso sus deditos, Várinka, y quedo suyo devotísimo servidor y fidelísimo amigo.

Makar Dievuschkin

P. S. —Perdone, vuelvo a rogarle que me escriba extensamente, ángel mío. Le envío adjunto un cucurucho de dulces, Várinka; que los saboree con felicidad y, por Dios, no se preocupe de mí y no me mire con malos ojos. Y esta vez de veras, adiós, hija mía.

* * *

8 de abril

Mi estimado Makar Aleksiéyevich:

¿Sabe usted que va a haber que retirarle a usted la amistad? Le juro, mi buen Makar Aleksiéyevich, que a mí me cuesta la mar de trabajo el aceptar sus obsequios. Sé lo que le cuestan y la brecha que abren en su bolsa, a cuántas privaciones le obligan y cómo tiene usted que escatimarse lo necesario. ¿Cuántas veces no le habré dicho que a mí no me hace falta nada, absolutamente nada, y que no está en mi mano el corresponder debidamente a las atenciones con que usted me abruma? La balsamina, todavía pase, pero ¿a qué viene también el geranio? ¿Es que basta que yo suelte una palabra impremeditada, como, por ejemplo, que me gustan los geranios, para que usted vaya en seguida a comprarme un tiesto? ¿Encuentra usted algo caro? ¡Qué maravillosas son las flores! ¡Qué brillo tan rojo tienen y cuántas son! Pero dígame usted, hombre: ¿dónde ha podido usted encontrar un ejemplar tan hermoso? He colocado la maceta en el alféizar de la ventana, en el sitio más visible. En el banquito que hay al pie de la ventana pondré también otras flores, ¡pero deje usted que me haga rica! Fiodora no acaba de hacerse lenguas de nuestro cuartito, que es ahora un verdadero paraíso, de limpio y claro y acogedor. Pero ¿a qué venía también eso de los dulces?

Además, inmediatamente deduje de la lectura de su carta que había algo de por medio, no del todo bien; la primavera, los aromas, el canturrear de los pajaritos…, nada, que pensé: ¿a que va a endilgarme una poesía? Porque a decir verdad, sólo versos faltaban en su carta, Makar Aleksiéyevich. Los sentimientos que en ella expresa son muy tiernos, y las ideas teñidas de rosa…, ¡todo como es debido! En lo del visillo no tuve yo parte. Ese piquito que dice debió quedarse prendido de una rama al trasladar yo las macetas. ¡Y eso es todo!

¡Ah Makar Aleksiéyevich!, ¿a qué me habla usted y me hace la cuenta de sus ingresos y sus gastos para tranquilizarme y hacerme creer que todo lo que usted gasta lo gasta por gusto? Lo que es a mí no me puede usted engañar. Yo sé muy bien que usted se priva por mí de lo más necesario. ¿Quiere decirme con toda claridad por qué se le ha ocurrido a usted alquilar ese cuarto? Ahí lo molestan y distraen a usted; el cuarto es, como si lo viera, demasiado chico, incómodo y feo. Usted gusta del silencio y de la soledad, pero…, ahí en esa casa, ¿qué vida va a llevar usted? Y con arreglo a su sueldo podía usted procurarse una habitación mucho mejor. Dice Fiodora que usted antes vivía incomparablemente mejor que hoy día. ¿Ha pasado usted realmente toda su vida así siempre solo, siempre con privaciones, sin disfrutar de nada, sin escuchar una palabra amiga; siempre en su chiribitil alquilado, entre gente extraña? ¡Ah amigo mío, si viera usted cómo le compadezco! Pero por lo menos, cuide usted de su salud, Makar Aleksiéyevich. Dice usted que no anda muy bien de los ojos…, ¡pues no escriba usted con luz artificial! ¿Por qué y qué es lo que usted escribe? Sin necesidad de eso, ya sus superiores deben conocer el celo que usted se toma por el servicio.

Se lo vuelvo a suplicar a usted, no gaste tanto dinero en mí. Ya sé que usted me quiere, pero usted no es rico… Hoy estaba yo de tan buen humor como usted al despertarme. ¡Si viera qué contenta estaba! Fiodora se había puesto a trabajar y me había preparado también a mí faena. Y esto me ponía la mar de alegre. Sólo salí de casa para comprar seda y en seguidita me puse a trabajar. ¡Y toda la mañana y toda la tarde he estado tan contenta! Pero ahora…, otra vez vuelven las ideas imprecisas y tristes a atormentarme el corazón.

¡Dios mío, qué será de mí, cuál será mi destino! ¡Lo peor es que ni sabe una nada, nada absolutamente de lo que le tiene reservado la suerte, que no dispone del porvenir y ni remotamente puede adivinar lo que ha de ser de una! Esta consideración me produce tanto dolor y tanta pena, que sólo con pensarlo quiere saltárseme el corazón. Toda mi vida he de quejarme con lágrimas en los ojos de las criaturas que labraron mi desgracia. ¡Qué seres tan horribles!

Se hace ya oscuro. Es hora de aplicarme de nuevo a la tarea. De buena gana le escribiría a usted más; el trabajo tiene que estar acabado para fecha fija. Así que tengo que aligerar. Claro que siempre gusta recibir cartas: de lo contrario, ¡se aburre una tanto! Pero ¿por qué no viene usted a visitarnos personalmente? ¿Quiere decirme por qué, Makar Aleksiéyevich? ¡Vivimos tan cerca, y usted debe de tener tanto tiempo libre! Así que…, nada, ¡que tiene que hacernos una visita! He visto hoy a su Teresa. Parece muy delicada de salud. Me dio tanta lástima de ella, que le di veinte copeicas[2].

Sí, es verdad, casi se me había olvidado; escríbame usted, lo más detalladamente posible…, qué genero de vida hace, qué pasa en torno suyo… ¡todo! Qué clase de individuos son los que ahí viven y si se lleva usted bien con ellos. Yo quisiera saberlo todo. Así que no se le olvide a usted escribirme todo, con toda clase de detalles. Hoy no dejaré engancharme involuntariamente al pico del visillo. Váyase a acostar más temprano. Anoche vi luz en su cuarto alrededor de la media noche. Y ahora, quede usted con Dios.

Hoy ha vuelto todo de nuevo: pena, sobresalto y tedio. ¡Ha sido un diíta! Pero, en fin, ¡quede usted con Dios! Suya,

Varvara Dobroselov

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8 de abril

Mi estimadísima Varvara Aleksiéyevna:

Sí, hija mía; sí, amor mío, debe de haber sido un día como a menudo nos depara la suerte. ¡Se ha divertido usted a costa mía, pobre viejo, Varvara Aleksiéyevna! ¡Aunque después de todo, soy yo quien tiene la culpa, yo y nadie más que yo! ¿Quién me manda a mí, a mi edad, con el pelo que me queda en la cabeza, meterme en aventuras?… Y, sin embargo, es menester que se lo confiese, hija mía; el hombre es a veces una cosa rara, pero que muy rara. ¡Oh Dios santo! ¿Qué es lo que a veces no se propasa uno a decir? Pero ¿y las consecuencias, las consecuencias últimas? Si, pese a lo que luego ocurrir pueda, por lo pronto suelta uno tales desatinos, ¡que Dios nos libre y nos guarde! Sí, hija mía, yo no me enfado en modo alguno; pero me resulta, sin embargo, muy desagradable reflexionar ahora en todas esas cosas que con tanta despreocupación y tan poco juicio le escribí a usted… Y hasta la oficina he ido hoy lleno de arrogancia y presunción; fulgían tales luces en mis ojos, llevaba tal fiesta en el alma, y todo esto sin el menor motivo… ¡Me sentía tan feliz! Ansioso de desplegar actividad, me puse al trabajo entre mis papeles…; ¿y en qué paró al fin todo ello? Pues en que, al tender luego la vista en torno mío, todo volví a encontrarlo como antes…, gris e insípido. Por todas partes las mismas manchas de tinta, las mismas mesas y los mismos papeles, e incluso yo mismo me había quedado como era antes, exactamente igual… ¿Qué motivo había habido, pues, para cabalgar en el Pegaso? ¿Y de dónde procedía todo aquello? Sencillamente de que el sol había sonreído por entre las nubes, y el cielo teñíase de un color más claro. ¿Acaso se debía todo sólo a eso? Y ¿qué tienen que ver los aromas primaverales cuando mira uno a un patio en el que se puede encontrar toda la basura del mundo? Verdaderamente, todas esas cosas me las he debido yo de imaginar de puro estúpido. Pero sucede a veces que el hombre se pierde en sus propios sentimientos y otea la lejanía y profiere disparates. Lo que sólo es efecto de una estúpida calentura, en la que tiene su parte el corazón. No volví luego a casa como los demás mortales, sino que me escurrí en ella; la cabeza me dolía. Me suele suceder así. Y es que debo de haber cogido frío a la espalda. ¡Me había estado alegrando exactamente igual que un burro viejo con la llegada de la primavera, y me eché a la calle con una capita muy fina! ¡También esto! Pero tocante a mis sentimientos, se equivoca usted, amor mío. Ha tomado usted en un sentido totalmente distinto mis palabras. Se trata únicamente de una inclinación paternal, Várinka, pues yo vengo a ocupar, en la triste orfandad en que se encuentra, el puesto de un padre, se lo digo con toda mi alma y con un corazón puro. Pero sea como fuere, después de todo, soy algo pariente suyo, aunque muy remoto, acaso como dice el refrán: la última palabra del credo, pero al fin y al cabo, un pariente suyo, y ahora hasta puedo añadir que su mejor pariente y único protector. Porque aquí, donde parecía lo más natural que encontrase usted ayuda y protección, tan sólo encuentra traición y desvío. Pero tocante a los versos, debo decirle a usted, hija mía, que no me está a mí bien, a mis años, ponerme a rimar coplas. ¡Las poesías son disparates! Hoy castigan a los chicos en las escuelas cuando los cogen haciendo versos. ¡Con que vea usted, amor mío, lo que es la poesía!

¿A qué viene todo eso que me dice usted en su carta de comodidad, descanso y no sé cuántas cosas más, Varvara Aleksiéyevna? Yo no soy exigente, hija mía, no he vivido jamás mejor que hoy vivo; ¿por qué habría ahora de echarme a perder? No me falta que llevarme a la boca, estoy bien de ropa y calzado…, ¿qué más se puede desear? No nos está bien meternos Dios sabe en qué aventuras. ¡Yo no soy de noble linaje! Mi padre no era ningún aristócrata, y mantenía a toda su familia con sueldo tan modesto como el mío. Yo no estoy mal acostumbrado. Por lo demás, si he de decirle a usted la verdad plena, es cierto que estaba mucho mejor en mi anterior alojamiento. Disfrutaba allí de más libertad e independencia, es verdad, hija mía. Desde luego que también mi actual vivienda resulta buena y hasta en cierto sentido tiene sus ventajas: se pasa aquí la vida más alegre, si se quiere, y hay más cambio y distracción. No niego que así es; sólo que a mí, a pesar de todo, me da pena haber dejado mi habitación antigua. Así somos nosotros, los viejos; es decir, los que ya empezamos a ser viejos. Miramos las cosas viejas a que ya estamos acostumbrados casi como si fueran de la familia. Aquel cuarto era, ya lo sabe usted, pequeño pero mono. Yo tenía una habitación para mí solito… Las paredes eran…, pero ¡ay, a qué hablar de eso! Las paredes eran como todas las paredes del mundo pero no se trata de las paredes, sino de los recuerdos que en mí despiertan y me ponen triste… Verdaderamente, tales recuerdos me afligen; pero, no obstante, me resultan como si me alegrasen, como si pensase ya con placer en todas las cosas de antaño. Incluso lo desagradable, aquello de que a veces me quejaba, hasta eso mismo aparece ahora en mis recuerdos como purificado de todo lo malo, y ya sólo lo veo con el espíritu, como algo familiar y bueno. Tanto mi patrona, la buena viejecita, como yo llevábamos allí una vida muy tranquila, Várinka. Sí, hasta en la pobre vieja pienso yo ahora con tristeza. Era una buena mujer y no me cobraba caro por el cuartito. Estaba siempre haciendo colchas con retales viejos, que cortaba en tiras estrechas, y empleaba en su labor unas agujas enormes. Ésta era su única ocupación. La luz la utilizábamos los dos en común, por lo que trabajábamos ambos por la noche en la misma mesa. Vivía con ella una sobrinita, Mascha, y todavía recuerdo lo pequeñita que era… Ahora tendrá sus trece años, toda una mujercita ya. Y era tan desgarbada, tan indolente, que nos hacía reír. De suerte que formábamos un trío, y en las largas veladas de invierno nos sentábamos los tres en torno a la mesa redonda, nos tomábamos nuestro té, y luego volvíamos a reanudar nuestro trabajo. A menudo, la vieja se ponía a contarnos historias, con el fin de que no se aburriera Mascha, y también para ilustrarla un poco. Y ¡qué cuentos nos contaba la vieja! No sólo podía oírlos un niño, sino también, sí señor, hasta un hombre adulto y razonable. Y ¡cómo nos los contaba! Yo mismo muchas veces, al darle una chupada a mi pipa, me quedaba escuchándola con la mayor atención y me olvidaba por completo de mi trabajo. Pero la chica, nuestra pequeña, se ponía muy pensativa, apoyaba su rosada mejilla en la mano, abría la boquita y se estaba oyendo a la vieja con tamaños ojos; y cuando el cuento era de miedo, entonces se iba acercando cada vez más a la vieja, muy despacito, hasta pegársele a las faldas, toda medrosita. Pero para nosotros era un contento mirar a la muchacha, de suerte que, con unas cosas y con otras, nos estábamos las horas muertas sentados a la mesa y no nos dábamos cuenta de cómo se iba el tiempo, y nos olvidábamos por completo de que afuera estaba nevando.

Sí, era aquélla una buena vida, Várinka, y dizque la hemos hecho en común por espacio de casi veinte años… Pero ¡a qué hablar de eso! A usted quizá no le agraden estas historias, y a mí me pesan aún estos recuerdos…, especialmente en esta hora del crepúsculo.

Teresa está armando ahí ruido con los cacharros…, y a mí me duele la cabeza y también un poquito la espalda, y se me ocurren unos pensamientos tan raros, que parecen dolerme también; ¡estoy la mar de triste, Várinka!

¿Qué me dice usted de visitas, hija mía? ¿Cómo puedo yo ir a su casa? ¿Qué diría la gente si tal hiciera, palomita mía? Tendría yo que cruzar el portal y no dejarían de verme y de curiosear… ¡y menudo revuelo se armaría y menudas historias forjarían las comadres, alterando completamente las cosas!… No, ángel mío; mejor será que la vea yo mañana, a la hora de la misa de la tarde; esto será más discreto y para ambos más inofensivo. No me guarde usted enojo por haberle escrito una carta semejante. Al repasarla ahora veo bien las incoherencias de su texto. Soy un viejo y sin ilustración, Várinka; de joven no acabé de aprender ninguna cosa, y a la edad que tengo sería una locura empeñarse en volver a empezar los estudios. Debo confesarle, desde luego, hija mía, que yo no soy ningún pendolista, y sin necesidad de indicaciones ajenas ni de observaciones zumbonas, sé muy bien que, cuando me da por sentirme bromista, no hago más que soltar despropósitos… La vi a usted hoy a la ventana, la vi cuando dejaba caer el visillo. Y adiós, finalmente, Varvara Aleksiéyevna.

Su amigo, que desea serlo sin el menor interés,

Makar Dievuschkin

P. S. —No volveré, amor mío, a escribir sátiras de nadie. Soy ya lo bastante viejo para permitirme bromas con el solo fin de pasar el tiempo. Si así lo hiciese, daría motivo para que los demás se riesen de mí, pues podrían aplicarme el refrán que dice: «¡Quien a otro cava una zanja… en ella cae!».

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9 de abril

Makar Aleksiéyevich:

¿No se avergüenza usted, amigo y protector mío, de dar cabida en su cerebro a tales ideas? ¿De verdad se considera ofendido? ¡Ah, suelo ser tan irreflexiva en mis apreciaciones! Pero conste que esta vez ni siquiera pensé que usted pudiese tomar como una burla el tonillo de chanza inofensiva con que me expresaba. Tenga usted la seguridad de que jamás me propasaría a hacer chistes con su edad ni con su carácter. Todo eso se lo escribía yo, ¿cómo decirlo?…, pues únicamente llevada de mi buen humor, de mi aturdimiento o, mejor dicho, debido al tedio que me rodeaba, un tedio horrible… ¿Qué es lo que no hacemos a veces por sacudirnos el aburrimiento? Además, que yo creía que usted mismo en su carta se expresaba con cierto buen humor… Pero ahora me contrista mucho pensar que usted esté enojado conmigo. No, mi leal amigo y protector; se engaña usted si me tilda de insensible e ingrata. Yo sé cuánto usted ha hecho por mí, cómo me ha defendido del tedio y la persecución de hombres execrables, y sé estimarlo en su verdadero valor. Eternamente pediré a Dios por usted, y si hasta Él llegan mis preces y se digna a escucharlas ha de ser usted enteramente dichoso.

Me siento hoy malísima. Escalofríos y fiebres alternados no me dejan en paz un instante. Fiodora está muy asustada. Por lo demás, carece de todo fundamento lo que usted escribe a propósito de su visita y de sus temores… ¿Qué importa la gente? ¡Usted es nuestro amigo y basta!

Quede usted con Dios, Makar Aleksiéyevich. No tengo más que escribirle ni tampoco podría; me siento verdaderamente muy mal. Una vez más le ruego no se enoje conmigo y tenga la seguridad de mi respeto y afecto inalterables.

Su devota y agradecida,

Varvara Dobroselov

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12 de abril

Mi estimada Varvara Aleksiéyevna:

¡Ay, amor mío!, ¿qué le ocurre ahora? ¡Me asusta usted, hijita! En todas mis cartas le recomiendo siempre bien que no salga a la calle cuando haga mal tiempo, que use en todo de mucha precaución… ¡pero usted, ángel mío, no hace caso de mis advertencias! ¡Ay palomita mía, es usted verdaderamente aún una niña pequeña! Tan delicada como una pajita, harto lo sé. Basta con que sople un poco de viento para que en seguida se me ponga enferma. Razón por la cual debe usted cuidar más de su personita, procurar no exponerse a los peligros, aunque sólo sea por no dar a quienes la queremos motivos de inquietud, dolor y sobresalto.

En su penúltima carta expresaba usted, hija mía, el deseo de conocer más al pormenor mi género de vida y todo cuanto me rodea y concierne. Con mucho gusto voy a satisfacer ese deseo suyo. Empezaré, pues…, por el principio, hija mía, que así habrá más orden en el relato.

Así, pues, en primer lugar, las escaleras de nuestra casa son bastante medianas; la escalera principal está todavía en buen estado, incluso en muy buen estado, si usted quiere: limpia, clara, ancha, toda de hierro fundido y con el pasamanos de una madera que reluce como caoba. En cambio, la escalera interior es de tal índole la pobre, que preferiría no hablar de ella: húmeda, sucia, con los peldaños desgastados y las paredes tan pringosas, que al apoyarse uno en ella se le quedan pegadas las manos. En cada tramo de la tal escalera hay cofres, sillas y armarios viejos, todos derrengados y en tenguerengue, ropa puesta a secar, los cristales de las ventanas rotos; tropieza uno, si se descuida, con los cubos de la basura, llenos de toda la inmundicia imaginable, con cortezas y desperdicios, cáscaras de huevos y restos de comida…; en una palabra: que eso no está bien.

La situación de mi cuarto ya se la he descrito; resulta —no se puede decir otra cosa— realmente cómoda, es verdad, pero también se respira en él un aire algo húmedo; es decir, no quiero yo dar a entender que huela mal en las habitaciones, pero sí que… vamos, que echan un cierto tufillo a podrido, si me puedo expresar así, un tufillo penetrante y empalagoso a moho o algo por el estilo… La primera impresión no es por lo menos agradable; pero esto no quiere decir nada; pues a los dos minutos de estar en la casa ya no se nota el referido olorcillo y al cabo empieza uno ya a oler también y le huelen las ropas y las manos y todo huele a lo mismo…, de suerte que acaba uno por acostumbrarse, y en paz. Pero entre nosotros no se logran las oropéndolas. El marido ya lleva compradas cinco, pero está visto que no pueden vivir en este ambiente, sin que pueda hacerse nada para evitarlo. La cocina es grande, espaciosa y clara. Por las mañanas se pone algo neblinosa, cuando asan carne o pescado en ella, y entonces huele a humo y a grasa, pues siempre se vierte algo, por lo que también el suelo está por las mañanas algo húmedo; pero en cambio por la tarde se está en nuestra cocina como en el paraíso. En la cocina suelen tender ropa a secar en unas cuerdas, y como mi cuartito no está lejos de allí, pues está pegando casi con la cocina, suele molestarme a veces no poco ese olorcillo de la colada. Pero esto no tiene ninguna importancia; en cuanto lleve viviendo aquí un poco más de tiempo ya me acostumbraré.

En cuanto amanece ya empieza entre nosotros la vida, Várinka; ya está todo el mundo levantándose y armando ruido y dando golpes, hasta que poco a poco se van levantando todos; los unos para irse a la oficina o a otro sitio, otros por gusto, y entonces dan comienzo las libaciones de té. Los samovares[3] son casi todos propiedad de la patrona, pero todos ellos no pasan de unos cuantos, por lo que tenemos que conformarnos y aguardar que nos toque la vez; al que se sale de la fila antes que le toque con su vaso, se le amonesta y muy enérgicamente. Así me ocurrió a mí una vez, el primer día que amanecí en la casa… ¡pero de eso había mucho que hablar! En aquella ocasión me hice yo amigo de todos. Con el primero que trabé amistad fue con el marino, el cual es un hombre de corazón abierto y me ha contado toda su historia, diciéndome que tiene padres y una hermana, casada en Tula con un asesor, y cómo ha vivido mucho tiempo en Cronstadt. También se me ofreció muy atentamente para lo que pudiera necesitar de él, y por lo pronto, me invitó a acompañarle en el té de la tarde. Yo fui a buscarle a esa hora…, y lo encontré en la misma habitación, que entre nosotros hace veces de timba. Él me obsequió con té, y luego me instó para que tomase también parte en sus juegos. ¿Sería que únicamente querían reírse de mí o que se proponían otra cosa? Lo cierto es que estuvieron jugando toda la noche y que al entrar yo ya estaban liados con las cartas. Por todas partes se veían trozos de yeso, naipes, y había en el cuarto una humareda que, con toda verdad, le escocían a uno los ojos. Claro que yo no quería jugar, y al manifestarlo así, salieron diciendo que ya se veía que yo era un filósofo. Con esto, ya nadie volvió a fijarse en mí ni a cambiar conmigo una sola palabra en todo el tiempo. Pero, no obstante, si he de decir la verdad, yo me encontraba allí muy a gusto. Ahora ya no aporto nunca por allí, pues entre esa gente no hay más que azar, puro azar. Pero por las noches suelo reunirme con el empleado, que, dicho sea de pasada, es también algo literato. Y en su habitación es todo muy distinto, pues reinan en ella la modestia, la inocencia y el decoro: una vida de austeridad la de nuestro hombre.

Pero, Várinka, quisiera confiarle a usted, entre paréntesis, una cosa, y es que nuestra patrona es una tía muy mala, una verdadera bruja. Usted conoce a Teresa…, de modo que puede juzgar…; ¿qué es lo que le pasa a la pobre chica? Está flaca como una tísica, como una gallina pelada. Y además, sólo tiene la patrona dos criados; la susodicha Teresa y Faldoni. Si he de decir la verdad, no sé a punto fijo cómo se llama este último, y pudiera ser que tuviera otro nombre; pero sea como fuere, el caso es que acude cuando lo llaman así, y ésa es la razón de que Faldoni lo llame todo el mundo. Es pelirrojo y parece un finés o un grobiano de ojos bizcos con unas narizotas enormes; se pasa la vida insultando a Teresa, y poco le falta para sentarle la mano. Debo declarar, desde luego, que la vida aquí no es tal que se la pueda calificar precisamente de buena… Por ejemplo, eso de que todo el mundo se recoja y se acueste a la misma hora…, ni por asomo reza con esta casa. Siempre hay en ella alguien despierto y jugando, sea la hora que fuere, y a veces suceden también cosas que sólo imaginarlas se avergüenza uno. Yo estoy aclimatado y poco me asusto, pero me maravilla el que incluso matrimonios como Dios manda puedan vivir en esta sucursal de Sodoma. Tenemos aquí en una de las habitaciones pero no formando serie con los demás números, sino al otro lado, en un cuartucho que hace rincón; es decir, algo más allá, una pobre familia que da lástima. ¡Qué gente tan callada! Nunca se los oye. Y viven todos juntos en el mismo cuarto, sin más separación que un pequeño biombo. El padre, según parece, es un empleado cesante…, que hará unos siete años perdió el destino no se sabe por qué. Se apellida Gorschkov. Es un hombrecillo bajito y canoso, que va vestido con ropas viejas ya deterioradas, hasta el punto que da grima mirarlo… ¡Va mucho peor vestido que yo! Es un sujeto pusilánime, enfermizo…; suelo encontrármelo en el pasillo. Le están siempre temblando las rodillas y también le tiembla la cabeza por efecto de alguna enfermedad o quién sabe por qué otra razón. Es la mar de tímido y le teme a todo el mundo, y se aparta a un lado, todo medroso, y se escurre a lo largo de la pared en cuanto se tropieza con alguien. Yo también soy algo tímido, pero no tengo comparación con él. Su familia se compone de la mujer y tres hijos. El mayor es el vivo retrato, en todo, del padre, y tiene también el aspecto enfermizo. La mujer no debe de haber sido fea, pues todavía está de buen ver…, ¡pero va tan mal vestida, con ropas de desecho…, tan viejas! Según he oído decir le deben el mes a la patrona; ésta, por lo menos, no los trata muy bien. También se susurra que Gorschkov ha debido de cometer algún acto feo para que lo despidieran de la oficina… Lo que se ignora es si hay de por medio algún proceso o cosa por el estilo, quizá una denuncia o un expediente. De lo que no puede dudarse es de que están en la miseria, ¡pero en la miseria más horrible! Jamás se oye ruido alguno en su cuarto, como si allí no viviese nadie. Ni siquiera se les oye a los chicos. Nunca se da el caso de que alboroten o jueguen…, y no hay peor señal que ésa. Una tarde hube yo de pasar por delante de la puerta —reinaba en aquel instante en la casa inusitado silencio— y pude percibir un sollozar apagado, seguido de un quedo murmullo, y luego más sollozos, exactamente como si allí dentro estuviera llorando alguien, pero tan quedo, con tal tristeza y desesperanza, que a mí se me quiso saltar el corazón… y estuve hasta la madrugada sin poder apartar de mi pensamiento a esas pobres criaturas, y tardé mucho en conciliar el sueño.

Pero quede usted con Dios, Várinka, amiguita mía. Ya se lo he descrito a usted todo, según mi leal saber y entender. Hoy me he pasado todo el día pensando únicamente en usted. El corazón se me encogía por su culpa. Porque, mire usted, ya sé que no tiene usted abrigo. Y yo conozco muy bien esta primavera petersburguesa, estos ventarrones primaverales y las lluvias, que a veces se complican hasta con nevadas… Esto es la muerte, Várinka. ¡Se dan unos cambios de temperatura, que Dios nos valga! No tome a mal, amiguita mía, esto que le digo; yo entiendo de esos primores. ¡Si supiera escribir un poquito bien! Yo me abandono al correr de la pluma y pongo lo que se me ocurre, con el fin de procurarle alguna distracción, con el único objeto de alegrarla un poquitín. Si yo fuera hombre de letras, sería muy distinto; pero ahora ya…, ¿qué diablos sé yo? Mis padres no se gastaron mucho en educarme.

Su eterno y fiel amigo,

Makar Dievuschkin

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25 de abril

Mi muy estimado Makar Aleksiéyevich:

Hoy me he encontrado a mi prima Sascha. ¡Qué encuentro más desagradable! ¡También esa pobre se va a pique! También me he enterado casualmente, y por modo indirecto, de que Anna Fiodórovna anda por todas partes preguntando por mí y que, naturalmente, quiere averiguarlo todo. No se cansará jamás de perseguirme. Según parece, ha dicho que todo me lo perdona. ¡Que ha dado al olvido todo lo pasado y que quiere hacerme una visita! Refiriéndose a usted, dice por ahí que no es usted pariente mío ni por lo más remoto, que mi parienta más cercana y única es ella, y que usted no tiene ningún derecho a inmiscuirse en nuestros asuntos. Que es una vergüenza para mí dejarme mantener por usted y vivir a su costa… Dice que ya no me acuerdo del pan de caridad que ella nos dio a mi madre y a mí para evitar que nos muriésemos de hambre; que nos mantuvo y cuidó de nosotras, y que por espacio de dos años y medio casi, sólo le proporcionamos sinsabores, y que además de todo eso nos pagó también una deuda antigua. Nada, que ni a la pobre mamá dejan en paz en su sepulcro. ¡Si la pobre mamá supiese el daño que me ha hecho! ¡Pero a Dios no se le oculta nada!…

Ha dicho también Anna Fiodórovna que sólo por pura estupidez no he sabido asegurarme la felicidad que ella me propuso al alcance de la mano, y que no es culpa suya que yo no supiera o no quisiera… pescar un buen marido. ¡Pero quién tuvo la culpa, santo Dios! Dice que el señor Bukoc está en todo su derecho, que verdaderamente no todas las mujeres pueden casarse…, y ¡qué sé yo cuántas sandeces más!

¡Es demasiado cruel tener que escuchar todas esas patrañas, Makar Aleksiéyevich!

No acierto a explicarme lo que me pasa hoy. Todo se me vuelve temblar, llorar y lanzar suspiros. Llevo ya dos horas escribiendo esta carta. Yo estaba ya en la creencia de que esa mujer habría, por lo menos, reconocido sus culpas, la injusticia que cometió conmigo…, ¡y ahora resulta que habla así de mí!

Le ruego, amigo mío, no se apure por mi estado; por Dios, no se disguste usted, mi único buen amigo. Fiodora exagera siempre; yo no estoy enferma. Todo se reduce a que ayer me enfrié un poco en el cementerio de Volkov, cuando fui a oír la misa de réquiem por la pobre mamá. ¿Por qué no vino usted conmigo?… Yo se lo había rogado. ¡Ah pobre madre mía, si tú levantaras la cabeza, si tú supieras lo que han hecho conmigo!

V. D.

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20 de mayo

Mi querida Várinka:

Le envío un par de racimos de uvas, corazoncito mío, pues son muy buenas para los convalecientes y también las recomiendan los médicos contra la sed…; de modo que puede usted comérselas, Várinka, cuando sienta sed. También deseaba usted, hija mía, un ramito de rosas, y tengo mucho gusto en enviárselo. Y de apetito ¿cómo andamos nenita?… Porque esto es lo principal. Gracias a Dios que ya todo lo malo pasó y que pronto también nuestra desdicha tocará a su término. ¡Dé usted gracias por ello al creador! Por lo que se refiere a los libros, no me es posible de momento enviarle ninguno. Pero he oído decir que uno de los huéspedes de la casa tiene uno muy bueno, escrito en un estilo muy elevado; aseguran que se trata, en efecto, de un libro excelente, y aunque yo no lo he leído, me lo han ponderado mucho. He suplicado que me lo presten y creo que me lo dejarán. Sólo que… ¿lo leerá usted de veras? Es usted tan caprichosa en esa materia, que resulta difícil atinar con su gusto; se lo digo porque la conozco muy bien, hija mía. A usted sólo le agradan los versos que hablan de amor y de nostalgia…; así que le buscaré también poesías y todo, todo cuanto desee. Precisamente tengo en mi poder todo un cuaderno lleno de versos copiados.

Yo me encuentro ahora muy bien. Esté usted tranquila sobre el particular, hija mía. Eso que Fiodora le ha contado esta vez no es enteramente cierto, y debe usted decirle que no está bien que mienta tanto. ¡Sí, dígaselo usted con toda seriedad! ¡Charlatana! No es exacto que haya yo vendido la casaca del uniforme nuevo, ni siquiera me ha pasado por la imaginación; ¿por qué iba a venderla tampoco? No hace mucho oí decir que me iban a asignar una gratificación de cuarenta rublos, y siendo esto así, ¿por qué había de desprenderme de la casaca? No, hija mía; no pase usted pena por eso.

Esa Fiodora es maliciosa y desconfiada, y no está bien que lo sea. Tenga usted un poco de paciencia, hijita, y ya verá cómo nos va a sonreír la vida. Pero para eso es preciso, ante todo, que disfrute usted de salud completa, y debe usted poner de su parte todo lo posible a tal fin, por el amor de Dios; el que ande tan delicada es lo que más me aflige y desazona a mis años. ¿Quién le ha ido a usted con el cuento de que yo estoy más delgado? ¡Ésa es otra calumnia! Yo estoy perfectamente bien de salud y contento, y he engordado tanto, que casi me da vergüenza. Estoy satisfecho y alegre y no me falta nada… ¡Si usted estuviera ya restablecida del todo! Quede usted con Dios, ángel mío; con un beso en cada uno de sus deditos, soy siempre su fiel e invariable amigo,

Makar Dievuschkin

P. S. —¡Ay corazoncito mío!, ¿qué es lo que me decía usted en su carta? ¡Otra vez! ¿Qué es lo que se le ha puesto en su cabecita? ¿Cómo quiere usted, hija mía, que yo frecuente su casa…, quiere usted decírmelo? ¿A favor de la oscuridad de la noche? Pero eso será cuando vuelvan las noches, pues ahora, en esta época del año, no las hay. Pero yo no me aparté de su lado un instante mientras estuvo enferma, en tanto la fiebre la tenía postrada, sin conocimiento. Verdaderamente, ni yo mismo sé cómo tenía tiempo para todo, sin faltar a mis obligaciones. Mas después suspendí mis visitas porque la gente curiosa empezó a fisgonear y a inquirir. Y, a pesar de todo, ¡qué chismorreos no armaron! Pero yo tengo una confianza absoluta en Teresa, que no es parlanchina. Sin embargo, hijita, usted misma puede comprender qué pasaría si llegásemos a andar en lenguas. ¿Qué no pensarían y dirían de nosotros? Así que tenga un poco de paciencia, nenita, y aguarde a estar completamente restablecida, y entonces no nos faltará donde vernos fuera de su casa.

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1 de junio

¡Mi buen Makar Aleksiéyevich!

Quisiera poder hacer algo para expresarle a usted mi gratitud por sus desvelos y por el sacrificio que por mí se impone; así que he decidido sacar de mi cómoda ese viejo cuadernito que adjunto le envío. Empecé a apuntar en él mis impresiones cuando aún me sonreía la vida. Me ha manifestado usted tantas veces deseos de conocer mi pasado y tanto me ha rogado que le hablase de mi mamá, de Pokrovskii, de mi estancia en la casa de Anna Fiodórovna, y le refiriese mis recientes desdichas, y con tanta vehemencia expresaba usted el deseo de leer este cuadernito, a cuyas páginas he confiado parte de mi vida, que creo proporcionarle a usted una alegría enviándoselo. A mí, en cambio, me ha dado mucha pena repasar ahora sus páginas. Me parece que, a partir del momento en que escribí en él la última línea, me he vuelto otro tanto vieja de lo que era entonces; es decir, dos veces vieja. Todas esas notas las he ido escribiendo en épocas distintas. ¡Que siga usted bien, Makar Aleksiéyevich! A mí ahora me suelen acometer con frecuencia arrechuchos de tedio horribles, y por las noches me atormentan los insomnios. ¡Qué convalecencia tan aburrida!

V. D.

I

Tenía yo catorce años cuando murió mi padre. Fue mi infancia la época más feliz de mi vida. No la pasé aquí, sino allá, lejos, en la provincia, en el campo. Mi padre era el administrador de una gran finca, propiedad del príncipe P***. Y allí vivíamos nosotros, tranquilos, solos y felices… Yo era lo que se dice una salvaje, pues no hacía otra cosa en todo el día que corretear de acá para allá por el campo y el bosque, o donde se me antojaba, porque nadie se cuidaba de mí. Mi padre estaba siempre ocupado y mi madre tenía harto que hacer con las faenas de la casa. No me mandaban a la escuela…, de lo que me alegraba no poco. Así que desde por la mañana temprano ya estaba yo enredando al borde del gran estanque o en el bosque o en la pradera con los guadañadores…, según me daba. ¡Qué me importaba a mí que picase el sol, que yo misma no supiese dónde me encontraba ni cómo habría de arreglármelas para volver, ni que las zarzas me pinchasen y me desgarrasen los vestidos! ¡Qué me importaba a mí que en casa estuviesen con cuidado!

Creía yo que siempre había de ser igualmente feliz, aunque nos pasásemos la vida entera en el campo. Desgraciadamente, tenía yo ya que despedirme de aquella libre vida rústica y desprenderme de todos aquellos parajes familiares. Tendría yo apenas doce años cuando nos trasladamos a San Petersburgo. ¡Ah, y cuánta pena me costó arrancarme de ahí! Y ¡cómo lloraba yo al tener que abandonar todo cuanto amara! ¡Aún recuerdo cómo me abrazaba convulsivamente a mi padre y con lágrimas en los ojos le rogaba que por lo menos me dejase estar todavía un poquito en la finca, y cómo lloraba mi madre! Decía mi madre que era necesario partir, que así lo reclamaban las circunstancias. Era que el príncipe P*** había muerto y sus herederos habían prescindido de los servicios de mi padre. Así que nos trasladamos a San Petersburgo, donde residían algunos individuos que le debían dinero a papá…, el cual quería solventar por sí mismo sus asuntos. Todo esto lo supe por mi madre. Ya allí, alquilamos en el Lado Petersburgués[4] un piso, donde vivimos hasta la muerte de mi padre.