Chereads / El Padrino / Chapter 3 - 2

Chapter 3 - 2

El jueves por la mañana, Tom Hagen acudió pronto a su oficina. Tenía intención de despachar rápidamente el trabajo rutinario, al efecto de prepararlo todo para la entrevista con Virgil Sollozzo, prevista para el viernes. Debido a la importancia de la entrevista, había pedido al Don que le dedicara varias horas para hablar del asunto. Sollozzo tenía una proposición que hacer a la Familia, y Hagen quería saberlo todo, hasta los más nimios detalles, para estar preparado y sacar el máximo partido de aquel contacto preliminar.

El Don no había parecido sorprenderse cuando Hagen regresó de California, a última hora del martes, y le contó cómo habían ido las negociaciones con Woltz. Se interesó por todos y cada uno de los detalles, e hizo una mueca de disgusto cuando Hagen le contó lo de la hermosa muchachita y su madre; llegó a murmurar infamità, infamia, una palabra que sólo salía de sus labios cuando quería expresar la máxima desaprobación.

—¿Es realmente un hombre con lo que hay que tener? —preguntó finalmente.

Hagen se quedó pensativo, considerando lo que el Don quería significar. Los años le habían enseñado que los valores por los que se regía el Don eran muy diferentes de los de la mayoría de la gente; incluso sus palabras podían tener un significado diferente. ¿Era Woltz un hombre de carácter? ¿Era persona de voluntad fuerte? La respuesta sería afirmativa, pero eso no era lo que el Don estaba preguntando. ¿Tenía el productor cinematográfico el valor suficiente para no asustarse ante las amenazas? ¿Estaba dispuesto a sufrir grandes pérdidas en sus películas? La respuesta seguiría siendo afirmativa, pero tampoco era lo que el Don quería saber. Al final, Hagen enfocó debidamente la pregunta: ¿Tenía Jack Woltz lo que hay que tener para arriesgarlo todo, para perder todo cuanto poseía, y ello por una cuestión de principios, por un asunto de honor o, por qué no, por venganza? Entonces Hagen sonrió. Pocas veces lo hacía, pero en esta ocasión no pudo contenerse.

—Usted quiere saber si es un siciliano.

El Don hizo un gesto afirmativo. Había sabido apreciar la halagadora agudeza de Hagen.

—No —contestó éste.

Eso fue todo. El Don había estado estudiando el asunto hasta el día siguiente. El miércoles por la tarde había llamado a Hagen para darle instrucciones, cuyo cumplimiento debería tenerle ocupado el resto del día. Hagen estaba realmente admirado. No le cabía la menor duda de que el Don había resuelto el problema, y estaba seguro de que Woltz le llamaría en el curso de la mañana para comunicarle que Johnny Fontane sería el protagonista de la película bélica cuyo rodaje estaba a punto de empezar.

En aquel momento sonó el teléfono, pero era Amerigo Bonasera. La voz del empresario de pompas fúnebres temblaba de gratitud. Quería que Hagen transmitiera al Don la seguridad de su amistad eterna. El Don no tenía más que llamarle. Él, Amerigo Bonasera, daría la vida, si preciso fuera, por el bendito Padrino.

El Daily News había publicado una fotografía de Jerry Wagner y Kevin Moonan tendidos en la calle. La foto había sido expertamente arreglada para que todo pareciera aún más horrible de lo que había sido en realidad. Los cuerpos de los dos muchachos semejaban sendas masas informes de carne. Milagrosamente, decía el News, habían salvado la vida, pero en el mejor de los casos tendrían que pasar varios meses en el hospital, eso sin contar con que la cirugía plástica tendría que obrar milagros en sus rostros. Hagen escribió una nota para Clemenza, comunicándole que convenía felicitar a Paulie Gatto. Parecía conocer su trabajo.

Hagen trabajó con rapidez y eficacia durante las tres horas siguientes, redactando informes sobre los beneficios de la compañía inmobiliaria del Don, de su negocio de importación de aceite de oliva y de su empresa constructora. Ninguno de los tres negocios marchaba muy bien, pero terminada la guerra, serían muy rentables. Casi había olvidado el problema de Johnny Fontane, cuando su secretario le anunció una llamada telefónica desde California. Sabía quién estaba al otro extremo del hilo.

—Al habla Hagen —dijo.

La voz que llegó a través del teléfono resultó casi irreconocible para Hagen, tanto era el odio que trasuntaba.

—¡Maldito hijo de puta! —gritó Woltz—. ¡Haré que os metan a todos en la cárcel! ¡Cien años vais a estar allí! ¡Si es preciso, me gastaré hasta el último centavo para destruiros! ¡Y a ese Johnny Fontane le voy a cortar los cojones! ¿Me oyes, cerdo asqueroso?

Hagen se limitó a decir, suavemente y con amabilidad:

—Soy irlandés.

Se produjo una larga pausa, que terminó con el clic producido por el auricular al ser colgado. Hagen sonrió. Woltz no había proferido ni una sola amenaza contra Don Corleone. El genio tenía su premio.

Jack Woltz dormía siempre solo. Tenía una cama lo bastante grande para diez personas y un dormitorio tan espacioso como una sala de baile, pero había dormido solo desde la muerte de su primera esposa, acaecida diez años antes. Eso no significaba que no tuviera relaciones con mujeres, pues a pesar de sus años seguía manteniendo un gran vigor físico. Sin embargo, lo único que le estimulaba era el contacto con muchachas muy jóvenes, y además había aprendido que su cuerpo y su paciencia solamente toleraban unas pocas horas, al atardecer.

Aquel jueves por la mañana, extrañamente, Woltz se había despertado muy temprano. La luz del amanecer daba a su enorme dormitorio el aspecto de una brumosa pradera. Al pie de la cama había una figura muy familiar, y Woltz se esforzó por distinguirla mejor. Era una cabeza de caballo. Todavía medio dormido, Woltz encendió la lámpara de la mesita de noche… y lo que vio le produjo náuseas. Le pareció como si le hubieran golpeado el pecho con un martillo, su corazón empezó a latir a gran velocidad, y sintió arcadas. El vómito cayó sobre la gruesa y lujosa alfombra.

Separada del cuerpo, la negra y sedosa cabeza del caballo Jartum estaba rodeada de un gran charco de sangre. Los tendones, blancos y delgados, pendían; el morro estaba cubierto de espuma, y aquellos ojos grandes que habían brillado como el oro tenían ahora un vidrioso color apagado. Woltz sintió un terror animal, que le hizo llamar a gritos a sus criados y maldecir a Hagen, llenándolo de insultos, a pesar de que éste no podía oírle, pues estaba muy lejos. El mayordomo se alarmó al ver a su patrón en aquel estado. Primero llamó al médico personal de Woltz, y luego al vicepresidente de los estudios. No obstante, Woltz consiguió recuperarse antes de la llegada de ambos.

El shock había sido terrible. ¿Qué clase de hombre podía destruir a un animal valorado en seiscientos mil dólares? Sin una sola palabra de aviso, sin haber entablado negociaciones que pudieran haber conducido a una revisión de la alevosa orden. La crueldad, el profundo desprecio por los valores establecidos, apuntaban como autor del crimen a un hombre que hubiera establecido sus propias leyes, a un hombre que se considerara una especie de Dios. Además, debía de tratarse de un hombre muy poderoso pues, como era bien patente, los guardas privados apostados en los establos nada habían podido hacer. Woltz supo que el caballo había sido fuertemente drogado, antes de que le separaran la cabeza del cuerpo. Los guardias aseguraron que nada habían visto ni oído. A Woltz esto le parecía imposible. Les haría hablar. Seguro que le habían traicionado, y él encontraría la manera de hacerles decir quién los había comprado.

Woltz no era estúpido, sino simplemente un gran ególatra que había calculado mal el poder de Don Corleone. Acababa de tener una prueba. Comprendió el mensaje. Se dio cuenta de que, a pesar de su riqueza, a pesar de sus contactos con el presidente de Estados Unidos, a pesar de su tantas veces cacareada amistad con el director del FBI, a pesar de todo, un oscuro importador de aceite de oliva italiano podía matarle cuando y como le viniera en gana. ¡Y todo por no querer dar a Johnny Fontane el papel que quería! Era increíble. La gente no tenía derecho a actuar así. El mundo sería inhabitable si la gente hiciera su propia ley. Era una locura. ¿Es que uno no podía hacer, con su dinero o sus empresas, lo que le viniera en gana? Era mil veces peor que el comunismo. No podía ser.

Woltz se tomó un tranquilizante suave que le recetó su médico. La cápsula le ayudó a calmarse y a pensar con frialdad. Lo que realmente le intrigaba era por qué Corleone había escogido como víctima un caballo famoso, un caballo de seiscientos mil dólares. ¡Seiscientos mil dólares! Y eso para empezar. Woltz se estremeció. Pensó en su vida, en todo cuanto había conseguido. Era rico. Con sólo mover un dedo y prometer un contrato, podía tener a las mujeres más hermosas del mundo. Era recibido por reyes y reinas. Tenía todo lo que el dinero y el poder podían proporcionar. ¡Era absurdo arriesgarlo todo por un simple antojo! Tal vez podría atrapar a Corleone. ¿Cuál era la pena por matar a un caballo de carreras? Se echó a reír a carcajadas, y el médico y los criados, sin decir palabra, lo observaron con mal disimulada ansiedad. Se le ocurrió otra idea. ¿Sería el hazmerreír de California sólo porque alguien había desafiado arrogantemente su poder? Eso le decidió. Eso y el pensamiento de que quizá no lo matarían. Era posible que tuvieran en reserva algo más doloroso.

Woltz dio las órdenes necesarias. Sus colaboradores más cercanos entraron en acción. Los criados y el médico tuvieron que jurar que no dirían una sola palabra, ya que de lo contrario caería sobre ellos la ira, la poderosa ira de Woltz. A la prensa se le comunicó que el caballo Jartum había muerto de una enfermedad contraída durante el viaje desde Inglaterra. Los restos del animal fueron enterrados en un lugar secreto de la finca.

Seis horas más tarde, Johnny Fontane recibió una llamada telefónica del productor ejecutivo de la película, quien le dijo que se presentara al trabajo el lunes siguiente.

Aquella noche, Hagen acudió al domicilio de Don Corleone para preparar los últimos detalles de la importante entrevista que se celebraría al día siguiente con Virgil Sollozzo. Con el Don estaba su hijo mayor, Sonny Corleone, en cuyo rostro se leía una clara fatiga, y que en aquel momento bebía un vaso de agua fresca. Hagen pensó que debía de seguir disfrutando de los favores de la dama de honor. Otra preocupación.

Don Corleone se acomodó en un sillón, con un Di Nobili en los labios. Hagen tenía siempre una caja. Había tratado de que el Don se pasara a los habanos, pero Vito Corleone alegaba que le irritaban la garganta.

—¿Tenemos toda la información que precisamos? —preguntó el Don.

Hagen abrió el portafolios donde guardaba sus notas. No es que en ellas hubiera nada sensacional: eran simples recordatorios, al objeto de no olvidar ningún detalle importante.

—Sollozzo viene a pedirnos ayuda —dijo Hagen—. Sollozzo pedirá a la Familia que invierta un millón de dólares y que aporte, además, una especie de impunidad frente a la ley. A cambio de todo ello nos ofrecerá una tajada de lo que se saque, pero nadie sabe si esta tajada será sustanciosa. Sollozzo está protegido por la familia Tattaglia, que seguramente también querrá su parte. El asunto está relacionado con narcóticos. Sollozzo tiene los contactos en Turquía, donde están las plantaciones, y se encarga de embarcar la mercancía en dirección a Sicilia. No hay problema. En Sicilia, la planta es convertida en heroína. En caso necesario, también es posible convertir la heroína en morfina, y ésta, a su vez, en heroína de nuevo. Al parecer el laboratorio siciliano está absolutamente protegido. El único problema está en la entrada de la droga en Estados Unidos, además, claro está, de su distribución. Además, hay que tener en cuenta el capital inicial. Un millón de dólares en efectivo no crece en los árboles.

Hagen se percató de que el Don empezaba a fruncir el ceño. Cuando se hablaba de negocios, el viejo detestaba los rodeos innecesarios. Por ello, Hagen pensó que lo mejor era ir al grano:

—A Sollozzo le apodan el Turco por dos razones: porque ha vivido en Turquía durante bastante tiempo, e incluso se supone que en aquel país tiene una esposa e hijos, y porque es muy rápido con el cuchillo, o al menos lo fue años atrás. En asuntos de negocios es también bastante competente, y, cosa importante, es su propio jefe. Ha estado dos veces en la cárcel, una en Italia y la segunda en Estados Unidos. Las autoridades lo conocen como contrabandista de narcóticos, lo cual podría ser una ventaja para nosotros. Significa que nunca podrá declarar, pues se le considera el escalón más alto, y, aparte, está su historial. Tiene una esposa americana y tres hijos, y es un buen padre de familia. Es un hombre dispuesto a todo, con tal de que los suyos no carezcan de nada.

El Don dio una chupada a su cigarro.

—¿Qué opinas, Santino? —preguntó.

Hagen sabía lo que iba a decir Sonny. Al hijo mayor del Don le disgustaba actuar por cuenta de otro, aunque este otro fuera su propio padre. Quería efectuar algo importante, pero siendo él su propio jefe. Era lo que más deseaba.

Sonny bebió un poco de whisky y respondió:

—Hay una gran cantidad de dinero en ese polvo blanco, pero puede resultar peligroso. A lo peor, el asunto terminaría con algunas condenas a veinte años de prisión. Pienso que lo más acertado sería que sólo nos encargáramos de financiar la operación y de prestar la protección necesaria a Sollozzo y los suyos, y que nos mantuviéramos al margen en todos los demás aspectos.

Hagen dirigió a Sonny una mirada de aprobación. Había jugado bien sus cartas. Se había inclinado por lo más sencillo y evidente. Además, había expuesto con claridad su punto de vista.

El Don dio una nueva chupada a su cigarro.

—¿Qué piensas tú del asunto, Tom?

Hagen se dispuso a ser absolutamente honesto. Había llegado ya a la conclusión de que el Don rechazaría la proposición de Sollozzo. Por otra parte, y eso era grave, Hagen estaba convencido de que ésta era una de las pocas veces en que el Don no había meditado suficiente un asunto determinado. En el caso de la propuesta de Sollozzo, sólo veía lo inmediato.

—Adelante, Tom —le animó la voz del Don—. Ni siquiera un consigliere siciliano está siempre de acuerdo con su jefe.

Los tres se echaron a reír y Hagen pasó a exponer su punto de vista.

—Creo que debería usted aceptar. Hay muchas razones que me llevan a pensar así, y usted las sabe. La más importante es ésta: se puede ganar más dinero con los narcóticos que con cualquier otra actividad. Si nosotros no entramos en el asunto, otros lo harán. La familia Tattaglia, por ejemplo. Las ganancias pueden ser fabulosas, y les servirán para conseguir un mayor poder policial y político. Su familia llegará a ser más fuerte que la nuestra. Con el tiempo, intentarán quitarnos lo que ahora tenemos. Es lo mismo que ocurre con las naciones. Si ellos se arman, tenemos que armarnos. Si su poder económico llega a ser mayor que el nuestro, automáticamente se convierten en una amenaza para nosotros. Ahora tenemos el juego y los sindicatos, que es lo mejor que en la actualidad se puede tener. Pero pienso que los narcóticos son el negocio del futuro. En mi opinión, debemos entrar en el asunto; de lo contrario, nos arriesgamos a perderlo todo. No ahora, desde luego, pero sí dentro de diez años.

El Don parecía haber quedado enormemente impresionado. Echó una bocanada de humo.

—Eso es lo más importante, por supuesto —murmuró. Lanzó un profundo suspiro, se puso en pie y preguntó—: ¿A qué hora tengo que ver a ese infiel mañana?

—Estará aquí a las diez de la mañana —contestó Hagen, esperanzado.

—Quiero que los dos estéis aquí —dijo el Don. Se levantó y tomó a su hijo por el brazo—. A ver si duermes un poco esta noche, Santino. No pareces tú mismo. Cuídate, muchacho, y piensa que no siempre serás joven.

Sonny, alentado por este signo de preocupación paterna, preguntó lo que Hagen no se había atrevido a preguntar:

—Dime, papá ¿cuál será tu respuesta?

—¿Cómo quieres que lo sepa hasta que Sollozzo me haya hablado de porcentajes y de otros detalles? —respondió Don Corleone, sonriendo—. Además, tengo que meditar cuidadosamente sobre las opiniones que se han expuesto aquí esta noche. Después de todo, no soy hombre que actúe a la ligera.

Mientras salía de la habitación, y como por casualidad, el Don dijo a Hagen:

—¿Figura en tus notas que el Turco vivía de la prostitución, antes de la guerra? Lo mismo que la familia Tattaglia hace ahora. Anótalo antes de que se te olvide.

El tono de burla que advirtió en las palabras del Don hizo sonrojar a Hagen. Éste había preferido no mencionar el tema, ya que nada tenía que ver con el asunto. Además, temía que ello influyera en la decisión del Don. Evidentemente, en cuestiones sexuales Don Corleone era un verdadero puritano.

Virgil Sollozzo, alias el Turco, era un hombre corpulento, de mediana estatura y piel morena. Hubiese podido pasar perfectamente por un verdadero turco. Su nariz parecía una cimitarra y sus oscuros ojos tenían una mirada cruel. Además, poseía una impresionante dignidad.

Sonny Corleone lo saludó en la puerta y lo acompañó al despacho donde le esperaban Hagen y el Don. Hagen pensó que nunca había visto a un hombre de aspecto tan peligroso, excepción hecha de Luca Brasi.

Hubo profusión de corteses apretones de mano. «Si el Don me pregunta alguna vez si este hombre tiene lo que hay que tener, deberé responderle que sí», pensó Hagen. Nunca había visto tanta fuerza en un hombre, ni siquiera en el Don. De hecho, el Don no parecía estar en su mejor momento. En su saludo se había mostrado como acobardado, sin energías.

Sollozzo fue directo al asunto. Se trataba de narcóticos. Estaba todo previsto. Algunos plantadores turcos le habían prometido determinadas cantidades cada año. En Francia, él, Sollozzo, tenía un laboratorio bien protegido, que transformaba la planta en morfina. Y en Sicilia tenía otro laboratorio, absolutamente seguro también, que transformaba la morfina en heroína. El contrabando entre ambos países era todo lo seguro que estas cuestiones pueden ser. La entrada en Estados Unidos representaría una pérdida del cinco por ciento, dado que el FBI era incorruptible, como ambos sabían. Pero los beneficios serían enormes y el peligro, inexistente.

—¿Por qué acude a mí, entonces? —preguntó el Don en tono cortés—. ¿Qué he hecho para merecer su generosidad?

El moreno rostro de Sollozzo permaneció impasible.

—Necesito dos millones de dólares en efectivo. Y lo que no es menos importante, necesito un colaborador que tenga amigos poderosos en los puestos clave. Algunos de mis hombres serán atrapados en el transcurso de los años, es inevitable. Ninguno de ellos estará fichado por la policía, eso lo prometo. Por ello, lo lógico será que los jueces les impongan condenas leves. Necesito un amigo que pueda garantizarme que cuando mis hombres tengan problemas, no van a pasar más de un año o dos entre rejas. Si es así, seguro que no hablarán. Pero si les condenan a diez o veinte años, entonces ¿quién sabe? En este mundo hay muchos hombres débiles. Pueden hablar, pueden comprometer a los demás. La protección legal es importantísima. Según me han dicho, Don Corleone, tiene usted más jueces en el bolsillo que pelos tiene un gato.

Don Corleone no hizo demostración alguna de agradecimiento por el cumplido.

—¿Qué porcentaje para mi Familia? —se limitó a preguntar.

Los ojos de Sollozzo brillaron con astucia.

—El cincuenta por ciento —hizo una corta pausa y añadió, con voz que parecía una caricia—: El primer año, su parte ascendería a tres o cuatro millones de dólares. Luego sería mucho más.

—¿Y qué porcentaje se llevará la familia Tattaglia? —preguntó Don Corleone.

Por vez primera, Sollozzo parecía nervioso.

—Recibirán algo de mi parte. Necesito un poco de ayuda de ellos.

—Así, pues —dijo don Corleone—, voy a recibir el cincuenta por ciento sólo por prestar ayuda financiera y protección legal. No tendré que preocuparme por las operaciones ni por nada. ¿Es eso lo quiere usted decirme?

Sollozzo asintió con un gesto.

—Si usted considera que dos millones de dólares en efectivo no es sino ayuda financiera, le felicito sinceramente, Don Corleone.

—He consentido en recibirle —replicó con calma el Don— sólo por el respeto que me inspira la familia Tattaglia y porque he oído que es usted un hombre serio y digno de respeto. Aunque me veo obligado a decirle no, me siento obligado a explicar las razones de mi negativa. Los beneficios, en el asunto que usted me propone, son enormes, pero también lo son los riesgos. Su operación, si tomáramos parte en ella, podría perjudicar el resto de mis intereses. Es verdad que tengo muchos, muchos amigos en el campo de la política, pero no serían tan tolerantes si en lugar de dedicarme al juego, negociara con los narcóticos. A su entender el juego es algo así como el licor, un vicio sin importancia. En cambio, opinan que las drogas son algo muy perjudicial para la gente. No, no proteste. Le estoy diciendo lo que piensan ellos, no mi opinión. El modo en que un hombre se gane la vida es algo que no me incumbe. Lo único que le estoy diciendo es que este negocio suyo es muy arriesgado. Todos los miembros de mi Familia han vivido muy bien durante los últimos diez años; sin peligro y sin daño alguno. No puedo permitirme el lujo de ponerlos a todos en la cuerda floja.

El único signo visible de la decepción de Sollozzo fue una rápida mirada alrededor de la habitación, como si esperara que Hagen o Sonny acudieran en su ayuda.

—¿Es que le preocupa la seguridad de sus dos millones? —preguntó luego.

—No —fue la fría respuesta del Don.

—La familia Tattaglia avalaría su inversión —insistió Sollozzo.

En ese momento Sonny Corleone cometió un imperdonable error de juicio y de forma.

—¿La familia Tattaglia garantiza nuestra inversión sin compensación alguna por nuestra parte?

Ante la enormidad del desliz, Hagen se echó a temblar. Vio que el Don dirigía una mirada gélida a su hijo mayor, que, aun sin saber por qué, se estremeció. Los ojos de Sollozzo brillaban ahora de satisfacción. Había descubierto una grieta en la fortaleza del Don. Cuando el Don habló, su tono era de despedida:

—Los jóvenes son codiciosos. Y los de esta generación carecen de modales; interrumpen a sus mayores y se meten donde no les llaman. Pero mis hijos han sido siempre mi debilidad, y temo haberlos mimado en exceso. Ya se habrá dado cuenta. Signor Sollozzo, mi no es definitivo. No obstante, quiero que sepa que le deseo toda clase de venturas en sus negocios, que no interfieren en los míos. Siento haberle decepcionado.

Sollozzo hizo una leve reverencia, estrechó la mano del Don y dejó que Hagen lo acompañara hasta el coche que le aguardaba fuera. Su rostro era impasible cuando se despidió de Hagen.

De nuevo en el despacho, Don Corleone preguntó a Hagen:

—¿Qué opinas de ese hombre?

—Es un verdadero siciliano —contestó Hagen, lacónico.

El Don movió pensativamente la cabeza. Luego se volvió hacia su hijo.

—Santino, nunca dejes que los que no pertenecen a la Familia sepan lo que realmente piensas. Me parece que el sucio asunto que tienes con esa joven te ha reblandecido el cerebro. Déjate de amoríos y ocúpate de los negocios. Ahora, apártate de mi vista.

Hagen vio que el rostro de Sonny expresaba sorpresa primero e ira después, y pensó que tal vez había imaginado que su padre ignoraba lo de Lucy. ¿Y no era consciente del peligroso error que había cometido? Si eso era cierto, Hagen nunca desearía ser el consigliere de Santino Corleone, si éste llegara a ser Don.

Don Corleone esperó a que su hijo saliera de la estancia. Luego se sentó en su sillón de cuero y pidió una copa. Hagen le sirvió un vaso de anisete. El Don lo miraba fijamente.

—Dile a Luca Brasi que venga a verme —ordenó.

Tres meses más tarde, estando Hagen en su oficina de la ciudad despachando rápidamente una serie de documentos rutinarios, pues quería terminar pronto ya que deseaba acompañar a su esposa y a los niños a hacer algunas compras navideñas, fue interrumpido por una llamada telefónica. Era Johnny Fontane, quien por el tono de voz parecía ser completamente feliz. Ya habían terminado el rodaje y la película sería un éxito. El regalo de Navidad que tenía preparado para el Don haría que éste cayera de espaldas, pero de momento no podía ir a traerlo, pues aún faltaba ultimar algunos detalles de la película. Tendría que permanecer unos días en la Costa Oeste. Hagen trataba de ocultar su impaciencia. El encanto de Johnny nunca había hecho mella en él. Pero las palabras de Johnny habían despertado su curiosidad.

—¿Qué va a ser el regalo?

—No puedo decirlo —contestó Johnny, en tono de broma—. La sorpresa es un factor importante en los regalos.

Hagen perdió todo interés por el asunto, y luego, con toda cortesía, se las arregló para colgar casi de inmediato.

Diez minutos más tarde, su secretario le dijo que Connie Corleone estaba al teléfono y que quería hablar con él. Hagen suspiró. De soltera, Connie había sido encantadora, pero se había convertido en una verdadera lata. Se quejaba de su marido, e incluso algunas veces se instalaba por tres o cuatro días en casa de sus padres… Claro que Carlo Rizzi era una nulidad. Su suegro le había procurado un negocio que, bien llevado, hubiera permitido al matrimonio vivir bien. Pero el negocio estaba derrumbándose, y además Carlo bebía, iba con otras mujeres, jugaba, y, de vez en cuando, pegaba a su esposa. Connie nada había dicho a sus padres y hermanos respecto a esto último, pero sí se lo había contado a Hagen. Ahora éste se preguntaba qué nuevas desgracias tendría que contarle.

Pero Connie parecía haberse dejado arrastrar por el espíritu de la Navidad. Sólo quería preguntar a Hagen qué podría regalar a su padre. Y a Sonny, a Fred, a Mike… El regalo para su madre estaba ya decidido. Hagen le hizo algunas sugerencias, que ella se apresuró a rechazar de plano. Finalmente, le dejó en paz.

Cuando el teléfono volvió a sonar, Hagen metió todos los documentos en el cajón. Al diablo con ellos. Se marcharía, y en paz.

Pero ni siquiera le pasó por la cabeza la idea de no contestar el teléfono. Cuando su secretario le dijo que era Michael Corleone, cogió de buena gana el auricular. Mike siempre le había caído simpático.

—Tom —dijo Michael Corleone—, mañana iré con Kay a la ciudad. Tengo algo muy importante que decir al viejo antes de Navidad. ¿Estará en casa mañana por la noche?

—Sí —contestó Hagen—. No saldrá de la ciudad hasta después de Navidad. ¿Puedo hacer algo por ti?

Michael era tan reservado como su padre.

—No —dijo—. Espero que nos veamos por Navidad, pues todo el mundo estará en Long Beach ¿no es así?

—De acuerdo —dijo Hagen, satisfecho de que Mike no le hubiera entretenido hablando de tonterías.

Pidió a su secretario que llamara a su esposa para decirle que llegaría a casa un poco tarde, aunque a tiempo para cenar, y salió del edificio. Se dirigía, con paso rápido, hacia Macy's, cuando de pronto notó que alguien andaba junto a él. Sorprendido, vio que era Sollozzo. Éste le tomó del brazo y dijo, en voz apenas audible:

—No se alarme; sólo deseo hablar con usted.

Mientras, se había abierto la puerta de un automóvil estacionado junto a la acera.

—Suba; quiero hablarle —le ordenó Sollozzo.

Sin el menor asomo de confianza, Hagen subió al vehículo.

Michael Corleone había mentido a Hagen. Estaba ya en Nueva York, y le había llamado desde el hotel Pennsylvania, situado a menos de diez manzanas de distancia. Cuando el joven hubo colgado el auricular, Kay Adams se sacó el cigarrillo de la boca.

—Mike, he de reconocer que tienes carácter.

Michael se sentó junto a ella, en la cama.

—Todo lo he hecho por ti, cariño. Si hubiese dicho a mi familia que estábamos en la ciudad, habríamos tenido que ir con ellos. Nos hubiésemos perdido la cena y el teatro, aparte de que habría sido imposible que durmiéramos juntos. Sin estar casados, mi padre no lo hubiera consentido.

Abrazó a la muchacha y la besó. La boca de la muchacha era fresca. Mike, suavemente, la tendió junto a él y Kay cerró los ojos esperando que le hiciera el amor. El joven Corleone se sentía enormemente feliz. Había pasado los años de la guerra luchando en el Pacífico, y en aquellas islas ensangrentadas había soñado muchas veces con una chica como Kay Adams, con una belleza como la suya. Un cuerpo esbelto y bien torneado, una piel blanca y suave, un temperamento apasionado. Ella abrió los ojos y le besó. Estuvieron amándose hasta la hora de la cena.

Después de cenar pasearon un rato por delante de las iluminadas tiendas, llenas de clientes.

—¿Qué regalo te gustaría para Navidad? —le preguntó Michael de repente.

—El regalo que más me gusta eres tú —repuso ella, apretándose contra su cuerpo—. ¿Crees que tu padre me aceptará?

—Eso no es lo más importante. ¿Me aceptarán los tuyos?

—No me preocupa en absoluto —concluyó Kay, encogiéndose de hombros.

—Incluso había pensado en cambiarme el nombre; legalmente, claro está —comentó Michael en tono reflexivo—. Pero creo que si algo ocurriera, eso no serviría de nada. ¿Estás segura de que quieres ser una Corleone?

Había hecho la pregunta sólo medio en broma, pero Kay, con profundo convencimiento, afirmó:

—Sí.

Se apretaron el uno contra el otro. Habían decidido casarse durante aquella semana navideña, sin ceremonia alguna, contando únicamente con el juez y dos testigos. Michael había insistido en que debía hablar de ello a su padre. Le había explicado que su padre no se opondría, siempre que la boda no se hiciera en secreto, pero Kay tenía sus dudas. Ella no pensaba decírselo a sus padres hasta después de la ceremonia.

—Naturalmente, supondrán que estoy embarazada.

—Es lo que creerán también mis padres —añadió Michael, sonriendo.

Lo que ninguno de los dos mencionó fue el hecho de que Michael tendría que cortar los estrechos lazos que le unían a su familia. Ambos sabían que dichos lazos habían comenzado ya a aflojarse, y se sentían algo culpables por ello. Habían planeado que terminarían sus estudios y se verían únicamente durante los fines de semana y las vacaciones de verano. Serían muy felices.

Después de cenar, fueron al teatro. La obra se titulaba Carrousel y era la historia sentimental de un ladrón gallardo y galante. El argumento los mantuvo con la sonrisa en los labios durante toda la representación. Cuando salieron del teatro hacía frío.

—Cuando estemos casados ¿me pegarás y me regalarás luego una estrella para que te perdone? —preguntó Kay, mimosa.

—Voy a ser profesor de matemáticas —contestó Mike, riendo—. ¿Quieres comer algo antes de volver al hotel?

Kay hizo un gesto negativo, a la vez que le dirigía una mirada cargada de intención. Michael se sentía admirado por el hecho de que la muchacha estuviera siempre dispuesta a hacer el amor. Se pararon un momento y en la fría calle se besaron apasionadamente. Michael, sin embargo, tenía hambre, por lo que decidió encargar que le subieran un par de bocadillos a la habitación. En el vestíbulo del hotel, Michael dijo a Kay:

—Compra algunos periódicos, mientras voy a buscar la llave.

Tuvo que esperar un rato en recepción, pues aunque la guerra ya había terminado, el hotel andaba todavía escaso de servicio. Cuando tuvo la llave en sus manos, Kay estaba aún en el puesto de periódicos. Tenía la vista fija en una de sus páginas. Michael se acercó a ella. Kay le miró con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Oh, Mike! —exclamó, sollozando. El joven tomó el periódico. Lo primero que vio fue una fotografía de su padre caído en la calle, rodeado de un charco de sangre. Cerca de él se veía a un hombre llorando. Era su hermano Freddie. Michael Corleone sintió que un frío glacial se apoderaba de todo su cuerpo. No sentía aflicción ni temor, sólo una rabia fría.

—Sube a la habitación —ordenó a Kay. Pero tuvo que tomarla del brazo y acompañarla. Caminaban en silencio. Una vez en la habitación, Michael se sentó en la cama y abrió el periódico. Los titulares rezaban: «Disparos contra Vito Corleone. Uno de los reyes del crimen ha sido gravemente herido. Se le ha operado bajo fuerte escolta policíaca. Se teme un sangriento ajuste de cuentas entre bandas rivales».

Michael sintió que las piernas se negaban a sostenerle.

—No ha muerto. Esos cerdos no han podido con él —dijo a Kay.

Volvió a leer el periódico. El atentado había ocurrido a las cinco de la tarde. Eso significaba que mientras él había estado haciendo el amor, cenando y disfrutando de un divertido espectáculo, su padre había estado debatiéndose entre la vida y la muerte. Michael se sintió profundamente culpable.

—¿Crees que debemos ir enseguida al hospital? —preguntó Kay.

—Deja que llame primero a casa. Los que han disparado contra mi padre deben de estar locos, y ahora que saben que el viejo sigue con vida, seguramente estarán desesperados. ¿Quién sabe lo que va a ocurrir ahora?

Los dos teléfonos de la mansión de Long Beach comunicaban continuamente, por lo que Michael tuvo que esperar veinte minutos antes de conseguir línea.

—¿Sí? —oyó Michael, y reconoció la voz de Sonny.

—Soy yo, Michael.

—Dios mío, muchacho, nos tenías preocupado —dijo Sonny con voz que sonaba aliviada—. ¿Dónde diablos te habías metido? He enviado a buscarte al pueblo en el que resides, para ver qué es lo que te había ocurrido.

—¿Cómo está nuestro padre? —preguntó Michael—. ¿Está muy mal herido?

—Muy mal herido —respondió Sonny—. Ha recibido cinco disparos, pero es muy fuerte —su voz revelaba el orgullo que le inspiraba su padre—. Los médicos dicen que se salvará. Oye, muchacho, estoy muy ocupado. No puedo hablar. ¿Dónde estás ahora? —añadió.

—En Nueva York —respondió Michael—. ¿Es que Tom no te dijo nada?

—Han secuestrado a Tom —dijo Sonny, bajando la voz—. Por eso estaba preocupado por ti. Su esposa está aquí. Ella no sabe nada y la policía, tampoco. No, prefiero que no sepan nada. Desde luego, los cerdos que han organizado esto deben de estar completamente locos. Ni una sola palabra ¿eh?

—De acuerdo —dijo Mike—. ¿Sabes quién lo hizo?

—Desde luego que lo sé. Y en cuanto intervenga Luca Brasi, puedes estar seguro de que habrá sangre. Todavía somos los más fuertes.

—Estaré aquí dentro de una hora. Tomaré un taxi —dijo Mike antes de colgar.

Hacía más de tres horas que habían salido los periódicos. La radio también habría difundido la noticia. Era casi imposible que Luca Brasi no estuviera enterado. Michael consideró reflexivamente el asunto. ¿Dónde estaba Luca Brasi? Era lo mismo que se estaba preguntando Tom Hagen. Era lo mismo que preocupaba a Sonny Corleone allá en Long Beach.

A las cinco menos cuarto de aquella tarde, Don Corleone había terminado de examinar los documentos que el director de su negocio de aceite de oliva le había entregado. Se puso la chaqueta, y con los nudillos golpeó suavemente la cabeza de su hijo Freddie, para que éste dejara de leer el periódico.

—Di a Gatto que tenga preparado el coche —le ordenó—. Nos vamos a casa dentro de unos momentos.

—Tendré que hacerlo yo —gruñó Freddie—. Paulie llamó esta mañana y dijo que volvía a estar muy resfriado.

Durante breves instantes, Don Corleone se quedó pensativo.

—Es la tercera vez en lo que va de mes. Tal vez deberíamos sustituirlo por un hombre de salud más fuerte. Díselo a Tom.

—Paulie es un buen muchacho —protestó Freddie—. Si dice que está enfermo, es que está enfermo. Y a mí no me importa ir a buscar el coche.

Freddie abandonó la oficina. Desde la ventana, Don Corleone vio a su hijo cruzando la Novena Avenida, en dirección al lugar donde estaba aparcado el automóvil. Llamó a la oficina de Hagen, pero no obtuvo respuesta. Luego telefoneó a la casa de Long Beach, pero nadie descolgó el auricular. Irritado, volvió junto a la ventana. Su automóvil estaba aparcado frente al edificio, junto a la esquina. Freddie estaba apoyado en el guardabarros, con los brazos cruzados, contemplando a los transeúntes. Don Corleone se puso la chaqueta. El director de la compañía le ayudó a enfundarse el abrigo, y él le dio las gracias. Salió del despacho.

En la calle, el débil sol invernal comenzaba a dejar paso a las sombras del crepúsculo. Freddie seguía apoyado en el potente Buick. Cuando vio que su padre se acercaba, dio la vuelta al coche, abrió la portezuela y se sentó al volante. Ya casi junto al automóvil, Don Corleone se detuvo y retrocedió hasta el puesto de fruta. Era un hábito que había adquirido hacía algún tiempo. Le gustaban los amarillos melocotones y las naranjas de brillante colorido que, perfectamente colocadas, descansaban en cajas de un color verde intenso. El propietario acudió a atenderle. Sin tocar la fruta, Don Corleone señaló las piezas que quería. El frutero indicó que una de las frutas que había elegido estaba algo podrida. El Don tomó con la mano izquierda la bolsa que el hombre le entregaba, mientras con la derecha le daba un billete de cinco dólares. Guardó el cambio y, cuando se disponía a dar la vuelta para dirigirse al automóvil, dos hombres aparecieron por la esquina. Don Corleone comprendió de inmediato lo que iba a ocurrir.

Los dos hombres vestían abrigos negros y sombreros del mismo color. Difícilmente podrían ser reconocidos. Evidentemente, no habían contado con la rápida reacción de Don Corleone, quien tiró la bolsa de fruta y corrió hacia el automóvil, con una agilidad impropia de su edad y corpulencia. Al mismo tiempo se puso a gritar «¡Fredo, Fredo!». Fue entonces cuando los dos hombres abrieron fuego.

La primera bala se alojó en la espalda de Don Corleone, que a pesar de sentir el impacto, siguió corriendo hacia el coche. Los dos disparos siguientes le acertaron en las nalgas y lo derribaron en medio de la calle. Mientras, los dos hombres, cuidando de no resbalar a causa de la fruta desparramada en el suelo, se dispusieron a rematar al herido. En aquel momento, quizá no más de cinco segundos después de que Don Corleone llamara a su hijo, Frederico Corleone apareció fuera del automóvil. Los pistoleros hicieron dos nuevos disparos contra el Don. Una de las balas le dio en un brazo, la otra en la pierna derecha. Aunque estas heridas eran las menos graves, sangraban profusamente, por lo que alrededor del cuerpo caído no tardó en formarse un gran charco rojo. Para entonces, el Don había perdido ya el conocimiento.

Freddie había oído el grito de su padre, que le había llamado con el nombre de Fredo, como cuando era niño, e igualmente había oído los dos primeros disparos. El miedo le impidió reaccionar, hasta el punto de que, al salir del coche, aún no había sacado su arma. Los dos asesinos hubieran podido disparar fácilmente contra él, pero también ellos se dejaron dominar por el pánico. Debieron creer que el hijo estaba armado, y además había transcurrido ya demasiado tiempo. Desaparecieron por la esquina, dejando a Freddie solo en la calle con el ensangrentado cuerpo de su padre. Muchos de los que pasaban por la calle se habían ocultado en los portales o echado al suelo, mientras otros se habían reunido en pequeños grupos.

Freddie aún no había sacado su pistola. Parecía paralizado. Miraba a su padre, que yacía boca abajo sobre el asfalto de la calle, rodeado de lo que parecía un lago de sangre. Freddie había sufrido un tremendo shock. La gente volvió a ponerse en movimiento, y alguien, al verlo allí, de pie y aturdido, le hizo sentar en la acera. La muchedumbre se había agrupado alrededor del cuerpo de Don Corleone, pero el círculo se deshizo tan pronto como apareció el primer coche de la policía. Detrás del vehículo policial seguía un automóvil con radio del Daily News. Antes de que el coche se detuviera, ya había saltado un fotógrafo, que empezó a disparar su cámara. Pocos momentos después llegó una ambulancia. El fotógrafo dedicó luego su atención a Freddie Corleone, que estaba llorando a lágrima viva, lo que resultaba más bien cómico dadas las facciones de su cara, con su gruesa nariz y carnosos labios. Los agentes se habían mezclado entre la multitud, mientras seguían acudiendo los coches patrulla. Uno de los agentes se arrodilló junto a Freddie y le hizo algunas preguntas, pero Freddie no estaba en condiciones de contestar. El detective metió la mano en la chaqueta de Freddie y de uno de los bolsillos sacó su cartera. Miró su tarjeta de identificación y llamó a uno de sus compañeros con un ligero silbido. En cuestión de pocos segundos, Freddie fue separado de la muchedumbre de curiosos y se encontró rodeado de policías vestidos de paisano. El primer detective encontró la pistola que Freddie llevaba en la sobaquera, y se la guardó. Luego llevaron al joven a un coche que no tenía distintivo alguno. El automóvil del Daily News siguió al primero. El fotógrafo, incansable, seguía fotografiándolo todo y a todos.

Durante la media hora que siguió al atentado contra su padre, Sonny Corleone recibió cinco llamadas telefónicas. La primera procedía del policía John Phillips, que figuraba en la nómina de la Familia y que era uno de los que ocupaban el primer coche de policías de paisano.

—¿Reconoce usted mi voz? —dijo en primer lugar.

—Sí —respondió Sonny, que acababa de despertarse de una breve siesta.

—Alguien acaba de disparar contra su padre —dijo Phillips, sin preámbulo alguno—. Hace quince minutos. Sigue con vida, pero está muy mal herido. Lo han llevado al Hospital Francés. A su hermano Freddie se lo han llevado a la comisaría del distrito de Chelsea. Cuando salga, será mejor que lo vea un médico. Ahora me voy al hospital, pues quiero estar presente en el interrogatorio de su padre, si es que puede hablar. Le mantendré informado.

Desde el otro lado de la mesa, Sandra, la esposa de Sonny, vio que su marido enrojecía y sus ojos despedían chispas.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Sonny le impuso silencio con un gesto y le volvió la espalda.

—¿Está usted seguro de que vive? —dijo, prosiguiendo la conversación telefónica.

—Sí, desde luego. Ha perdido mucha sangre, pero creo que no está tan mal como parece —fue la respuesta del policía.

—Gracias. Venga a casa mañana por la mañana. A las ocho en punto. Se ha ganado usted un billete de mil dólares.

Sonny colgó el auricular. Se dijo que debía mantener la calma a toda costa. Sabía que la ira era su mayor debilidad, y sabía también que en esos momentos la ira podía ser fatal. Lo primero era localizar a Tom Hagen. Pero antes de que tuviera tiempo de descolgar el teléfono, éste sonó. La llamada procedía del corredor de apuestas autorizado por la Familia para operar en el distrito de la oficina del Don. Llamaba para informar que el Don había sido asesinado en la calle. Después de hacerle algunas preguntas, Sonny desechó la información como inexacta, ya que resultó que el apostador no había visto el cuerpo del Don. Los informes de Phillips eran, evidentemente, más fiables. El teléfono volvió a sonar casi inmediatamente. Era un periodista del Daily News. Tan pronto como el reportero se hubo identificado, Sonny Corleone colgó.

Marcó el número del domicilio de Hagen y preguntó a la esposa:

—¿Ha llegado ya Tom?

La respuesta fue negativa, si bien la mujer le dijo que seguramente no tardaría más de veinte minutos, pues le esperaba para la cena.

—Dígale que me llame —concluyó Sonny.

Trató de adivinar lo que había ocurrido. Intentó imaginar cómo hubiera reaccionado su padre, de hallarse en su lugar. Había sabido inmediatamente que el atentado era obra de Sollozzo, pero también estaba seguro de que éste nunca se hubiera atrevido a eliminar a un hombre tan poderoso como el Don a menos que contara con el respaldo de gente muy poderosa. El teléfono sonó por cuarta vez, interrumpiendo sus cavilaciones. La voz del otro lado del hilo era muy suave, muy amable:

—¿Santino Corleone?

—Sí, soy yo.

—Tenemos a Tom Hagen —dijo la voz—. Dentro de tres horas lo pondremos en libertad. Él le comunicará nuestras proposiciones. No haga nada hasta haber hablado con él. Sólo conseguiría crearse problemas. Lo que está hecho, hecho está. Ahora procede actuar como es debido, sin precipitaciones. No se deje llevar por su explosivo temperamento.

La voz era ligeramente burlona. Sonny no estaba seguro, pero hubiera jurado que era la de Sollozzo.

—Esperaré —respondió en un tono premeditadamente triste y abatido.

Cuando su comunicante hubo colgado, Sonny anotó la hora exacta en que se había producido la llamada.

Se sentó en la mesa de la cocina. Estaba temblando.

—¿Qué ha ocurrido, Sonny? —preguntó su esposa.

—Han disparado contra el viejo —respondió serenamente. Al ver la expresión de ella, añadió en tono brusco—: No te preocupes. No ha muerto. Y no va a ocurrir nada más.

Nada le dijo acerca de Tom Hagen. El teléfono sonó por quinta vez. Era Clemenza.

—¿Has oído lo de tu padre? —preguntó tartamudeando.

—Sí —replicó Sonny—. Pero no ha muerto.

Se produjo una larga pausa, hasta que finalmente, con voz emocionada, Clemenza dijo:

—Gracias, Dios mío, gracias… ¿Estás seguro? Me dijeron que había muerto en la calle.

—Está vivo —repuso Sonny. Estaba atento a todas las inflexiones de la voz de Clemenza.

Su emoción parecía verdadera, pero entre las obligaciones de Clemenza se contaba la de ser un buen actor.

—Ahora tendrás que ocuparte de todo —comentó Clemenza—. ¿Qué quieres que haga?

—Ve a casa de mi padre, y trae a Paulie Gatto.

—¿Eso es todo? —preguntó Clemenza—. ¿No quieres que ponga algunos hombres en el hospital y en tu casa?

—No, sólo os necesito a ti y a Paulie Gatto —contestó Sonny.

Se produjo un largo silencio. Clemenza iba comprendiendo. Para que todo pareciera más natural, Sonny preguntó:

—¿Dónde diablos estaba Paulie Gatto? ¿Qué demonios hace ahora?

—Paulie estaba enfermo, está resfriado, y por eso no se movió de su casa —contestó Clemenza en un tono de voz radicalmente distinto—. Ha estado algo malo durante todo el invierno.

Sonny se puso en guardia.

—¿Cuántas veces se ha quedado en casa durante los dos últimos meses?

—Quizá tres o cuatro veces —respondió Clemenza—. Yo siempre preguntaba a Freddie si necesitaba otro muchacho, pero él decía que no. De hecho, no ha habido motivo pues, como ya sabes, en los diez últimos años no hemos tenido ningún problema.

—Sí, ya lo sé —dijo Sonny—. Te veré en casa de mi padre. Quiero que traigas a Paulie, por enfermo que esté. ¿Entendido? —Colgó el auricular, sin aguardar respuesta. Su esposa estaba llorando en silencio. La miró durante un momento y luego, bruscamente, agregó—: Si llama alguno de los nuestros, diles que me llamen a casa de mi padre por el teléfono especial. A las otras llamadas, contesta diciendo que no sabes nada. Si telefonea la mujer de Tom, dile que su marido estará unos días fuera, por asunto de negocios. —Al ver la expresión asustada de ella, añadió, impaciente—: Enviaré a un par de hombres aquí.

Después de una breve pausa, prosiguió:

—No tienes por qué temer nada; es sólo una medida de precaución. Haz todo lo que te digan. Si quieres hablar conmigo, llámame por el teléfono especial de papá, pero prefiero que no lo hagas a menos que sea indispensable. Y no te preocupes.

Dicho esto, salió de la casa.

Era ya de noche y el viento de diciembre azotaba la alameda. Sonny no sentía temor alguno, pues las ocho casas pertenecían a Don Corleone. En la entrada de la alameda, los dos edificios de cada lado estaban ocupados por asalariados de la familia, con sus esposas e hijos, y en los pisos bajos vivían hombres solteros. De las otras seis casas que formaban el resto del semicírculo, una estaba ocupada por Tom Hagen y su familia, otra por el mismo Sonny, y la más pequeña y modesta por el Don. Las otras tres casas habían sido alquiladas a amigos ya retirados del Don, con la condición de que las desocuparían en cuanto éste se lo pidiera. La inocente alameda era, en realidad, una fortaleza inexpugnable.

Las ocho casas estaban equipadas con potentes focos, que imposibilitaban que alguien pudiera ocultarse. Sonny atravesó la calle y entró en la casa de su padre, de la que tenía una llave.

Llamó a su madre, que salió de la cocina envuelta en un agradable olor de pimientos fritos. Antes de que su madre pudiera decir nada, Sonny la tomó del brazo y la hizo sentar.

—Acabo de recibir una llamada —dijo—. Ante todo, quiero que no te preocupes. Papá está en el hospital; ha sido herido. Vístete enseguida. Dentro de poco, un coche te llevará allí. ¿De acuerdo, mamá?

Su madre lo miró fijamente durante un breve instante.

—¿Le han disparado? —le preguntó en italiano. Sonny hizo un gesto afirmativo. Su madre bajó la cabeza y regresó a la cocina. Sonny la siguió. Ella apagó el gas y a continuación se dirigió a su dormitorio. Sonny tomó dos trozos de pan y unos pimientos de la sartén, y se preparó un bocadillo. El aceite goteaba por entre sus dedos. Se dirigió al despacho de su padre y sacó de un armario el teléfono especial, inscrito bajo nombre y dirección falsos. La primera persona a quien llamó Sonny fue Luca Brasi, pero no recibió respuesta. Luego marcó el número del caporegime, el jefe de banda de Brooklyn, un hombre totalmente leal al Don llamado Tessio. Sonny le contó lo que había ocurrido y lo que quería de él. Tessio debía reclutar cincuenta hombres de absoluta confianza, enviar unos cuantos al hospital y los demás a Long Beach, donde habría trabajo para ellos.

—¿Interviene también Clemenza? —preguntó Tessio.

—De momento no quiero que intervenga su gente —respondió Sonny.

Tessio comprendió al instante.

—Perdona lo que voy a decirte, que es lo mismo que te diría tu padre: no te precipites, Sonny. No puedo creer que Clemenza nos haya traicionado.

—Gracias —dijo Sonny—. Yo tampoco lo creo, pero debo ser cauteloso.

—Comprendo —comentó Tessio.

—Otra cosa, Tessio. Mi hermano menor, Mike, está estudiando en Hanover, New Hampshire. Interesa que alguien de confianza, de Boston, vaya a buscarlo. Quiero que se quede aquí hasta que haya pasado todo esto. De todos modos, antes le llamaré para avisarle. Tampoco temo nada en cuanto a mi hermano, pero toda precaución es poca.

—Muy bien —dijo Tessio—. Estaré en casa de tu padre tan pronto como haya hecho lo preciso para que se cumplan tus órdenes. Conoces a mis muchachos ¿no?

—Sí —concluyó Sonny. Y colgó.

Se acercó a una pequeña caja fuerte disimulada en una pared, la abrió y de su interior sacó una libreta forrada de piel. Fue pasando páginas, hasta que encontró lo que buscaba. «Ray Farreli 5000 Nochebuena», leyó. Estas palabras iban seguidas de un teléfono. Sonny marcó el número y preguntó:

—¿Farreli?

El hombre que estaba al otro lado del hilo respondió afirmativamente, y Sonny dijo:

—Soy Santino Corleone. Necesito que me haga un favor, y lo necesito rápido. Quiero que compruebe dos números de teléfono y que me pase nota de todas y cada una de las llamadas que hayan hecho y recibido durante los últimos tres meses.

Dio a Farreli el número de Paulie Gatto y el de Clemenza.

—Esto es muy importante —añadió Sonny—. Déme la información antes de medianoche y recibirá usted otra bonita felicitación navideña.

Antes de ponerse a considerar cuáles debían ser sus siguientes pasos, volvió a marcar el número de Luca Brasi. Tampoco esta vez hubo respuesta. Esto no le gustó, pero decidió no preocuparse. Luca se dejaría ver en cuanto se enterara de la noticia. Luego, se apoyó en la silla giratoria. Al cabo de una hora la casa estaría llena de gente de la Familia, y él tendría que decirles a todos lo que procedía hacer. En ese momento se dio cuenta de la gravedad de la situación. Era la primera vez en los diez últimos años que alguien se había atrevido a atacar a la familia Corleone. Sin duda, Sollozzo estaba detrás del asunto, pero aquel hombre nunca se hubiera atrevido a asestar el golpe de no contar con el apoyo de al menos una de las Cinco grandes Familias de Nueva York. Y ese apoyo procedía de los Tattaglia. Si eso era cierto, sólo quedaban dos alternativas: la guerra abierta o el sometimiento a la condiciones de Sollozo. Sonny sonrió malévolamente. El astuto Turco lo había planeado todo muy bien, pero no había tenido suerte. El viejo estaba vivo y la guerra era inevitable. Con Luca Brasi y los recursos de la familia Corleone el triunfo estaba fuera de duda. Pero ¿dónde estaba Luca Brasi?, se preguntó Sonny.