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Chapter 3 - El viejo y el mar

El sedal se iba más y más, pero ahora más lentamente, y el viejo estaba obligando al pez a ganar con trabajo cada pulgada de sedal. Ahora levantó la cabeza de la madera y la sacó de la tajada de pescado que su mejilla había aplastado. Luego se puso de rodillas y seguidamente se puso de pie con lentitud. Estaba cediendo sedal, pero más lentamente cada vez. Logró volver adonde podía sentir con el pie los rollos de sedal que no veía. Quedaba todavía suficiente sedal y ahora el pez tenía que vencer la fricción de todo aquel nuevo sedal a través del agua.

«Sí —pensó—. Y ahora ha salido más de una docena de veces fuera del agua y ha llenado de aire las bolsas a lo largo del lomo y no puede descender a morir a las profundidades de donde yo no pueda levantarlo. Pronto empezará a dar vueltas. Entonces tendré que empezar a trabajarlo. Me pregunto qué le habrá hecho brincar tan de repente fuera del agua. ¿Habrá sido el hambre, llevándolo a la desesperación, o habrá sido algo que lo asustó en la noche? Quizás haya tenido miedo de repente. Pero era un pez tranquilo, tan fuerte, y pareció tan valeroso y confiado… Es extraño».

—Mejor será que tú mismo no tengas miedo y que tengas confianza, viejo —dijo—. Lo estás sujetando de nuevo, pero no puedes recoger sedal. Pronto tendrá que empezar a girar en derredor.

El viejo sujetaba ahora al pez con su mano izquierda y con sus hombros, y se inclinó y cogió agua en el hueco de la mano derecha para quitarse de la cara la carne aplastada del dorado. Temía que le diera náuseas, y vomitara, y perdiera sus fuerzas. Cuando hubo limpiado la cara, lavó la mano derecha en el agua por la borda, y luego la dejó en el agua salada mientras percibía la aparición de la primera luz que precede a la salida del sol.

«Va casi derecho al este —pensó—. Eso quiere decir que está cansado y que sigue la corriente. Pronto tendrá que girar. Entonces empezará nuestro verdadero trabajo».

Después de considerar que su mano derecha llevaba suficiente tiempo en el agua, la sacó y la miró.

—No está mal —dijo—. Para un hombre, el dolor no importa.

Sujetó el sedal con cuidado, de tal forma que no se ajustara a ninguna de las recientes rozaduras, y lo corrió de modo que pudiera poner su mano izquierda en el mar por el otro costado del bote.

—Lo has hecho bastante bien y no en balde —dijo a su mano izquierda—. Pero hubo un momento en que no podía encontrarte.

«¿Por qué no habré nacido con dos buenas manos? —pensó—. Quizá yo haya tenido la culpa, por no entrenar esta debidamente. Pero bien sabe Dios que ha tenido bastantes ocasiones de aprender. No lo ha hecho tan mal esta noche, después de todo, y solo ha sufrido calambre una vez. Si le vuelve a dar, deja que el sedal le arranque la piel».

Cuando le pareció que se le estaba nublando un poco la cabeza, pensó que debía comer un poco más de dorado. «Pero no puedo —se dijo—. Es mejor tener la mente un poco nublada que perder fuerzas por la náusea. Y yo sé que no podré guardar la carne si me la como después de haberme embarrado la cara con ella. La dejaré para un caso de apuro hasta que se ponga mala. Pero es demasiado tarde para tratar de ganar fuerzas por medio de la alimentación. Eres estúpido —se dijo—. Cómete el otro pez volador».

Estaba allí, limpio y listo, y lo recogió con la mano izquierda, y se lo comió todo, hasta la cola, masticando cuidadosamente.

«Era más alimenticio que casi cualquier otro pez —pensó—. Por lo menos me dará el tipo de fuerza que necesito. Ahora he hecho lo que podía —pensó—. Que empiece a trazar círculos, y venga la pelea».

El sol estaba saliendo por tercera vez desde que se había hecho a la mar, cuando el pez empezó a dar vueltas.

El viejo no podía ver, por el sesgo del sedal, que el pez estaba girando. Era demasiado pronto para eso. Sentía simplemente un débil aflojamiento de la presión del sedal y comenzó a tirar de él suavemente con la mano derecha. Se tensó, como siempre, pero justo cuando llegó al punto en que se hubiera roto, el sedal empezó a ceder. El viejo sacó con cuidado la cabeza y los hombros de debajo del sedal, y empezó a recogerlo suave y seguidamente. Usó las dos manos sucesivamente, balanceándose y tratando de efectuar la tracción, lo más posible, con el cuerpo y con las piernas. Sus viejas piernas y sus hombros giraban con ese movimiento de contoneo a que lo obligaba la tracción.

—Es un ancho círculo —dijo—. Pero está girando.

Luego el sedal terminó de ceder, y el viejo lo sujetó hasta que vio que empezaba a soltar las gotas al sol. Luego empezó a correr, y el viejo se arrodilló y lo dejó ir nuevamente, a regañadientes, al agua oscura.

—Ahora está haciendo la parte más lejana del círculo —dijo.

«Debo aguantar todo lo posible —pensó—. La tirantez acortará su círculo cada vez más. Es posible que lo vea dentro de una hora. Ahora debo convencerlo y luego debo matarlo».

Pero el pez seguía girando lentamente y el viejo estaba empapado en sudor y fatigado hasta la médula dos horas después, pero los círculos eran mucho más cortos; y, por la forma en que el sedal se sesgaba, podía apreciar que el pez había ido subiendo mientras giraba.

Durante una hora, el viejo había estado viendo puntos negros ante los ojos, y el sudor salaba sus ojos y salaba la herida que tenía en su ceja y en su frente. No temía a los puntos negros. Eran normales a la tensión a que estaba tirando del sedal. Dos veces, sin embargo, había sentido vahídos y mareos, y eso lo preocupaba.

—No puedo fallarme a mí mismo y morir frente a un pez como este —dijo—. Ahora que lo estoy acercando tan lindamente, Dios me ayude a resistir. Rezaré cien padrenuestros y cien avemarías. Pero no puedo rezarlos ahora.

«Considéralos rezados —pensó—. Los rezaré más tarde».

Justamente entonces, sintió de súbito una serie de tirones y sacudidas en el sedal, que sujetaba con ambas manos. Era una sensación viva, dura y pesada.

«Está golpeando el alambre con su pico —pensó—. Tenía que suceder. Tenía que hacer eso. Sin embargo, puede que lo haga brincar fuera del agua, y yo preferiría que ahora siguiera dando vueltas. Los brincos fuera del agua le eran necesarios para tomar aire. Pero después de eso, cada uno puede ensanchar la herida del anzuelo, y pudiera llegar a soltar el anzuelo».

—No brinques, pez —dijo—. No brinques.

El pez golpeó el alambre varias veces más, y cada vez que sacudía la cabeza, el viejo cedía un poco más de sedal.

«Tengo que evitar que aumente su dolor —pensó—. El mío no importa. Yo puedo controlarlo. Pero su dolor pudiera exasperarlo».

Después de un rato, el pez dejó de golpear el alambre y empezó a girar de nuevo lentamente. Ahora el viejo estaba ganando sedal gradualmente. Pero de nuevo sintió un vahído. Cogió un poco de agua del mar con la mano izquierda y se mojó la cabeza. Luego cogió más agua y se frotó la parte de atrás del cuello.

—No tengo calambres —dijo—. El pez estará pronto arriba y tengo que resistir. Tienes que resistir. De eso, ni hablar.

Se arrodilló contra la proa y, por un momento, deslizó de nuevo el sedal sobre su espalda. «Ahora descansaré mientras él sale a trazar su círculo, y luego, cuando venga, me pondré de pie y lo trabajaré», decidió.

Era una gran tentación descansar en la proa y dejar que el pez trazara un círculo por sí mismo sin recoger sedal alguno. Pero cuando la tirantez indicó que el pez había virado para venir hacia el bote, el viejo se puso de pie y empezó a tirar en ese movimiento giratorio y de contoneo, hasta recoger todo el sedal ganado al pez.

«Jamás me he sentido tan cansado —pensó—, y ahora se está levantando la brisa. Pero eso me ayudará a llevarlo a tierra. Lo necesito mucho».

—Descansaré en la próxima vuelta que salga a dar —dijo—. Me siento mucho mejor. Luego, en dos o tres vueltas más, lo tendré en mi poder.

Su sombrero de yarey estaba allá en la parte de atrás de la cabeza. El viejo sintió girar de nuevo al pez, y un fuerte tirón del sedal lo hundió contra la proa.

«Pez, ahora tú estás trabajando —pensó—. A la vuelta te pescaré».

El mar estaba bastante más agitado. Pero era una brisa de buen tiempo y el viejo la necesitaba para volver a tierra.

—Pondré, simplemente, proa al sur y al oeste —dijo—. Un hombre no se pierde nunca en la mar. Y la isla es larga.

Fue en la tercera vuelta cuando primero vio al pez. Lo vio primero como una sombra oscura que tardó tanto tiempo en pasar bajo el bote, que el viejo no podía creer su longitud.

—No —dijo—. No puede ser tan grande.

Pero era tan grande, y al cabo de su vuelta salió a la superficie a solo treinta yardas de distancia, y el hombre vio su cola fuera del agua. Era más alta que una gran hoja de guadaña, y de un color azuloso-rojizo muy pálido sobre la oscura agua azul. Volvió a hundirse, y mientras el pez nadaba justamente bajo la superficie, el viejo pudo ver su enorme bulto y las franjas purpurinas que lo ceñían. Su aleta dorsal estaba aplanada; y sus enormes aletas pectorales desplegadas a todo lo que daban.

En ese círculo pudo el viejo ver el ojo del pez y las dos rémoras grises que nadaban en torno a él. A veces se adherían a él. A veces salían disparadas. A veces nadaban tranquilamente a su sombra. Cada una tenía más de tres pies de largo, y cuando nadaban rápidamente meneaban todo su cuerpo como anguilas.

El viejo estaba ahora sudando, pero por algo más que por el sol. En cada vuelta que daba plácida y tranquilamente el pez, el viejo iba ganando sedal y estaba seguro de que en dos vueltas más tendría ocasión de clavarle el arpón.

«Pero tengo que acercarlo, acercarlo, acercarlo —pensó—. No debo apuntar a la cabeza. Tengo que metérselo en el corazón».

—Calma y fuerza, viejo —dijo.

En la vuelta siguiente, el lomo del pez salió del agua; pero estaba demasiado lejos del bote. En la siguiente vuelta, estaba todavía lejos, pero sobresalía más del agua, y el viejo estaba seguro de que cobrando un poco más de sedal habría podido arrimarlo al bote.

Había preparado su arpón mucho antes y su rollo de cabo ligero estaba en una cesta redonda, y el extremo estaba amarrado a la bita en la proa.

Ahora el pez se estaba acercando, bello y tranquilo, a la mirada, y sin mover más que su gran cola. El viejo tiró de él todo lo que pudo para acercarlo más. Por un instante el pez se viró un poco sobre un costado. Luego se enderezó y emprendió otra vuelta.

—Lo moví —dijo el viejo—. Esta vez lo moví.

Sintió nuevamente un vahído, pero siguió aplicando toda la presión de que era capaz el gran pez. «Lo he movido —pensó—. Quizá esta vez pueda virarlo. Tirad, manos —pensó—. Aguantad firmes, piernas. No me falles, cabeza. No me falles. Nunca te has dejado llevar. Esta vez voy a virarlo».

Pero cuando puso en ello todo su esfuerzo empezando a bastante distancia antes de que el pez se pusiera a lo largo del bote, y tirando con todas sus fuerzas, el pez se viró en parte, y luego se enderezó, y se alejó nadando.

—Pez —dijo el viejo—. Pez, vas a tener que morir de todos modos. ¿Tienes que matarme también a mí?

«De ese modo no se consigue nada», pensó. Su boca estaba demasiado seca para hablar, pero ahora no podía alcanzar el agua. «Esta vez tengo que arrimarlo —pensó—. No estoy para muchas vueltas más. ¡Sí, cómo no! —se dijo a sí mismo—. Estás para eso y para mucho más».

En la siguiente vuelta estuvo a punto de vencerlo. Pero de nuevo el pez se enderezó y salió nadando lentamente.

«Me estás matando, pez —pensó el viejo—. Pero tienes derecho. Hermano, jamás en mi vida he visto cosa más grande, ni más hermosa, ni más tranquila, ni más noble que tú. Vamos, ven a matarme. No me importa quién mate a quién».

«Ahora se está confundiendo mi mente —pensó—. Tienes que mantener tu cabeza despejada. Mantén tu cabeza despejada y aprende a sufrir como un hombre. O como un pez», pensó.

—Despéjate, cabeza —dijo en voz que apenas podía oír—. ¡Despéjate!

Dos veces más ocurrió lo mismo en las vueltas.

«No sé —pensó el viejo. Cada vez se había sentido a punto de desfallecer—. No sé. Pero probaré otra vez».

Probó una vez más y se sintió desfallecer cuando viró al pez. El pez se enderezó y salió nadando de nuevo lentamente, meneando en el aire su gran cola.

«Probaré de nuevo», prometió el viejo, aunque sus manos estaban ahora pulposas, y solo podía ver bien a intervalos.

Probó de nuevo y fue lo mismo. «Vaya —pensó, y se sintió desfallecer antes de empezar—. Voy a probar otra vez».

Cogió todo su dolor y lo que quedaba de su fuerza y del orgullo que había perdido hacía mucho tiempo y lo enfrentó a la agonía del pez. Y este se viró sobre su costado y nadó suavemente así, de costado, tocando casi con el pico la tablazón del bote y empezó a pasarlo: largo, espeso, ancho, plateado y listado de púrpura e interminable en el agua.

El viejo soltó el sedal y puso su pie sobre él, y levantó el arpón tan alto como pudo y lo lanzó hacia abajo con toda su fuerza, y más fuerza que acababa de crear, al costado del pez, justamente detrás de la gran aleta pectoral que se elevaba en el aire, a la altura del pecho de un hombre. Sintió que el hierro penetraba en el pez y se inclinó sobre él y lo forzó a penetrar más, y luego le echó encima todo su peso.

Luego, el pez cobró vida, con la muerte en la entraña, y se levantó del agua, mostrando toda su gran longitud y anchura y todo su poder y su belleza. Pareció flotar en el aire sobre el viejo que estaba en el bote. Luego cayó en el agua con un estampido que arrojó un reguero de agua sobre el viejo y sobre todo el bote.

El viejo se sentía desfallecer y estaba mareado y no veía bien. Pero soltó el sedal del arpón y lo dejó correr lentamente entre sus manos en carne viva, y cuando pudo ver, vio que el pez estaba de espalda, con su plateado vientre hacia arriba. El mango del arpón se proyectaba en ángulo desde el hombro del pez y el mar se estaba tiñendo de la sangre roja de su corazón. Primero era oscura como un bajío en el agua azul que tenía más de una milla de profundidad. Luego se distendió como una nube. El pez era plateado y estaba quieto y flotaba movido por las olas.

El viejo miró con atención en el intervalo de vista que tenía. Luego dio dos vueltas con el sedal del arpón a la bita de la proa y se sujetó la cabeza con las manos.

—Tengo que mantener clara la mente —dijo contra la madera de la proa—. Soy un hombre viejo y cansado. Pero he matado a este pez, que es mi hermano y ahora tengo que terminar la faena.

«Ahora tengo que preparar los lazos y la cuerda para amarrarlo al costado —pensó—. Aun cuando fuéramos dos y anegáramos el bote para cargar al pez y achicáramos luego el bote, no podría jamás con él. Tengo que prepararlo todo y luego arrimarlo y amarrarlo bien y encajar el mástil y largar vela de regreso».

Empezó a tirar del pez para ponerlo a lo largo del costado, de modo que pudiera pasar un sedal por sus agallas, sacarlo por la boca y amarrar su cabeza al costado de proa. «Quiero verlo —pensó—, tocarlo, y palparlo. Creo que sentí el contacto con su corazón —pensó—. Cuando empujé el mango del arpón la segunda vez. Acercarlo ahora y amarrarlo, y echarle el lazo a la cola y otro por el centro, y ligarlo al bote».

—Ponte a trabajar, viejo —dijo. Tomó un trago muy pequeño de agua—. Hay mucha faena que hacer ahora que la pelea ha terminado.

Alzó la vista al cielo y luego la tendió hacia su pez. Miró al sol con detenimiento. «No debe ser mucho más de mediodía —pensó—. Y la brisa se está levantando. Los sedales no significan nada ya. El muchacho y yo los empalmaremos cuando lleguemos a casa».

—Vamos, pescado, ven acá —dijo. Pero el pez no venía. Seguía allí, flotando en el mar, y el viejo llevó el bote hasta él.

Cuando estuvo a su nivel y tuvo la cabeza del pez contra la proa, no pudo creer que fuera tan grande. Pero soltó de la bita la soga del arpón, la pasó por las agallas del pez y la sacó por sus mandíbulas. Dio una vuelta con ella a la espalda y luego la pasó a través de la otra agalla. Dio otra vuelta al pico y anudó la doble cuerda y la sujetó a la bita de proa. Cortó entonces el cabo y se fue a popa a enlazar la cola. El pez se había vuelto plateado (originalmente era violáceo y plateado) y las franjas eran del mismo color violáceo pálido de su cola. Eran más anchas que la mano de un hombre con los dedos abiertos y los ojos del pez parecían tan neutros como los espejos de un periscopio o como un santo en una procesión.

—Era la única manera de matarlo —dijo el viejo. Se estaba sintiendo mejor desde que había tomado el buche de agua y sabía que no desfallecería y su cabeza estaba despejada.

«Tal como está, pesa mil quinientas libras —pensó—. Quizá más. ¿Si quedaran en limpio dos tercios de eso, a treinta centavos la libra?».

—Para eso necesito un lápiz —dijo—. Mi cabeza no está tan clara como para eso. Pero creo que el gran DiMaggio se hubiera sentido hoy orgulloso de mí. Yo no tenía espuelas de hueso. Pero las manos y la espalda duelen de veras.

«Me pregunto qué será una espuela de hueso —pensó—. Puede que las tengamos sin saberlo».

Sujetó el pez a la proa y a la popa y al banco del medio. Era tan grande, que era como amarrar un bote mucho más grande al costado del suyo. Cortó un trozo de sedal y amarró la mandíbula inferior del pez contra su pico a fin de que no se abriera su boca y que pudiera navegar lo más desembarazadamente posible. Luego encajó el mástil en la carlinga, y con el palo que era su bichero y el botalón aparejados, la remendada vela cogió viento, el bote empezó a moverse y, medio tendido en la popa, el viejo puso proa al suroeste.

No necesitaba brújula para saber dónde estaba el Suroeste. No tenía más que sentir la brisa y el tiro de la vela. «Será mejor que eche un sedal con una cuchara al agua y trate de coger algo para comer y mojarlo con agua». Pero no encontró ninguna cuchara, y sus sardinas estaban podridas. Así que enganchó un parche de algas marinas con el bichero y lo sacudió, y los pequeños camarones que había en él cayeron en el fondo del bote. Había más de una docena de ellos y brincaban y pataleaban como pulgas de playa. El viejo les arrancó las cabezas con el índice y el pulgar y se los comió, masticando las cortezas y las colas. Eran muy pequeñitos, pero él sabía que eran alimenticios y no tenían mal sabor.

El viejo tenía todavía dos tragos de agua en la botella y se tomó la mitad de uno después de haber comido los camarones. El bote navegaba bien, considerando los inconvenientes, y el viejo gobernaba con la caña del timón bajo el brazo. Podía ver al pez y no tenía más que mirar a sus manos y sentir el contacto de su espalda con la popa para saber que esto había sucedido realmente y que no era un sueño. Una vez, cuando se sentía mal, hacia el final de la pelea, había pensado que quizá fuera un sueño. Luego, cuando había visto saltar al pez del agua y permanecer inmóvil contra el cielo antes de caer, tuvo la seguridad de que era algo grandemente extraño y no podía creerlo. Luego empezó a ver mal. Ahora, sin embargo, había vuelto a ver como siempre.

Ahora sabía que el pez iba ahí y que sus manos y su espalda no eran un sueño. «Las manos curan rápidamente —pensó—. Las he desangrado, pero el agua salada las curará. El agua oscura del Golfo verdadero es la mejor cura que existe. Lo único que tengo que hacer es conservar la claridad mental. Las manos han hecho su faena y navegamos bien. Con su boca cerrada y su cola vertical navegamos como hermanos». —Luego su cabeza empezó a nublarse un poco y pensó—: «¿Me llevará él a mí o lo llevaré yo a él? Si yo lo llevara a él a remolque no habría duda. Tampoco si el pez fuera en el bote ya sin ninguna dignidad». Pero navegaban juntos, ligados costado con costado, y el viejo pensó: «Deja que él me lleve si quiere. Yo solo soy mejor que él por mis artes y él no ha querido hacerme daño».

Navegaban bien y el viejo empapó las manos en el agua salada y trató de mantener la mente clara. Había altos cúmulos y suficientes cirros sobre ellos: por eso sabía que la brisa duraría toda la noche. El viejo miraba al pez constantemente para cerciorarse de que era cierto.

Pasó una hora antes de que le acometiera el primer tiburón.

El tiburón no era un accidente. Había surgido de la profundidad cuando la nube oscura de la sangre se había formado y dispersado en el mar a una milla de profundidad. Había surgido tan rápidamente y tan sin cuidado, que rompió la superficie del agua azul y apareció al sol. Luego se hundió de nuevo en el mar y captó el rastro y empezó a nadar siguiendo el curso del bote y el pez.

A veces perdía el rastro. Pero lo captaba de nuevo, aunque solo fuera por asomo, y se precipitaba rápida y fieramente en su persecución. Era un tiburón maleo muy grande, hecho para nadar tan rápidamente como el más rápido pez en el mar, y todo en él era hermoso, menos sus mandíbulas.

Su lomo era tan azul como el de un pez espada y su vientre era plateado y su piel era suave y hermosa. Estaba hecho como un pez espada, salvo por sus enormes mandíbulas, que iban herméticamente cerradas mientras nadaba, justamente bajo la superficie, con su alta aleta dorsal copando el agua sin oscilar. Dentro del cerrado doble labio de sus mandíbulas, sus ocho filas de dientes se inclinaban hacia dentro. No eran los ordinarios dientes piramidales de la mayoría de los tiburones. Tenían la forma de los dedos de un hombre cuando se crispaban como garras. Eran casi tan largos como los dedos del viejo y tenían filos como de navajas por ambos lados. Este era un pez hecho para alimentarse de todos los peces del mar que fueran tan rápidos y fuertes y bien armados que no tuvieran otro enemigo. Ahora, al percibir el aroma más fresco, su azul aleta dorsal cortaba el agua más velozmente.

Cuando el viejo lo vio venir, se dio cuenta de que era un tiburón que no tenía ningún miedo y que haría exactamente lo que quisiera. Preparó el arpón y sujetó el cabo mientras veía venir al tiburón. El cabo era corto, pues le faltaba el trozo que él había cortado para amarrar al pez.

El viejo tenía ahora la cabeza despejada y en buen estado y se hallaba lleno de decisión, pero no abrigaba mucha esperanza. «Era demasiado bueno para que durara», pensó. Echó una mirada al gran pez mientras veía acercarse al tiburón. «Tal parece un sueño —pensó—. No puedo impedir que me ataque, pero acaso pueda arponearlo. Dentuso —pensó—. ¡Maldita sea tu madre!».

El tiburón se acercó velozmente por la popa y cuando atacó al pez, el viejo vio su boca abierta y sus extraños ojos y el tajante chasquido de los dientes al entrarle a la carne justamente sobre la cola. La cabeza del tiburón estaba fuera del agua y su lomo venía asomado y el viejo podía oír el ruido que hacía al desgarrar la piel y la carne del gran pez cuando clavó el arpón en la cabeza del tiburón en el punto donde la línea del entrecejo se cruzaba con la que corría rectamente hacia atrás partiendo del hocico. No había tales líneas: solamente la pesada y recortada cabeza azul y los grandes ojos y las mandíbulas que chasqueaban, acometían y se lo tragaban todo. Pero allí era donde estaba el cerebro y allí fue donde le pegó el viejo. Le pegó con sus manos pulposas y ensangrentadas, empujando el arpón con toda su fuerza. Le pegó sin esperanza, pero con resolución y furia.

El tiburón se volcó y el viejo vio que no había vida en sus ojos; luego el tiburón volvió a volcarse, se envolvió en dos lazos de cuerda. El viejo se dio cuenta de que estaba muerto, pero el tiburón no quería aceptarlo. Luego, de lomo, batiendo el agua con la cola y chasqueando las mandíbulas, el tiburón surcó el agua como una lancha de motor. El agua era blanca en el punto donde batía su cola, y las tres cuartas partes de su cuerpo sobresalían del agua cuando el cabo se puso en tensión, retembló y luego se rompió. El tiburón se quedó un rato tranquilamente en la superficie y el viejo se paró a mirarlo. Luego el tiburón empezó a hundirse lentamente.

—Se llevó unas cuarenta libras —dijo el viejo en voz alta.

«Se llevó también mi arpón y todo el cabo —pensó—, y ahora mi pez sangra y vendrán otros tiburones».

No le agradaba ya mirar al pez porque había sido mutilado. Cuando el pez había sido atacado, fue como si lo hubiera sido él mismo.

«Pero he matado al tiburón que atacó a mi pez —pensó—. Y era el dentuso más grande que había visto jamás. Y bien sabe Dios que yo he visto dentusos grandes».

«Era demasiado bueno para durar —pensó—. Ahora pienso que ojalá hubiera sido un sueño, y que jamás hubiera pescado al pez, y que me hallara solo en la cama sobre los periódicos».

—Pero el hombre no está hecho para la derrota —dijo—. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.

«Pero siento haber matado al pez —pensó—. Ahora llega el mal momento y ni siquiera tengo el arpón. El dentuso es cruel y capaz y fuerte e inteligente. Pero yo fui más inteligente que él. Quizá no —pensó—. Acaso estuviera solamente mejor armado».

—No pienses, viejo —dijo en voz alta—. Sigue tu rumbo y dale el pecho a la cosa cuando venga.

«Pero tengo que pensar —pensó—. Porque es lo único que me queda. Eso y el béisbol. Me pregunto qué le habría parecido al gran DiMaggio la forma en que le di en el cerebro. No fue gran cosa —pensó—. Cualquier hombre habría podido hacerlo. Pero ¿cree usted que mis manos hayan sido un inconveniente tan grande como las espuelas de hueso? No puedo saberlo. Jamás he tenido nada malo en el talón, salvo aquella vez en que la raya me lo pinchó cuando la pisé nadando y me paralizó la parte inferior de la pierna. Me causó un dolor insoportable».

—Piensa en algo alegre, viejo —dijo—. Ahora cada minuto que pasa estás más cerca de la orilla.

Tras haber perdido cuarenta libras, navegaba más y más ligero.

Conocía perfectamente lo que pudiera suceder cuando llegara a la parte interior de la corriente. Pero ahora no había nada que hacer.

—Sí, cómo no —dijo en voz alta—. Puedo amarrar el cuchillo al cabo de uno de los remos.

Lo hizo así con la caña del timón bajo el brazo y la escota de la vela bajo el pie.

—Vaya —dijo—. Soy un viejo. Pero no estoy desarmado.

Ahora la brisa era fresca y navegaba bien. Vigilaba solo la parte delantera del pez y empezó a recobrar parte de su esperanza.

«Es idiota no abrigar esperanzas —pensó—. Además, creo que es un pecado. No pienses en el pecado —se dijo—. Hay bastantes problemas ahora sin el pecado. Además, yo no entiendo de eso».

«No lo entiendo y no estoy seguro de creer en el pecado. Quizá haya sido un pecado matar al pez. Supongo que sí aunque lo hice para vivir y dar de comer a mucha gente. Pero entonces todo es pecado. No pienses en el pecado. Es demasiado tarde para eso y hay gente a la que se paga por hacerlo. Deja que ellos piensen en el pecado. Tú naciste para ser pescador y el pez nació para ser pez. San Pablo era pescador, lo mismo que el padre del gran DiMaggio».

Pero le gustaba pensar en todas las cosas en que se hallaba envuelto, y puesto que no había nada que leer y no tenía un receptor de radio, pensaba mucho y seguía pensando acerca del pecado. «No has matado al pez únicamente para vivir y vender para comer —pensó—. Lo mataste por orgullo y porque eres pescador. Lo amabas cuando estaba vivo y lo amabas después. Si lo amas, no es pecado matarlo. ¿O será más que pecado?».

—Piensas demasiado, viejo —dijo en voz alta.

«Pero te gustó matar al dentuso —pensó—. Vive de los peces vivos, como tú. No es un animal que se alimente de carroñas, ni un simple apetito ambulante, como otros tiburones. Es hermoso y noble y no conoce el miedo».

—Lo maté en defensa propia —dijo el viejo en voz alta—. Y lo maté bien.

«Además —pensó—, todo mata a los demás en cierto modo. El pescar me mata a mí exactamente igual que me da la vida. El muchacho sostiene mi vida —pensó—. No debo hacerme demasiadas ilusiones».

Se inclinó sobre la borda y arrancó un pedazo de la carne del pez donde lo había desgarrado el tiburón. La masticó y notó su buena calidad y su buen sabor. Era firme y jugosa como carne de res, pero no era roja. No tenía nervios y él sabía que en el mercado se pagaría al más alto precio. Pero no había manera de impedir que su aroma se extendiera por el agua y el viejo sabía que se acercaban muy malos momentos.

La brisa era firme. Había retrocedido un poco hacia el nordeste y el viejo sabía que eso significaba que no decaería. El viejo miró adelante, pero no se veía ninguna vela, ni el casco, ni el humo de ningún barco. Solo los peces voladores que se levantaban de su proa abriéndose hacia los lados y los parches amarillos de los sargazos. Ni siquiera se veía un pájaro.

Había navegado durante dos horas, descansando en la popa y a veces masticando un pedazo de carne de la aguja, tratando de reposar para estar fuerte, cuando vio el primero de los dos tiburones.

—¡Ay! —dijo en voz alta.

No hay equivalente para esta exclamación. Quizá sea tan solo un ruido, como el que pueda emitir un hombre, involuntariamente, sintiendo los clavos atravesar sus manos y penetrar en la madera.

—Galanos —dijo en voz alta. Había visto ahora la segunda aleta que venía detrás de la primera y los había identificado como los tiburones de hocico en forma de pala por la parda aleta triangular y los amplios movimientos de cola. Habían captado el rastro y estaban excitados y en la estupidez de su voracidad estaban perdiendo y recobrando el aroma. Pero se acercaban sin cesar.

El viejo amarró la escota y trancó la caña. Luego cogió el remo al que había ligado el cuchillo. Lo levantó lo más suavemente posible porque sus manos se rebelaban contra el dolor. Luego las abrió y cerró suavemente para despegarlas del remo. Las cerró con firmeza para que ahora aguantaran el dolor y no cedieran y clavó la vista en los tiburones que se acercaban. Podía ver sus anchas y aplastadas cabezas de punta de pala y sus anchas aletas pectorales de blanca punta. Eran unos tiburones odiosos, malolientes, comedores de carroñas, así como asesinos, y cuando tenían hambre eran capaces de morder un remo o un timón de barco. Eran estos tiburones los que cercenaban las patas de las tortugas cuando estas nadaban dormidas en la superficie, y atacaban a un hombre en el agua si tenían hambre aun cuando el hombre no llevara encima sangre ni mucosidad de pez.

—¡Ay! —dijo el viejo—. Galanos. ¡Vengan, galanos!

Vinieron. Pero no vinieron como había venido el Mako. Uno viró y se perdió de vista, abajo, y por la sacudida del bote el viejo sintió que el tiburón acometía al pez y le daba tirones. El otro miró al viejo con sus hendidos ojos amarillos y luego vino rápidamente con su medio círculo de mandíbulas abierto para acometer al pez donde había sido ya mordido. Luego apareció claramente la línea en la cima de su cabeza parda y más atrás donde el cerebro se unía a la espina dorsal y el viejo clavó el cuchillo que había amarrado al remo en la articulación. Lo retiró, lo clavó de nuevo en los amarillos ojos felinos del tiburón. El tiburón soltó al pez y se deslizó hacia abajo tragando lo que había cogido, mientras moría.

El bote retemblaba todavía por los estragos que el otro tiburón estaba causando al pez y el viejo arrió la escota para que el bote virara en redondo y sacara de debajo al tiburón. Cuando vio al tiburón, se inclinó sobre la borda y le dio de cuchilladas. Solo encontró carne y la piel estaba endurecida y apenas pudo hacer penetrar el cuchillo. El golpe lastimó no solo sus manos, sino también su hombro. Pero el tiburón subió rápido, y sacó la cabeza, y el viejo le dio en el centro mismo de aquella cabeza plana al tiempo que el hocico salía del agua y se pegaba al pez. El viejo retiró la hoja y acuchilló de nuevo al tiburón exactamente en el mismo lugar. Todavía siguió pegado al pez que había enganchado con sus mandíbulas, y el viejo lo acuchilló en el ojo izquierdo. El tiburón seguía prendido del pez.

—¿No? —dijo el viejo, y le clavó la hoja entre las vértebras y el cerebro. Ahora fue un golpe fácil y el viejo sintió romperse el cartílago. El viejo invirtió el remo y metió la pala entre las mandíbulas del tiburón para forzarlo a soltar. Hizo girar la pala, y al soltar el tiburón, dijo:

—Vamos, galano. Baja, déjate ir hasta una milla de profundidad. Ve a ver a tu amigo. O quizá sea tu madre.

El viejo limpió la hoja de su cuchillo y soltó el remo. Luego cogió la escota y la vela se llenó de aire y el viejo puso el bote en su derrota.

—Deben de haberse llevado un cuarto del pez y de la mejor carne —dijo en voz alta—. Ojalá fuera un sueño, y que jamás lo hubiera pescado. Lo siento, pez. Todo se ha echado a perder.

Se detuvo y ahora no quiso mirar al pez. Desangrado y a flor de agua parecía del color de la parte de atrás de los espejos, y todavía se veían sus franjas.

—No debí haberme alejado tanto de la costa, pez —dijo—. Ni por ti, ni por mí. Lo siento, pez.

«Ahora —se dijo— mira la ligadura del cuchillo, a ver si ha sido cortada. Luego pon tu mano en buen estado, porque todavía no se ha acabado esto».

—Ojalá hubiera traído una piedra para afilar el cuchillo —dijo el viejo después de haber examinado la ligadura en el cabo del remo—. Debí haber traído una piedra.

«Debiste haber traído muchas cosas —pensó—. Pero no las has traído, viejo. Ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo que hay».

—Me estás dando muchos buenos consejos —dijo en voz alta—. Estoy cansado de eso.

Sujetó la caña bajo el brazo y metió las dos manos en el agua mientras el bote seguía avanzando.

—Dios sabe cuánto se habrá llevado ese último —dijo—. Pero ahora pesa mucho menos.

No quería pensar en la mutilada parte inferior del pez. Sabía que cada uno de los tirones del tiburón había significado carne arrancada y que el pez dejaba ahora para todos los tiburones un rastro tan ancho como una carretera a través del océano.

«Era un pez capaz de mantener a un hombre todo el invierno —pensó—. No pienses en eso. Descansa simplemente y trata de poner tus manos en orden para defender lo que queda. El olor a sangre de mis manos no significa nada, ahora que existe todo ese rastro en el agua. Además, no sangran mucho. No hay ninguna herida de cuidado. La sangría puede impedir que le dé calambre a la izquierda».

«¿En qué puedo pensar ahora? —se dijo—. En nada. No debo pensar en nada y esperar a los siguientes. Ojalá hubiera sido realmente un sueño —pensó—. Pero ¿quién sabe? Hubiera podido salir bien».

El siguiente tiburón que apareció venía solo y era otro hocico de pala. Vino como un puerco a la artesa: si hubiera un puerco con una boca tan grande que cupiera en ella la cabeza de un hombre. El viejo dejó que atacara al pez. Luego le clavó el cuchillo del remo en el cerebro. Pero el tiburón brincó hacia atrás mientras rolaba y la hoja del cuchillo se rompió.

El viejo se puso al timón. Ni siquiera quiso ver cómo el tiburón se hundía lentamente en el agua, apareciendo primero en todo su tamaño; luego, pequeño; luego, diminuto. Eso le había fascinado siempre. Pero ahora ni siquiera miró.

—Ahora me queda el bichero —dijo—. Pero no servirá de nada. Tengo los dos remos y la caña del timón y la porra.

«Ahora me han aniquilado —pensó—. Soy demasiado viejo para matar a los tiburones a garrotazos. Pero lo intentaré mientras tenga los remos y la porra y la caña».

Puso de nuevo sus manos en el agua para empaparlas. La tarde estaba avanzando y todavía no veía más que el mar y el cielo. Había más viento en el cielo que antes, y esperaba ver pronto tierra.

—Estás cansado, viejo —dijo—. Estás cansado por dentro.

Los tiburones no lo atacaron hasta justamente antes de la puesta del sol. El viejo vio venir las pardas aletas a lo largo de la ancha estela que el pez debía de trazar en el agua. No venían siquiera siguiendo el rastro. Se dirigían derecho al bote, nadando a la par.

Trancó la caña, amarró la escota y cogió la porra que tenía bajo la popa. Era un mango de remo roto, serruchado a una longitud de dos pies y medio. Solo podía usarlo eficazmente con una mano, debido a la forma de la empuñadura, y lo cogió firmemente con la derecha, flexionando la mano mientras veía venir los tiburones. Ambos eran galanos.

«Debo dejar que el primero agarre bien para pegarle en la punta del hocico o en medio de la cabeza», pensó.

Los tiburones se acercaron juntos y cuando el viejo vio al más cercano abrir las mandíbulas y clavarlas en el plateado costado del pez, levantó el palo y lo dejó caer con gran fuerza y violencia sobre la ancha cabezota del tiburón. Sintió la elástica solidez de la cabeza al caer el palo sobre ella. Pero sintió también la rigidez del hueso y otra vez pegó duramente al tiburón sobre la punta del hocico al tiempo que se deslizaba hacia abajo separándose del pez.

El otro tiburón había estado entrando y saliendo y ahora volvía con las mandíbulas abiertas. El viejo podía ver pedazos de carne del pez cayendo, blancas, de los cantos de sus mandíbulas, cuando acometió al pez y este cerró las mandíbulas. Le pegó con el palo y dio solo en la cabeza, y el tiburón lo miró y arrancó la carne. El viejo le pegó de nuevo con el palo al tiempo que se deslizaba alejándose para tragar y solo dio en la sólida y densa elasticidad.

—Vamos, galano —dijo el viejo—. Vuelve otra vez.

El tiburón volvió con furia y el viejo le pegó en el instante en que cerraba sus mandíbulas. Le pegó sólidamente y desde tan alto como había podido levantar el palo. Esta vez sintió el hueso, en la base del cráneo, y le pegó de nuevo en el mismo sitio mientras el tiburón arrancaba flojamente la carne y se deslizaba hacia abajo, separándose del pez.

El viejo esperó a que subiera de nuevo, pero no apareció ninguno de ellos. Luego vio uno en la superficie nadando en círculos. No vio la aleta del otro.

«No podía esperar matarlo —pensó—. Pudiera haberlo hecho en mis buenos tiempos. Pero los he magullado bien a los dos y se deben de sentir bastante mal. Si hubiera podido usar un bate con las dos manos habría podido matar al primero, seguramente. Aun ahora», pensó.

No quería mirar al pez. Sabía que la mitad de él había sido destruida. El sol se había puesto mientras el viejo peleaba con los tiburones.

—Pronto será de noche —dijo—. Entonces podré acaso ver el resplandor de La Habana. Si me hallo demasiado lejos al este, veré las luces de una de las nuevas playas.

«Ahora no puedo estar demasiado lejos —pensó—. Espero que nadie se haya alarmado. Solo el muchacho pudiera preocuparse, desde luego. Pero estoy seguro de que habrá tenido confianza. Muchos de los pescadores más viejos estarán preocupados. Y muchos otros también —pensó—. Vivo en un buen pueblo».

Ya no le podía hablar al pez, porque este estaba demasiado destrozado. Entonces se le ocurrió una cosa.

—Medio pez —dijo—. El pez que has sido. Siento haberme alejado tanto. Nos hemos arruinado los dos. Pero hemos matado muchos tiburones, tú y yo, y hemos arruinado a muchos otros. ¿Cuántos has matado tú en tu vida, viejo pez? Por algo debes de tener esa espada en la cabeza.

Le gustaba pensar en el pez y en lo que podría hacerle a un tiburón si estuviera nadando libremente. «Debí de haberle cortado la espada para combatir con ella a los tiburones», pensó. Pero no tenía un hacha, y después se quedó sin cuchillo.

«Pero si lo hubiera hecho y ligado la espada al cabo de un remo, ¡qué arma! Entonces los habríamos podido combatir juntos. ¿Qué vas a hacer ahora si vienen de noche? ¿Qué puedes hacer?».

—Pelear contra ellos —dijo—. Pelearé contra ellos hasta la muerte.

Pero ahora en la oscuridad y sin que apareciera ningún resplandor y sin luces y solo el viento y solo el firme tiro de la vela, sintió que quizás estaba ya muerto. Juntó las manos y percibió la sensación de las palmas. No estaban muertas y él podía causar el dolor de la vida sin más que abrirlas y cerrarlas. Se echó hacia atrás contra la popa y sabía que no estaba muerto. Sus hombros se lo decían.

«Tengo que decir todas esas oraciones que prometí si pescaba al pez —pensó—. Pero estoy demasiado cansado para rezarlas ahora. Mejor que coja el saco y me lo eche sobre los hombros».

Se echó sobre la popa y siguió gobernando y mirando a ver si aparecía el resplandor en el cielo. «Tengo la mitad del pez —pensó—. Quizá tenga la suerte de llegar a tierra con la mitad delantera. Debiera quedarme alguna suerte. No —se dijo—. Has violado tu suerte cuando te alejaste demasiado de la costa».

—No seas idiota —dijo en voz alta—. Y no te duermas. Gobierna tu bote. Todavía puedes tener mucha suerte. Me gustaría comprar alguna si la vendieran en alguna parte.

«¿Con qué habría de comprarla? —se preguntó—. ¿Podría comprarla con un arpón perdido y un cuchillo roto y dos manos estropeadas?».

—Pudiera ser —dijo—. Has tratado de comprarla con ochenta y cuatro días en la mar. Y casi estuvieron a punto de vendértela.

«No debo pensar en tonterías —pensó—. La suerte es una cosa que viene en muchas formas, y ¿quién puede reconocerla? Sin embargo, yo tomaría alguna en cualquier forma y pagaría lo que pidieran. Mucho me gustaría ver el resplandor de las luces —pensó—. Me gustarían muchas cosas. Pero eso es lo que ahora deseo». Trató de ponerse más cómodo para gobernar al bote y por su dolor se dio cuenta de que no estaba muerto.

Vio el fulgor reflejado de las luces de la ciudad a eso de las diez de la noche. Al principio eran perceptibles únicamente como la luz en el cielo antes de salir la luna. Luego se las veía firmes a través del mar, que ahora estaba picado debido a la brisa creciente. Gobernó hacia el centro del resplandor y pensó que, ahora, pronto llegaría al borde de la corriente.

«Ahora ha terminado —pensó—. Probablemente me vuelvan a atacar. Pero ¿qué puede hacer un hombre contra ellos en la oscuridad y sin un arma?».

Estaba rígido y adolorido y sus heridas y todas las partes castigadas de su cuerpo le dolían con el frío de la noche. «Ojalá no tenga que volver a pelear —pensó—. Ojalá, ojalá que no tenga que volver a pelear».

Pero hacia medianoche tuvo que pelear y esta vez sabía que la lucha era inútil. Los tiburones vinieron en manadas y solo podía ver las líneas que trazaban sus aletas en el agua y su fosforescencia al arrojarse contra el pez. Les dio con el palo en las cabezas y sintió el chasquido de sus mandíbulas y el temblor del bote cada vez que debajo agarraban su presa. Golpeó desesperadamente contra lo que solo podía sentir y oír, sintió que algo agarraba la porra y se la arrebataba.

Arrancó la caña del timón y siguió pegando con ella, cogiéndola con ambas manos y dejándola caer con fuerza una y otra vez. Pero ahora llegaban hasta la proa y acometían uno tras otro y todos juntos, arrancando los pedazos de carne que emitían un fulgor bajo el agua cuando ellos se volvían para regresar nuevamente.

Por último vino uno contra la propia cabeza del pez y el viejo se dio cuenta de que todo había terminado.

Tiró un golpe con la caña a la cabeza del tiburón donde las mandíbulas estaban prendidas a la resistente cabeza del pez, que no cedía. Tiró uno o dos golpes más. Sintió romperse la barra y arremetió al tiburón con el cabo roto. Lo sintió penetrar, y sabiendo que era agudo lo empujó de nuevo. El tiburón lo soltó y salió rolando. Fue, de la manada, el último tiburón que vino a comer. No quedaba ya nada más que comer.

Ahora el viejo apenas podía respirar y sentía un extraño sabor en la boca. Era dulzón y como a cobre y por un momento tuvo miedo. Pero no era muy abundante.

Escupió en el mar y dijo:

—Cómanse eso, galanos, y sueñen con que han matado a un hombre.

Ahora sabía que estaba finalmente derrotado y sin remedio, y volvió a popa y halló que el cabo roto de la caña encajaba bastante bien en la cabeza del timón para poder gobernar.

Se ajustó el saco a los hombros y puso el bote sobre su derrota. Navegó ahora livianamente y no tenía pensamientos ni sentimientos de ninguna clase. Ahora estaba más allá de todo y gobernó el bote para llegar a puerto lo mejor y más inteligentemente posible. De noche los tiburones atacan las carroñas como pudiera uno recoger migajas de una mesa. El viejo no les hacía caso. No hacía caso de nada, salvo del gobierno del bote. Solo notaba lo bien y ligeramente que navegaba el bote ahora que no llevaba un gran peso amarrado al costado.

«Un buen bote —pensó—. Sólido y sin ningún desperfecto, salvo la calada. Y esta es fácil de sustituir».

Podía percibir que ahora estaba dentro de la corriente y veía las luces de las colonias de la playa y a lo largo de la orilla. Sabía ahora dónde estaba y que llegaría sin ninguna dificultad.