Marie levantó sobresaltada la vista de su dibujo cuando se abrió la puerta.
—¡Paul! Cielos, ¿ya es mediodía? ¡He perdido la noción del tiempo!
Paul se acercó a ella por detrás, insinuó un beso en su cabeza y echó un vistazo al bloc de dibujo con curiosidad. Estaba diseñando vestidos de noche. Muy románticos. Sueños de seda y tul. Y en esos tiempos.
—No deberías mirar por encima de mi hombro —se quejó ella al tiempo que tapaba la lámina con ambas manos.
—Pero ¿por qué no, cariño? Lo que dibujas es precioso. Tal vez… tal vez un poco recargado.
Marie echó la cabeza hacia atrás y él posó los labios en su frente con suavidad. Tres años después seguían apreciando el inmenso regalo de estar juntos de nuevo. A veces Marie se despertaba por la noche atormentada por la horrible idea de que Paul todavía estaba en la guerra, pero luego se arrimaba a su cuerpo en reposo, sentía su respiración y su calor y volvía a dormirse tranquila. Sabía que a él le sucedía lo mismo, ya que solía cogerle la mano antes de quedarse dormido, como si quisiera tenerla a su lado cuando lo venciera el sueño.
—Son vestidos de fiesta. La gracia está en que sean un poco recargados. ¿Quieres ver los trajes y las faldas que he diseñado? Mira… —Sacó una carpeta de la pila. Desde que Elisabeth se había mudado a Pomerania, Marie utilizaba su habitación como estudio para dibujar y coser alguna que otra prenda. Pero casi siempre que encendía la máquina era para hacer remiendos y arreglos.
Paul admiró los diseños y afirmó que eran muy originales y atrevidos. Lo único que le sorprendía era que todos fueran tan largos y estrechos. ¿Es que solo concebía trajes para damas con silueta de alfiler?
Marie soltó una risita. Estaba acostumbrada a las bromas de Paul sobre su trabajo, pero sabía que en el fondo se sentía orgulloso de ella.
—Querido mío, la nueva mujer es delgadísima, lleva el pelo corto, tiene poco pecho y las caderas estrechas. Se maquilla de forma llamativa y fuma con boquilla.
—¡Espantoso! —exclamó él—. Espero que nunca sigas esa moda, Marie. Ya es suficiente con que Kitty vaya por ahí con ese corte de pelo masculino.
—Oh, pues seguro que el pelo corto me sentaría bien.
—No, por favor.
El tono de súplica era tan exagerado que Marie casi se echó a reír. Tenía el pelo largo y durante el día lo llevaba recogido. Pero por la noche, antes de irse a la cama, Marie se ponía delante del espejo para soltarse el peinado y Paul la observaba. Lo cierto es que su amor era bastante anticuado en algunas cosas.
—¿Los niños no han llegado aún? —preguntó Marie.
Miró el reloj de péndulo de la pared. Era uno de los pocos objetos que había dejado Elisabeth, pues se había llevado todos los muebles excepto el sofá y un par de alfombritas.
—Ni los niños ni Kitty —comentó Paul en tono de reproche—. Mamá está sola en el comedor.
—¡Oh, no!
Marie cerró la carpeta de golpe y se levantó a toda prisa. Alicia, la madre de Paul, estaba delicada de salud, y a menudo se quejaba de que nadie tenía tiempo para ella. Ni siquiera los niños, que preferían hacer diabluras por el parque con los chiquillos de Auguste; nadie se preocupaba por su educación. Alice decía que las niñas estaban «asalvajadas». En sus tiempos, se contrataba a una señorita que cuidaba a las niñas en la casa, les enseñaba cosas útiles y se ocupaba de su desarrollo personal.
—¡Espera un momento, Marie!
Paul se interpuso entre ella y la puerta con una sonrisa pícara, como si fuera a cometer una travesura. Marie no pudo evitar reír. ¡Cómo le gustaban esas caras que ponía!
—Quiero contarte una cosa, cariño —dijo—. Algo entre nosotros, sin público.
—Ah, ¿sí? ¿Algo entre nosotros? ¿Un secreto?
—No es un secreto, sino una sorpresa. Algo que deseas desde hace mucho tiempo.
«Ay, Dios mío», pensó ella. «¿Y qué es lo que deseo? En realidad soy feliz. Tengo todo lo que necesito. Sobre todo a él. Paul. Y a los niños. Bueno, esperábamos tener otro hijo, pero seguro que llega en algún momento».
Él la miraba nervioso y sintió una pequeña decepción al ver que se encogía de hombros.
—¿No se te ocurre nada? Te doy una pista: aguja.
—Aguja. Coser. Hilo. Dedal.
—Frío —respondió Paul—. Muy frío. Otra pista: escaparate.
El juego le parecía divertido, pero la inquietaba que mamá los estuviera esperando. Además, ahora se oían también las voces de los niños.
—Escaparate. Precios. Panecillos. Embutido.
—¡Madre mía! —exclamó él entre risas—. Estás perdidísima. Te daré una pista más: atelier.
¡Atelier! Por fin lo entendió. Cielos, ¿sería verdad?
—¿Un atelier? —musitó—. ¿Un… atelier de moda?
Él asintió y la abrazó.
—Así es, cariño. Un atelier de moda para ti sola. Sobre la puerta pondrá «Casa de Modas Marie». Sé que llevas mucho tiempo soñando con ello.
Tenía razón, era su gran sueño, pero con todos los cambios que se habían producido tras el regreso de Paul de la guerra casi lo había olvidado. Había sentido alegría y alivio al ceder la responsabilidad de la fábrica para dedicarse por completo a la familia y a Paul. Bueno, al principio siguió participando en las reuniones de negocios, era necesario para poner a Paul al corriente. Sin embargo, después él le había hecho saber, con cariño pero también con énfasis, que el destino de la fábrica de paños Melzer volvía a estar en sus manos y en las de su socio Ernst von Klippstein. Así debía ser, sobre todo porque el tiempo apremiaba y había que tomar decisiones importantes. Paul había sido astuto y previsor, su padre habría estado orgulloso de él. Lo primero que hicieron fue renovar las máquinas, habían sustituido todas las selfactinas por hiladoras de anillo construidas a partir de los planos del padre de Marie. Con el resto del capital que había aportado Von Klippstein, Paul había comprado varios terrenos, así como dos edificios en Karolinenstrasse.
—Pero ¿cómo es posible?
—La tienda de porcelanas Müller ha cerrado.
Paul suspiró, los dos ancianos le daban lástima.
Por otro lado, para Marie tampoco era un cierre inesperado. Hacía años que el negocio no les iba bien, y la inflación desbocada había hecho el resto.
—¿Y qué será de ellos?
Paul levantó los brazos y los dejó caer con resignación. Permitiría que vivieran en la parte de arriba del edificio. Aunque de todos modos sufrirían penurias, ya que la inflación se tragaría enseguida el dinero de la venta de la casa.
—Les echaremos una mano en lo que podamos, Marie. Pero el local y los cuartos del primer piso serán tuyos. Allí podrás hacer realidad tu sueño.
Estaba tan conmovida que apenas podía hablar. Eso sí que era una muestra de amor. Al mismo tiempo sentía remordimientos por construir su futuro profesional sobre la desgracia de los Müller. Entonces pensó que, al fin y al cabo, cuidarían de ellos, y que quizá incluso fuera una suerte para los ancianos porque muchos otros, en situaciones similares, no contarían con eso.
—¿No te alegras? —La cogió de los hombros y observó su rostro con una ligera decepción.
Pero ya la conocía. No le resultaba fácil expresar sus sentimientos.
—Claro que sí —dijo con una sonrisa, y se apoyó en él—. Solo necesito un poco de tiempo. Me cuesta creerlo. ¿Seguro que no estoy soñando?
—Tan seguro como que estoy aquí contigo.
Quiso besarla, pero en ese instante la puerta se abrió de golpe y se separaron como si los hubieran pillado cometiendo algún pecado.
—¡Mamá! —exclamó Dodo en tono de reproche—. ¿Qué hacéis aquí? La abuela está muy enfadada, y Julius ha dicho que no puede mantener caliente la sopa más tiempo.
Leo echó un vistazo a sus padres y desapareció en el cuarto de baño. En cambio Henny le tiró de una de las trenzas a Dodo.
—Tonta —susurró—. Querían darse un beso.
—Y a ti qué más te da —le espetó Dodo—. ¡Son mis padres!
Marie agarró a su hija y a su sobrina por los hombros y las empujó en línea recta por el pasillo hacia el baño. Se oyó el gong con el que Julius los llamaba con insistencia para comer.
Kitty salió de su cuarto y se lamentó en voz alta de que en esa casa, con ese molesto pim, pam, pum cada cinco minutos, no podía desarrollar su creatividad.
—¡Henny, enséñame las manos! Pero si están pegajosas. ¿Qué es esto? ¿Ositos bailarines? Corre al baño a lavarte. ¿Dónde se ha metido Else? ¿Por qué no está cuidando de los niños? Ay, Paul, estás resplandeciente. Deja que te abrace, hermanito.
Marie dejó que Paul y Kitty se adelantaran y corrió con Henny y Dodo al cuarto de baño, donde Leo se miraba en el espejo con gesto crítico y se secaba la cara con una toalla. Su entrenado ojo de madre enseguida se percató de que llevaba el cuello de la camisa metido hacia dentro.
—Déjame ver, Leo. Vaya. Corre y ponte otra camisa. Rápido. Henny, no hace falta que salpiques todo el baño. Esa es mi toalla, la tuya está ahí colgada.
Unos minutos antes estaba pensando en la elegante cola de un vestido de noche de seda negra, pero en ese momento se había metido de lleno en el papel de madre. ¡Leo había vuelto a pelearse! No quería entrar en detalles delante de Dodo y Henny, y en la mesa no abordaría el tema. Lo hablaría con él a solas. Su infancia en el orfanato le había enseñado lo crueles y malvados que podían ser los niños. Marie tuvo que enfrentarse a ello sola. Sus hijos no se sentirían así jamás.
Cuando entraron en el comedor, Paul y Kitty ya estaban sentados en sus respectivos sitios. Paul había logrado aplacar el enfado de su madre. No hizo falta mucho, una pequeña broma, un comentario cariñoso… Alicia se derretía en cuanto su hijo le prestaba atención. Kitty tenía el mismo efecto sobre su padre, era su hija preferida, la niña de sus ojos, su princesita, pero Johann Melzer los había dejado cuatro años atrás. De vez en cuando Marie tenía la sensación de que ese amor paterno y esa permisividad excesiva no habían preparado a Kitty para la vida. La quería mucho, pero su cuñada siempre sería una princesa malcriada y caprichosa.
—Recemos —dijo Alicia con solemnidad, y todos juntaron las manos sobre el regazo.
Solo Kitty levantó la mirada hacia el techo decorado con estuco, un gesto que a Marie no le pareció muy inteligente teniendo en cuenta que los niños estaban allí.
—Señor, te damos las gracias por los alimentos que vamos a comer, bendice esta mesa y a los pobres también. Amén.
—¡Amén! —repitió el coro familiar, en el que destacó la voz de Paul.
—Que aproveche, queridos míos.
—Igualmente, mamá.
Cuando Johann Melzer vivía, no celebraban aquel ritual diario, pero ahora Alicia insistía en bendecir la mesa. En teoría era por los niños, que necesitaban orden y rutina, pero Marie sabía tan bien como Kitty y Paul que era por la propia Alicia, que solía hacerlo de niña y desde que era viuda hallaba consuelo en ello. Desde que su marido murió, vestía siempre de negro; había perdido la alegría por los vestidos bonitos, las joyas y la ropa colorida. Por fortuna, aparte de los habituales ataques de migraña, parecía gozar de buena salud, pero Marie se había propuesto cuidar de su suegra.
Julius apareció con la sopera, la dejó sobre la mesa y comenzó a servir. Llevaba tres años trabajando como lacayo en la villa, pero no gozaba de tantas simpatías por parte de los señores y el personal de servicio como Humbert. Antes había trabajado en un hogar noble de Múnich y miraba al resto de los empleados por encima del hombro, lo que provocaba cierto rechazo.
—¿Otra vez cebada? Y encima con cachitos de nabo —lloriqueó Henny.
Respondió a las miradas severas de la abuela y del tío Paul con una sonrisa inocente, pero cuando Kitty frunció el ceño, sumergió la cuchara en la sopa y empezó a comer.
—Solo lo decía porque los cachitos de nabo son tan… tan… blandos —murmuró.
Por la cara que puso, Marie supo que en realidad quería decir «pastosos», pero se había contenido por si acaso. Por muy generosa e irreflexiva que fuera Kitty como madre, cuando se ponía seria, Henny sabía que era mejor obedecer. Leo parecía perdido en sus pensamientos mientras comía. Dodo lo miraba una y otra vez, como si quisiera decirle algo, pero callaba y masticaba pensativa un trocito de tocino ahumado que antes flotaba en su sopa.
—¿Por qué Klippi ya no viene a comer, Paul? —preguntó Kitty cuando Julius recogió los platos—. ¿No le gusta nuestra comida?
Ernst von Klippstein y Paul llevaban varios años siendo socios. Se conocían desde hacía mucho tiempo y se entendían bien. Paul se ocupaba de la parte profesional, mientras que Ernst se hacía cargo de la administración y las cuestiones de personal. Marie nunca le contó a Paul que cuando Von Klippstein estuvo en el hospital de la villa gravemente herido, él se le declaró de forma bastante inequívoca. Con el tiempo se había convertido en un asunto sin importancia, y solo habría entorpecido las buenas relaciones entre ambos.
—Ernst y yo hemos acordado que él se quede en la fábrica mientras yo descanso al mediodía. Después él se ausenta por poco tiempo para ir a comer. Para el ritmo de trabajo es mejor así.
Marie guardó silencio, y Kitty negó con la cabeza y comentó que el pobre Klippi cada vez estaba más delgado, que Paul debía vigilar que no se lo llevara el viento un día. Sin embargo, a Alicia le pareció una afrenta personal que el señor Von Klippstein no fuera por lo menos a la villa a tomar un tentempié.
—Bueno, mamá, es un hombre adulto y tiene su vida —dijo Paul con una sonrisa—. No hemos hablado sobre ello, pero creo que Ernst está pensando en volver a formar una familia.
—¡No me digas! —exclamó Kitty, alterada.
Era evidente que a su cuñada le estaba costando morderse la lengua mientras Julius servía el plato principal: fideos de patata con chucrut, la comida favorita de los niños. Paul también contempló satisfecho su plato y afirmó que la señora Brunnenmayer era una artista del chucrut.
—Si me permite el comentario, señor Melzer —intervino Julius, e inspiró con fuerza por la nariz, como solía hacer—, yo rallé toda la col. Después la señora Brunnenmayer la metió en los botes.
—Valoramos mucho su trabajo, Julius —dijo Marie con una sonrisa.
—¡Muchas gracias, señora Melzer!
Julius sentía un afecto especial por Marie, quizá porque siempre lograba limar las asperezas que surgían entre los empleados. Alicia le había cedido encantada esa labor, la fatigaban esos asuntos. Antes era su querida Eleonore Schmalzler, el ama de llaves, quien se ocupaba de que no se produjeran fricciones en la convivencia, pero la señorita Schmalzler se había jubilado merecidamente y ahora vivía en Pomerania. Alicia y su antigua empleada mantenían una correspondencia regular, de la que sin embargo apenas informaba al resto de la familia.
—Voy a explotar —dijo Dodo, y se metió el último fideo en la boca.
—Y yo ya he explotado —la superó Henny—. Pero da igual. Mamá, ¿puedo tomar más fideos?
Kitty dijo que no, que debía comerse primero el montoncito de chucrut que le quedaba en el plato.
—Pero es que no me gusta. Solo me gustan los fideos.
Kitty negó con la cabeza y suspiró. De dónde habría sacado su hija esa tendencia a la crítica, se preguntó en voz alta. Ella desde luego era muy severa con Henny.
—Sin duda —confirmó Marie con suavidad—. Al menos de vez en cuando.
—¡Dios mío, Marie! No soy ningún ogro. Es cierto que le permito alguna que otra libertad. Sobre todo por las noches, cuando no puede dormir, entonces la dejo andar por ahí hasta que se cansa. O con los dulces, en eso también soy permisiva. Pero en lo que respecta a la comida soy muy estricta.
—Eso es verdad —confirmó Alicia—. Es en lo único en lo que te comportas como una madre sensata, Kitty.
—Mamá —intervino Paul, conciliador, y le cogió la mano a Kitty, que estaba a punto de protestar—. No discutamos otra vez por este tema. Hoy no, por favor.
—¿Hoy no? —se sorprendió Kitty—. ¿Y por qué hoy no, Paul? ¿Acaso es un día especial? ¿Me he perdido algo? ¿No será vuestro aniversario de boda? Ay, no, que es en mayo.
—Es el principio de una nueva era comercial —dijo Paul con solemnidad mientras sonreía a Marie.
A Marie no le gustó que Paul anunciara su propósito conjunto a toda la familia, pero comprendía que lo hacía por amor hacia ella, así que le devolvió la sonrisa.
—Estamos a punto de abrir un atelier de moda, queridas mías —dijo Paul, y observó satisfecho los rostros de sorpresa.
—¡No me digas! —chilló Kitty—. ¡Marie tendrá su propio atelier! Me voy a volver loca de emoción. Ay, Marie de mi corazón, te lo has ganado con creces. Diseñarás creaciones maravillosas y en Augsburgo todo el mundo llevará tus modelos.
Se había levantado de un salto para echarse al cuello de Marie. ¡Así era Kitty! Espontánea, excesiva en su alegría, jamás se mordía la lengua, todo lo que pensaba y sentía le brotaba sin más. Marie aceptó el abrazo, su entusiasmo la hizo sonreír, y se emocionó al ver que Kitty derramaba incluso lágrimas de alegría.
—Oh, decoraré todas las paredes de tu estudio, Marie. Será como la antigua Roma. ¿O prefieres jovencitos griegos? Como en los Juegos Olímpicos, ya sabes, cuando se enfrentaban sin apenas ropa.
—No creo que eso sea muy apropiado, Kitty —comentó Paul con el ceño fruncido—. Pero tu idea me parece muy buena, hermanita. Deberíamos decorar con cuadros algunas paredes, ¿no te parece, Marie?
Marie asintió. Madre mía, ni siquiera había visto las estancias, solo la tienda de los Müller en la planta baja, abarrotada de estanterías; no conocía los cuartos del primer piso. Todo iba demasiado rápido. Casi sintió miedo ante la inmensa tarea que Paul le endosaba tan a la ligera. ¿Y si sus diseños no gustaban? ¿Y si pasaban los días y ningún cliente entraba en el atelier?
Los niños también querían participar en la conversación.
—¿Qué es un atelier, mamá? —preguntó Leo.
—¿Ganarás mucho dinero, mamá? —preguntó Dodo.
—¿Quieres mi chucrut, tío Paul? —aprovechó Henny la ocasión.
—Está bien, pesadita. ¡Trae aquí!
Mientras Paul explicaba que ya había contratado a unos operarios para que vaciaran el local y que quería pasarse con Marie por Finkbeiner para elegir colores y papel pintado para las paredes, Henny engullía satisfecha el resto de los fideos de la fuente. Sin embargo tuvo problemas con el postre, que consistía en una pequeña ración de crema de vainilla con una mancha de mermelada de cereza.
—Ahora me encuentro mal —se lamentó cuando la abuela les indicó que podían levantarse de la mesa.
—No me extraña —gruñó Leo—. Te atiborras hasta ponerte mala y otros niños ni siquiera tienen para comer.
—¿Y qué? —repuso Henny encogiéndose de hombros.
—Hemos rezado por los pobres, ¿no? —apoyó Dodo a su hermano.
Henny los miró con los ojos muy abiertos. Parecía ingenua y un poco desvalida, pero en realidad estaba analizando la situación para defender sus intereses. Había aprendido muy pronto que los gemelos siempre se ayudaban mutuamente, también en contra de ella.
—Es que he estado pensando en los niños pobres todo el rato y me he comido un par de fideos por ellos.
A Paul la respuesta le hizo gracia; Kitty también sonrió. Alicia fue la única que frunció el ceño.
—Creo que Leo tiene algo de razón —dijo Marie en voz baja pero firme—. Podríamos recortar gastos en la comida. Y tampoco hace falta que sirvamos postre todos los días.
—¡Ay, Marie! —exclamó Kitty, y se agarró del brazo de su cuñada con alegría—. Qué buena eres, serías capaz de pasar hambre con tal de dar tu postre a los pobres. Aunque me temo que con eso no alimentarías ni a uno solo. Ven, querida, quiero enseñarte cómo me imagino los murales. ¿Cuándo podremos hacer una visita al local? ¿Hoy? ¿No? Entonces, ¿cuándo?
—En los próximos días, Kitty. ¡Qué impaciente eres, hermanita!
Marie siguió a Kitty hacia el pasillo, donde ya esperaba Else. Después de comer, su labor consistía en cuidar de los niños mientras hacían los deberes. A continuación tenían varias horas para jugar, y las visitas de los compañeros de clase debían anunciarse con antelación y recibir la aprobación de las madres.
—Me gustaría ir a ver a Walter —pidió Leo—. Está enfermo y no ha ido al colegio.
Marie se detuvo y miró hacia el comedor. Paul regresaría enseguida a la fábrica, pero de momento estaba hablando con Alicia. Tendría que decidir ella sola.
—Pero solo un rato, Leo. Que Hanna te acompañe después de los deberes.
—¿No puedo ir solo?
Marie negó con la cabeza. Sabía que Paul y Alicia no aprobarían esa decisión, a ninguno de los dos les gustaba demasiado que Leo fuera amigo de Walter Ginsberg. No porque los Ginsberg fueran judíos, en ese aspecto al menos Paul no tenía prejuicios. Pero a los dos chicos los unía la pasión por la música, y Paul temía que a su hijo pudiera ocurrírsele convertirse en músico; un miedo absurdo a ojos de Marie.
—Ven de una vez, Marie. No serán más que un par de minutos. Tengo que ir a ver a mi querido Ertmute por lo de mi exposición en el club de arte. ¿Está listo el coche, Julius? Lo necesitaré enseguida.
—Muy bien, señora. ¿Quiere que la lleve?
—Gracias, Julius. Conduciré yo misma.
Marie siguió a Kitty escaleras arriba hasta su habitación, que había convertido en un estudio de pintura. Además había ocupado el antiguo dormitorio de su padre, algo a lo que Alicia solo había accedido tras muchas dudas. Pero claro, la pobre Kitty no podía dormir entre todos aquellos cuadros a medio terminar y respirar el olor de la pintura por las noches.
—Mira, también podría pintarte un paisaje inglés. O esto: Moscú bajo la nieve. ¿No? Bueno. Ya está, París. Notre Dame y los puentes del Sena, la torre Eiffel… No, mejor no, esa cosa es realmente fea.
Marie escuchó las ocurrencias de Kitty, que había dado rienda suelta a su imaginación desbordante, y después comentó que todas eran ideas maravillosas pero que había que pensar que se trataba de exponer sus vestidos, así que el fondo no podía dominar demasiado.
—Tienes razón. ¿Y si en el techo te pinto un cielo estrellado y en las paredes un paisaje envuelto en niebla, misterioso y en tonos pastel?
—Será mejor que esperemos a ver el local, Kitty.
—Está bien. De todos modos tengo que irme. ¿Me has acortado la falda azul? ¿Sí? Ay, Marie, eres un sol. Marie de mis amores.
Después de un besito y un abrazo, Marie se vio liberada de las atenciones de su cuñada y se encontró de nuevo en el pasillo. Aguzó el oído: Paul seguía en el comedor, lo oía hablar. Qué bien, lo acompañaría por el vestíbulo hasta la puerta y allí le diría que estaba muy contenta. Antes se había quedado un poco decepcionado al ver que no prorrumpía en gritos de júbilo, y no quería que volviera con esa sensación al trabajo.
Saludó con la cabeza a Julius, que corría hacia la escalera de servicio para sacar el coche del garaje, y cuando fue a empujar la puerta entornada del comedor se detuvo.
—No, mamá, no comparto tus dudas —oyó decir a Paul—. Marie tiene toda mi confianza.
—Mi querido Paul, sabes que aprecio mucho a Marie, pero por desgracia, y aunque ella no tenga la culpa, no fue educada como una joven dama de nuestra posición.
—¡Ese es un comentario de mal gusto, mamá!
—Por favor, Paul. Solo lo digo porque me preocupa tu felicidad. Mientras tú estabas en el campo de batalla, Marie hizo muchísimas cosas por nosotros. Hay que reconocérselo. Pero por eso tengo miedo de que ese atelier de moda la lleve por el camino equivocado. Marie es ambiciosa, tiene talento y… No te olvides de quién fue su madre.
—¡Ya está bien! Disculpa, mamá, no comparto tus reservas y me niego a seguir discutiendo sobre ello. Además, me esperan en la fábrica.
Marie oyó los pasos de Paul e hizo algo de lo que se avergonzó pero que en ese momento le pareció la mejor solución. Abrió la puerta del despacho sin hacer ruido y desapareció tras ella. Ni Paul ni Alicia debían saber que había escuchado su conversación.