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El Señor del Norte (Modificado)

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Synopsis
En un mundo envuelto en sombras y despiadada lucha por el poder, surge Vraken, una figura colosal entre los miles de señores del Norte. En un reino desprovisto de reyes, donde la ambición y la crueldad reinan despiadadamente, Vraken se alza como uno de los más formidables. Su sed de dominio es insaciable, su crueldad tan temida como su astucia. En esta tierra desolada por la brutalidad y la falta de avance tecnológico y social, Vraken ve la oportunidad de forjar su propio destino. Sin leyes más que las impuestas por la fuerza de sus armas y el filo de su espada, se abre paso entre cientos de miles de nobles y reyes con sus vastos ejércitos. Con una ambición desmedida y un deseo insaciable de poder y lujuria, Vraken no conoce límites en su búsqueda de dominio. En un mundo donde la moralidad es una ilusión y la ley es la voluntad del más fuerte, él se eleva como un titán entre hombres, dispuesto a todo por alcanzar sus oscuros objetivos en este vasto y cruel escenario... [Algunos de mis personajes hechos con una IA. https://pin.it/4WAvbgTjs].
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Chapter 1 - Trampa (Modificado)

En las despiadadas y agrestes tierras del Norte, el viento susurraba un nombre que helaba la sangre: Vraken Ironwind, conocido como El Terrible. Con solo veintisiete años, había esculpido su leyenda a golpe de crueldad y astucia, erigiéndose como uno de los más temidos señores de la guerra. Su poder no se debía a la lealtad de sus hombres, sino a la violencia con la que los sometía, y a una ambición tan vasta y despiadada como el hielo que cubría su tierra natal.

Ahora, Vraken cabalgaba en silencio junto a una cohorte de señores y monarcas, una asamblea cuyos intereses eran tan dispares como los climas extremos del norte y el sur. Todos habían sido convocados por el poderoso rey Aldric III de Heartland, un hombre cuyo dominio en el sur era tan vasto que las leyendas lo describían como un dios entre los mortales. La razón de esta reunión no era trivial: enfrentar una amenaza que se cernía sobre ellos como una sombra ineludible, un ejército de elfos comandado por Lirion, El Demonio Verde, un ser cuya crueldad había sido forjada en los yermos como esclavo de los hombres del Oeste.

El aire estaba cargado de una tensión palpable mientras Vraken y sus acompañantes avanzaban hacia un horizonte envuelto en la incertidumbre. La expectativa era sofocante, como un peso invisible que apretaba sus gargantas, cada uno consciente de que la muerte aguardaba tras el próximo amanecer. Para Vraken, sin embargo, esto era más que una simple batalla por territorio; era la oportunidad de consolidar su dominio sobre las tierras del norte, de escribir con sangre un nuevo capítulo en su imparable ascenso.

A medida que las sombras de la guerra se alzaban, el vasto ejército reunido bajo el estandarte del rey Aldric III parecía un océano negro, una fuerza descomunal que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Entre ellos, cinco nobles norteños, con Vraken a la cabeza, habían reunido a ciento sesenta mil soldados, hombres endurecidos por el frío y la crueldad, guerreros cuya reputación de ferocidad y habilidad en la batalla había convertido sus nombres en sinónimos de terror. Aunque su lealtad estaba comprada con oro y promesas de riquezas, su valía en el campo de batalla era indiscutible. Para ellos, los elfos no eran más que un obstáculo en su camino hacia recompensas que podrían saciar sus más oscuras ambiciones.

Desde el sur, trescientos mil soldados más llegaban bajo las órdenes de trece señores, cuyas alianzas eran frágiles como el vidrio. Estos hombres, egoístas y condescendientes, habían puesto a un lado sus diferencias solo por un momento, buscando en esta guerra el beneficio que su codicia les dictaba. Tras ellos, otros doscientos cincuenta mil soldados, bajo los estandartes de Aldric, se alzaban como una última línea de defensa, junto a cien mil más liderados por Arthur, yerno del rey y otro poderoso monarca del sur.

Aun así, la magnitud de esta alianza palidecía frente a la sombra que se cernía sobre ellos: un ejército élfico de ochocientos noventa mil guerreros, una fuerza capaz de arrasar no solo el sur, sino también el oeste. En este desolador panorama, Vraken Ironwind destacaba como un coloso entre hombres. Su mirada, tan fría y calculadora como un depredador acechando a su presa, transmitía una confianza inquebrantable, un desafío al destino mismo. Con cada fibra de su ser preparada para el choque inevitable, Vraken se aferraba a la promesa de gloria y fortuna, dispuesto a enfrentarse a cualquier desafío que el destino le arrojara, siempre y cuando valiera el precio.

Vraken observaba a sus compañeros de armas, notando las egoístas motivaciones que impulsaban a cada facción hacia el campo de batalla. En este tumulto de intereses encontrados y alianzas quebradizas, veía la verdadera naturaleza de la guerra, una danza macabra de muerte y traición, donde solo los más fuertes y despiadados sobrevivirían. Su figura se alzaba imponente sobre su caballo, una presencia que eclipsaba a todos los demás. Con dos metros y cuarenta centímetros de altura, era una montaña de carne y músculo, cada movimiento suyo emanaba un poder brutal que no dejaba lugar a dudas sobre quién dominaba en aquel juego de vida o muerte.

Su rostro, esculpido en líneas duras, estaba marcado por pómulos afilados como cuchillos y ojos de un azul gélido, tan profundos como el océano invernal. Aquellos ojos no mostraban misericordia, solo una crueldad calculada. Su cabello, negro como la noche, caía en mechones sobre su ancho pecho, un manto oscuro que acentuaba aún más su aura de amenaza.

La armadura de Vraken era una obra de arte macabra, forjada en el más oscuro acero, cada placa era un testamento a su poder. De un gris cenizo, la armadura estaba adornada con grabados rúnicos de un rojo profundo, vestigios de batallas pasadas, historias de sangre y gloria. Su arsenal era tan imponente como su estatura. Una espada colosal de dos metros, con una hoja negra grabada con símbolos antiguos, colgaba de su cinturón, un instrumento de muerte que había visto más vidas terminadas de las que se podían contar. A su lado, dos hachas enormes descansaban en los lomos de su semental, y un martillo de guerra, negro y dorado, titánico en su tamaño, completaba su imponente figura. Cada arma, una promesa de muerte inminente para aquellos que se atrevieran a cruzarse en su camino.

Pero detrás de ese exterior impenetrable y brutal, se ocultaba una mente afilada, una inteligencia despiadada que guiaba cada uno de sus movimientos. Vraken no era solo un guerrero; era un estratega, un calculador maestro en el juego de la guerra y la política. Su reputación y la de sus soldados, aquellos fieros norteños cuya ferocidad en batalla era igualada solo por su lealtad inquebrantable a su líder, los convertía en un recurso codiciado por cualquier reino que buscara asegurar su dominio.

Vraken era plenamente consciente del valor de su fuerza y no dudaba en negociar con quien estuviera dispuesto a pagar el precio correcto. Oro, plata, tierras, mujeres, todo tenía un precio, y Vraken siempre estaba dispuesto a escucharlo. Sin embargo, la promesa de Aldric de una recompensa sin precedentes, acompañada de la oferta de un matrimonio que podía consolidar una poderosa alianza, resultaba una tentación demasiado grande para resistir.

Mientras se preparaba para la batalla que se avecinaba, Vraken no se molestaba en ocultar sus verdaderas intenciones. Esta guerra no era para proteger a los sureños de la agresión élfica, sino una oportunidad dorada para avanzar sus propios intereses y afianzar su dominio sobre las tierras del norte.

Con sesenta mil de sus guerreros del norte bajo su mando, Vraken marchaba hacia el sur, viendo en sus soldados no solo hombres de guerra, sino piezas en su tablero de ajedrez. Arqueros, infantería, caballería pesada y ligera, todos se movían en perfecta sincronía, reflejando la disciplina de hierro que él mismo les había inculcado. Sus armaduras pesadas y armas mortales, adornadas con runas rojas que parecían arder con un fuego oscuro, hacían de ellos una visión aterradora.

Sin embargo, estos sesenta mil no eran la totalidad de su fuerza. En el norte, ciento setenta y ocho mil guerreros permanecían en guardia, protegiendo sus dominios, asegurando que ningún enemigo osara desafiar su autoridad en su ausencia. Vraken había dejado a tantos hombres atrás de manera deliberada, consciente de que en su tierra natal, cualquier signo de debilidad sería rápidamente explotado por aquellos que codiciaban su trono.

Mientras su ejército avanzaba, el paisaje comenzaba a cambiar. Las tierras frías y estériles del norte se suavizaban en valles fértiles y colinas ondulantes del sur. A medida que marchaban, Vraken sabía que la verdadera prueba estaba por llegar. La guerra no sería solo un enfrentamiento de espadas y escudos, sino un combate de voluntades, y él estaba decidido a emerger victorioso, sin importar el costo.

A medida que el vasto ejército de ochocientos diez mil hombres marchaba hacia el inevitable conflicto con los elfos, Vraken observaba con desdén a la nobleza del norte que cabalgaba junto a él. A pesar de la apariencia de unidad, sabía que cada uno de ellos buscaba su propio beneficio, y en ese campo de batalla, las máscaras caerían, revelando la verdadera naturaleza de aquellos que se atrevían a llamarse sus aliados.

Entre los líderes del norte, figuras sombrías y temibles se alzaban como titanes de carne y hueso, cada uno portando consigo una historia manchada de sangre y oscuridad. Thorgal Blackheart, un nombre que hacía temblar a las madres y a los guerreros por igual, era un coloso cuya mera presencia provocaba que los corazones más valientes vacilaran. Su cuerpo era una fortaleza de músculos esculpidos por años de lucha contra las bestias salvajes de los bosques más oscuros, y su rostro, siempre en sombra, era el de un hombre cuya humanidad había sido corroída por las atrocidades que había cometido y sobrevivido. Con cicatrices que cruzaban su piel como los caminos de un mapa macabro, Thorgal no solo era un guerrero, sino una bestia vestida de hombre, un ser cuyo odio y ferocidad rivalizaban con los lobos más despiadados que acechaban en las noches sin luna. Su armadura, hecha de cuero oscuro endurecido, parecía una extensión natural de su piel, y cada golpe que asestaba con su gigantesca hacha doble, forjada en los fuegos del infierno, era una sentencia de muerte que resonaba en el campo de batalla.

A su lado, la presencia de Valindra Frovz era como un viento helado que cortaba hasta el alma. Esta bruja anciana, cuyo rostro estaba surcado por arrugas tan profundas como los misterios que había desentrañado, llevaba consigo el peso de siglos de conocimiento prohibido y oscuro. Sus ojos, de un gris fantasmal, habían visto pasar más inviernos de los que cualquier hombre podría recordar, y su sabiduría era tan afilada como su lengua venenosa. Los jóvenes con los que compartía su lecho no eran más que herramientas en su búsqueda de poder y longevidad, sacrificios en rituales cuya verdadera naturaleza era conocida solo por ella. Valindra no solo contribuía con su astucia, sino también con un vasto repertorio de tácticas y siglos de experiencia.

Baelgard Kolyt, por su parte, era un monumento viviente a la violencia. Nacido en el fragor de una batalla y criado en el seno de la muerte, Baelgard no conocía otro lenguaje que el de la sangre. Su cuerpo, cubierto de tatuajes tribales que narraban sus innumerables victorias, era un testamento a su vida dedicada al derramamiento de sangre y la destrucción. Portaba dos hachas gigantescas, tan anchas como una puerta, que manejaba con una facilidad que desafiaba su tamaño y peso. Cada tajo que daba no solo cortaba carne, sino que arrancaba el alma de aquellos lo suficientemente desafortunados como para estar en su camino. Baelgard no luchaba por gloria, riquezas o tierras; luchaba porque era lo único que sabía hacer, y lo hacía con un fervor que rozaba la locura. Su risa, siempre presente en medio de la carnicería, era el eco de un hombre que había abrazado su propio infierno interior y lo había convertido en su mayor fuerza.

Y finalmente, entre estos monstruos se encontraba Karuna Froztion, una figura enigmática cuyo intelecto la elevaba por encima de la brutalidad que la rodeaba. A diferencia de sus compañeros, cuya fuerza radicaba en su poder físico o en su dominio de las artes oscuras, Karuna era una estratega fría y calculadora, cuyo ingenio y capacidad para manipular situaciones la hacían tan peligrosa como cualquier guerrero. Sus ojos, de un azul pálido, parecían ver a través de las personas, desnudando sus intenciones y revelando sus miedos más profundos. Karuna no solo comandaba a sus tropas con una precisión casi matemática, sino que sabía cuándo aprovecharse de la debilidad de sus aliados para avanzar sus propios intereses. Aunque su belleza era innegable, estaba envuelta en una frialdad que repelía a todos menos a aquellos lo suficientemente insensatos como para intentar acercarse. Su nombre era pronunciado con respeto, pero también con un temor reverente, pues bajo su gélido exterior se escondía una mente capaz de conspiraciones que podrían cambiar el curso de la historia.

Cada uno de estos líderes del norte estaba impulsado por sus propios deseos, ya fuera la sed insaciable de sangre, el ansia de conocimiento prohibido, la búsqueda de gloria eterna, o la fría ambición de dominar a todos los que se interpusieran en su camino. Sin embargo, lo que les faltaba era un verdadero sentido de camaradería o unidad. Thorgal luchaba por saciar su sed de violencia, Valindra por extender su vida a cualquier costo, Baelgard por alimentar su necesidad de caos, y Karuna por tejer una red de poder que la colocara por encima de todos. Estos objetivos individuales los hacían vulnerables, y Vraken, con su mirada de halcón, veía esas fisuras con una claridad que otros pasarían por alto. Sabía que la verdadera fortaleza no residía en la brutalidad de sus compañeros, sino en su capacidad para manipular sus ambiciones en beneficio propio.

Mientras los ejércitos se preparaban para la inminente carnicería, la atmósfera estaba cargada de una tensión palpable, como si la misma tierra supiera del derramamiento de sangre que estaba por venir. Los hombres, endurecidos por innumerables batallas, erigían sus tiendas y se armaban en un silencio casi ritual, conscientes de que las próximas horas podrían ser las últimas de sus vidas. La calma que precedía a la tormenta estaba impregnada de una inquietud que zumbaba en el aire, una expectación que se cernía sobre todos como un manto oscuro. Vraken, siempre el observador astuto, recorría el campamento con la mirada de un depredador buscando su próxima presa. Sabía que el verdadero campo de batalla no era solo donde chocaban las espadas, sino en las mentes y corazones de aquellos que se preparaban para morir.

Vraken se dirigió hacia la tienda del rey Aldric III, flanqueado por cien de sus guerreros más letales, hombres cuya mera presencia hacía que los demás se apartaran en silencio. Estos soldados no eran simples hombres, sino bestias en armadura humana, entrenados para matar sin piedad ni remordimientos. Mientras avanzaban hacia la tienda real, los ojos de Vraken destellaban con una mezcla de desprecio y cálculo. Sabía que esta reunión era un juego de poder tanto como cualquier batalla, y no estaba dispuesto a perder. Cuando los guardias, con sus armaduras blancas relucientes, lo detuvieron, Vraken los miró con desdén apenas disimulado, su semblante frío como el acero que portaba.

—Lord Vraken, por favor entre y espere la llegada del Rey Aldric. Sin embargo, debo enfatizar que su entrada debe ser solitaria—dijo uno de los guardias con voz firme, aunque no pudo ocultar del todo el temor en sus ojos al enfrentarse a la figura imponente del líder norteño.

Vraken asintió lentamente, sus pensamientos ya centrados en la reunión que estaba por venir. Sabía que en este juego de tronos, cada palabra, cada gesto, y cada mirada contaban. Cuando cruzó el umbral de la majestuosa tienda, sus ojos se encontraron con un espectáculo de poder y opulencia. Los señores del sur, con sus ropas cargadas de adornos y joyas, se destacaban en contraste con la sobriedad de los norteños, cuya vestimenta era funcional y sin adornos superfluos. Sin embargo, Vraken no cometía el error de subestimarlos; sabía que la riqueza y el poder político que estos hombres ostentaban podían ser armas tan letales como cualquier espada.

Mientras tomaba su lugar en el centro de la tienda, sus ojos barrían la sala, evaluando a cada uno de los presentes con la mirada de un cazador. Sabía que, aunque esta reunión era para planificar la batalla contra los elfos, cada uno de estos hombres estaba allí para asegurar su propia posición y poder. Los señores sureños, con sus sonrisas enmascaradas, representaban la hipocresía y la codicia que permeaban la corte, mientras que los norteños, con sus miradas severas y posturas rígidas, encarnaban la brutalidad y el orgullo de una tierra donde solo los más fuertes sobrevivían. 

Arthur, el joven rey sureño y yerno de Aldric, captó la atención de Vraken con su aire arrogante y su desprecio apenas disimulado. A pesar de su juventud y apariencia dorada, Vraken no podía evitar ver la sombra de la imprudencia y la violencia en los ojos del joven rey, un hombre que, a pesar de su posición, parecía más un guerrero impulsivo que un estratega astuto. Arthur, con su impetuosidad, era una pieza interesante en este juego de poder, un rey que podía ser tanto un aliado valioso como un enemigo peligroso, dependiendo de cómo se desarrollaran los eventos. Vraken sabía que debía tener cuidado con él; la arrogancia del joven podía llevarlo a tomar decisiones precipitadas, decisiones que podrían ser explotadas por alguien con la visión y la crueldad necesarias. Mientras los señores del sur y los nobles de Heartland intercambiaban miradas y susurros, Vraken aguardaba, sabiendo que la verdadera batalla aún no había comenzado. La tensión en la tienda era palpable, y todos los presentes sabían que lo que estaba en juego era mucho más que una simple guerra contra los elfos. Este era un enfrentamiento de voluntades, de ambiciones, y de poder. Y en ese juego, Vraken Ironwind no tenía intención de perder.

La tienda real estaba sumida en una penumbra densa y asfixiante, donde la luz de las antorchas parpadeaba, luchando por mantener a raya las sombras que parecían tener vida propia. Después de lo que parecieron horas llenas de una tensión que se podía cortar con un cuchillo, pero que en realidad solo fueron unos breves y sofocantes minutos, la solapa de la tienda se levantó con un crujido, como si el mismo tejido sintiera el peso de lo que estaba por suceder. El viejo rey Aldric, con su cabello grisáceo y su porte regio, hizo su entrada. Sus movimientos eran lentos, pero cargados de una autoridad indiscutible, como un lobo anciano que aún gobernaba su manada con una sola mirada.

A su lado, como un rayo de luz en medio de la oscuridad, estaba la princesa Elise. En cualquier otro lugar, su presencia hubiera sido como un bálsamo, un alivio para las almas atormentadas por la guerra, pero aquí, en esta reunión de lobos y serpientes, su delicada belleza era una chispa a punto de encender un incendio. Elise encarnaba una gracia etérea, como si no perteneciera a este mundo. Cada uno de sus pasos parecía hacer que la tienda respirara con más dificultad, su tez era de un blanco inmaculado, casi irreal, como la porcelana que se rompe con el más leve roce. El cabello dorado caía en ondas perfectas, como un manto de luz que cubría sus hombros, y su vestido blanco y dorado, delicadamente bordado, acentuaba cada curva de su figura con una perfección inquietante.

A pesar de su pequeña estatura, de apenas un metro cincuenta y cinco, la princesa Elise dominaba la atención de todos los presentes con una presencia magnética. Sus pechos grandes y firmes, que se alzaban como montañas de tentación bajo el escote de su vestido, contrastaban con su cintura estrecha y sus caderas anchas, una figura diseñada por los dioses para hechizar a cualquier hombre con un solo vistazo. Sus ojos, grandes y expresivos como gemas de amatista, capturaban una mezcla fascinante de inocencia y vulnerabilidad, pero también había algo más en ellos, una sombra de comprensión, una chispa de miedo, como si supiera que su destino estaba sellado en ese mismo lugar, en esa misma noche. Sus labios suaves y rosados temblaban ligeramente, revelando la tensión oculta tras su fachada de serenidad.

Mientras Elise se acercaba para tomar asiento junto al trono de su padre, sus ojos exploraron brevemente a los nobles reunidos, encontrando la mirada de Vraken. En ese momento, algo oscuro y primitivo se agitó en el corazón del gigante norteño. Una fascinación cruel, un deseo que se arrastraba desde las profundidades de su ser, comenzó a crecer dentro de él, como una bestia que despierta después de un largo letargo. Sabía que Elise no era solo una recompensa por sus servicios en la guerra, sino un trofeo, un símbolo de su conquista sobre estos reinos sureños. Pero también sabía que ese vínculo que sentía en su pecho no era simple lujuria; era una conexión oscura y retorcida que amenazaba con consumirlos a ambos. 

Tras la entrada del rey Aldric y la princesa Elise, la atmósfera dentro de la tienda se volvió más pesada, más sofocante. Vraken sostuvo la mirada del monarca sin pestañear, un duelo silencioso entre el anciano rey y el señor del norte. A su lado, los señores del norte permanecieron inquebrantables, figuras de piedra en un mar de carne temblorosa. No mostraron ni sumisión ni miedo, porque tales emociones eran para los débiles. En contraste, los señores del sur y los representantes de Heartland se pusieron de pie con una reverencia exagerada, inclinando la cabeza como esclavos agradecidos por un latigazo menos. Solo Arthur, el joven rey del Sur, se mantuvo erguido, aparentemente poco impresionado por el ritual de obediencia. Sus ojos estaban fijos en la princesa Elise, devorando cada detalle de su figura con una mezcla de codicia y deseo. 

«Bastardo codicioso», pensó Vraken, con un desprecio que se asentó en su pecho como un veneno. Recordó que el joven rey ya estaba casado con una de las hijas de Aldric, y aún así, aquí estaba, contemplando a la princesa como si fuera un lobo acechando a una presa. 

El rey Aldric, ignorando la tensión palpable, alzó su voz con un tono que resonaba como el trueno, llenando la tienda con su presencia imponente. 

—Señores y señoras—comenzó, su voz reverberando en el silencio sepulcral—. En primer lugar, deseo expresar mi agradecimiento a los lores y damas del Norte por haber respondido a mi llamado. A pesar de la naturaleza temporal de nuestra alianza, está claro que muchos de ustedes todavía albergan dudas sobre nuestras intenciones y motivos. Pero les pido, por el bien de nuestras tierras y nuestros pueblos, que dejemos de lado el escepticismo y la desconfianza ante la amenaza común que se avecina—. Sus palabras eran como espadas envueltas en terciopelo, buscando cortar el escepticismo de los norteños y plantar las semillas de la confianza en terreno estéril.

Los señores del norte intercambiaron miradas, sus rostros tallados en piedra, ocultando cualquier emoción que pudiera delatarlos. Thorgal Blackheart, con su imponente figura y su alma corrupta, se enderezó en su asiento, sus ojos oscuros brillando con la intensidad de un depredador que evalúa a su presa. Valindra Frovz, la bruja cuyas edades se contaban en siglos, sonrió con una expresión enigmática, sus ojos grises ocultando los abismos de pensamientos que se entrelazaban en su mente. Baelgard Kolyt, el monstruo de carne y acero, permaneció en silencio, su mente probablemente sumergida en las tácticas y estrategias necesarias para la guerra que se avecinaba. Karuna Froztion, la mente maestra que tejía intrigas como si fueran hilos de seda, observaba a Vraken con una mezcla de interés y cautela, preguntándose quizás qué papel jugaría él en el desarrollo de los acontecimientos.

La voz del rey Aldric resonó de nuevo, cortando a través del silencio como una hoja afilada.

—He recibido noticias de que el ejército élfico ha sido visto a dos horas de nuestra posición—anunció, y su tono era tan urgente como una campana de muerte. La inquietud se extendió por la tienda como una peste, y uno de los nobles sureños, con la voz temblorosa y la cara pálida, se atrevió a preguntar:

—¿Qué planes tiene en mente su Majestad?—

Las palabras del rey fueron seguidas por un coro de voces, cada noble ofreciendo su opinión, sus sugerencias entrechocando en un caos de ideas contradictorias. Algunos proponían un ataque sorpresa, otros abogaban por retirarse y buscar un terreno más favorable. La tienda se llenó de ruido, como una colmena enloquecida, y los señores sureños parecían más preocupados por mostrar su valor y lealtad que por considerar las consecuencias de sus palabras.

Arthur, el yerno del rey, intervino con una propuesta que, para él, era audaz y brillante:

—Ataquemos con todo—dijo con la arrogancia de la juventud—. Igualamos su número y tenemos más caballería—.

Pero su sugerencia fue recibida con escepticismo, si no con burla, por parte de los señores norteños. Baelgard, cuya presencia dominaba la tienda como una montaña de odio y músculo, soltó un gruñido que resonó como un trueno.

—¿Eres imbécil, niño?—gruñó, su voz tan áspera como el hielo—. ¡No buscas nada más que tu propia muerte gloriosa, mocoso! ¡Atacar de frente no lograría nada más que una masacre!—. Su mirada se deslizó hacia Vraken y los otros señores del norte, figuras de veteranos endurecidos por guerras interminables—. Deberíamos luchar a la defensiva, utilizar el terreno a nuestro favor y emboscar a los bastardos élficos—.

Thorgal Blackheart, con su voz gruesa y medida, asintió con la cabeza, sus palabras cortantes y prácticas.

—Es cierto. Luchar como bestias acorraladas es nuestra mejor opción. Conocemos la tierra mejor que ellos y podemos aprovechar cada roca y cada árbol—. Su tono no dejaba lugar a dudas: este no era un hombre que apostara por la gloria, sino por la supervivencia y la victoria a cualquier costo.

Sin embargo, Arthur no estaba dispuesto a ceder. Su rostro se enrojeció de furia, y sus ojos brillaron con una mezcla de orgullo herido y desafío.

—Con el debido respeto, Lord Baelgard y Thorgal—dijo con un tono condescendiente y desdeñoso—, nuestras fuerzas combinadas superan a las suyas. Un ataque frontal podría romper sus líneas antes de que tengan la oportunidad de reagruparse—.

La tensión en la tienda era palpable, casi sofocante, mientras las opiniones divergentes chocaban como olas en una tormenta. El destino de la batalla y quizás del reino entero pendía de un hilo, un delicado equilibrio que amenazaba con desmoronarse en cualquier momento.

Vraken, quien había permanecido en silencio, observando el intercambio con una mezcla de desdén y aburrimiento, finalmente soltó una risa fría que hizo que los presentes giraran la cabeza hacia él. Era una risa que no contenía humor, solo la fría realidad de un hombre que había visto demasiadas guerras y demasiadas muertes.

—Creo que está equivocado, su majestad—dijo con un tono tan cortante como el filo de su espada—. Según mis informes, los elfos nos superan en ochenta mil soldados. Además, no creo que los delicados corceles de torneo sepan lo que es cargar contra un muro de escudos élficos. Si seguimos su plan, solo marcharemos hacia una masacre. —El tono de Vraken no admitía dudas ni réplica, era la voz de un hombre que no tenía miedo a la muerte, pero que despreciaba el desperdicio inútil de vidas—. Nuestra mejor oportunidad reside en utilizar nuestras fuerzas estratégicamente, atacando rápidamente y desde múltiples direcciones. Debemos explotar sus debilidades, no marchar ciegamente hacia el abismo—.

Mientras hablaba, su mirada pasó sobre los nobles del sur, deteniéndose un momento más en Arthur, cuya arrogancia lo hacía despreciable a los ojos de Vraken. 

—Sugiero que primero escuchemos a su majestad—añadió Vraken, con un gesto despectivo hacia las sugerencias de ataque frontal—, antes de que sigamos perdiendo el tiempo escuchando graznidos y rugidos de idiotas y cobardes—. 

El silencio cayó sobre la tienda como un manto de plomo, pesado y sofocante. Algunos nobles parecían estar al borde de la explosión, sus manos temblando sobre las empuñaduras de sus espadas, listos para confrontar a Vraken por su insolencia. Pero antes de que la tensión pudiera romper el frágil equilibrio, el rey Aldric se levantó de su trono con una calma y una autoridad que solo los años de reinado podían otorgar. Su mirada recorrió la tienda, imponiendo silencio y restaurando el orden.

—Basta—dijo el rey Aldric, su voz resonando como un eco en la penumbra—. No estamos aquí para enfrentarnos entre nosotros, sino para derrotar a un enemigo común. Tomaremos decisiones basadas en la razón, no en el orgullo ni en la codicia. Ahora, hablemos de la estrategia que nos llevará a la victoria—. 

Y así, la tensión se disipó un poco, aunque no del todo. La guerra aún estaba por decidirse, y el destino de todos los presentes pendía de un hilo cada vez más delgado. Pero una cosa era cierta: en esta tienda, entre estos hombres y mujeres, no había espacio para la debilidad. Solo sobrevivirían los fuertes, los astutos y los despiadados. Y Vraken Ironwind no tenía intención de ser menos que el más fuerte, el más astuto, y el más despiadado de todos.

El rey Aldric observaba con una calma calculada el mapa táctico extendido frente a él, sus dedos huesudos manipulando con destreza las figuras de madera que representaban tanto a sus tropas como a los elfos. La tenue luz de las lámparas proyectaba sombras alargadas sobre su rostro arrugado, haciendo que su expresión severa pareciera aún más imponente y austera. La carpa estaba envuelta en un silencio tenso, roto únicamente por el crujido de las maderas en las hogueras distantes y el susurro ocasional de los soldados fuera.

—Le agradezco, Lord Ironwind, por callar a los hombres —dijo finalmente, su voz cargada de una autoridad que no dejaba lugar a réplica—. Ahora, permítanme exponer el plan.

El rey tomó un breve respiro, su mirada recorriendo con precisión cada rostro en la tienda, buscando cualquier signo de debilidad o disensión. Manipuló con precisión las figuras de madera, representando a los ejércitos humanos y élficos, antes de continuar su explicación. 

—El plan original era hacer un rodeo—comenzó Aldric, su voz cortante como el filo de una espada forjada en el frío acero del norte—. Mantendríamos tropas en los flancos del bosque y atacaríamos cuando los elfos estuvieran lo suficientemente atrapados en nuestra formación. Pero con las ideas presentadas hoy y, conociendo a Lirion, ese enfoque tiene demasiadas posibilidades de fallar.

El rey se detuvo por un instante, su mirada helada recorriendo a los hombres reunidos en la carpa. La atmósfera era densa, cargada de tensión. Los señores sureños, hombres de linaje antiguo y títulos rimbombantes, intercambiaron miradas de preocupación, sus egos heridos por la implicación de que sus estrategias no eran infalibles. En contraste, los norteños, curtidos en la brutalidad de la guerra y en los inviernos implacables, se mantenían impasibles, aunque la intensidad en sus ojos revelaba que escuchaban cada palabra con atención calculada.

—He decidido cambiar la estrategia—anunció Aldric, su voz tan fría y despiadada como la ventisca del norte—. Llevaremos a Lirion y sus huestes élficas a una trampa que sellará su destino. Las razas élficas, cegadas por su arrogancia, nos ven como meros salvajes desorganizados. Usaremos ese orgullo en su contra.

Con movimientos precisos, Aldric desplazó las figuras sobre el mapa, cada pieza representando un escuadrón, un regimiento, una vida que sería sacrificada en el altar de su ambición. La escena que pintaba era una danza de muerte, meticulosamente coreografiada, donde cada paso llevaría a los elfos más cerca de su aniquilación.

—Mientras una fuerza liderada por Lord Ironwind y nuestros guerreros más feroces cargue de manera aparentemente desorganizada, como una horda de bestias salvajes sin control, ellos subestimarán nuestra verdadera intención—continuó, su tono teñido de una frialdad metódica—. Esta táctica romperá su formación, encendiendo en ellos la chispa del orgullo y la subestimación, la misma chispa que los llevará a su perdición. Fingiremos un desorden, un pánico fabricado, para atraerlos a una trampa mortal.

Las palabras del rey flotaban en el aire como cuchillos afilados, cada una cargada de un veneno insidioso. En la mente de los presentes, se formaba una imagen vívida: los elfos, con sus rostros altivos y su confianza en su supuesta superioridad, serían devorados por la trampa que Aldric les preparaba, como una manada de ciervos siendo emboscada por una jauría de lobos hambrientos. 

Aldric, con una calma glacial, colocó las piezas en una formación cerrada, un muro impenetrable de acero y carne. 

—Una vez que los hayamos atraído—prosiguió, su voz resonando con la certeza de un hombre que ha visto y sobrevivido a horrores inimaginables—, nuestras fuerzas se reorganizarán en una formación impenetrable. Infantería pesada, ballesteros, arqueros; todos listos para mantener a los elfos a raya. Mientras tanto, otra fuerza flanqueará al enemigo, cerrando la pinza sobre ellos, sellando su destino en un cerco del que no podrán escapar.

El silencio que siguió fue casi palpable, un manto de oscuridad que envolvía la carpa. Los lores del Norte asintieron, sus rostros duros como el granito, comprensivos de la astucia y crueldad del plan. Sin embargo, los lores sureños, con su orgullo herido, intercambiaron miradas de desdén. La falta de fe en la estrategia de Aldric era evidente, pero también lo era el miedo a contradecirlo.

Fue entonces cuando Vraken, siempre observador, se inclinó hacia adelante. Una sonrisa oscura y cínica se dibujó en sus labios, una expresión que reflejaba tanto desdén como malicia.

—¿Quizás alguien aquí tenga un plan mejor que el del rey? —preguntó, su voz resonando como un eco en una caverna profunda, cargada de un desafío que atravesaba a los presentes como una hoja envenenada. Sus ojos, fríos como la noche más oscura, escrutaron a cada hombre en la carpa, buscando signos de debilidad, de duda, de temor.

La pregunta de Vraken cayó sobre los señores sureños como un martillo sobre un yunque, aplastando cualquier vestigio de orgullo que aún pudiera resistir. El silencio que siguió fue tan denso que parecía que el mismo aire había sido succionado del recinto, dejando a los hombres asfixiados bajo el peso de su propio temor. Vraken no estaba motivado por la lealtad a Aldric, sino por el odio hacia aquellos que se creían superiores por derecho de nacimiento. Sabía que revelar sus propios pensamientos en ese momento sería un error, uno que los lores del Sur aprovecharían para atacarlo, así que prefirió mantenerse en la sombra, esperando el momento propicio para actuar.

Finalmente, fue Arthur quien, con un gesto de impaciencia, rompió el silencio. 

—¿Cómo sería la distribución de tropas?—preguntó, su tono impregnado de una arrogancia apenas contenida, sus ojos brillando con la ambición de un hombre que anhela la gloria, pero teme el fracaso.

Aldric, sin perder la calma que lo definía, respondió con la precisión de un general que ha planeado cada detalle con meticulosidad obsesiva.

—En cuanto a la distribución de tropas—dijo, su voz reverberando con la autoridad de un líder que conoce a sus hombres y sus capacidades mejor que ellos mismos—. Nuestro objetivo principal será mantener a los elfos ocupados, desorientados y atrapados. Una fuerza de caballería puede enfrentarse a ellos mientras el grueso de nuestro ejército se prepara para la maniobra de pinza que los aplastará sin piedad.

Sus manos se movieron sobre el mapa, desplazando las figuras con la precisión de un maestro ajedrecista que prevé cada movimiento de su oponente. Cada escuadrón, cada regimiento, era un peón en el juego de sangre que estaba a punto de desatarse.

—Necesitamos mantener un equilibrio entre nuestra ofensiva y nuestras defensas—continuó, su tono imperturbable, pero cargado de una amenaza implícita—. Aproximadamente noventa y siete mil doscientos cincuenta jinetes pesados norteños y caballeros, dirigidos por Lord Ironwind, Lord Autnulf, y Sir Jock con parte de mi guardia personal, los Caballeros Blancos, junto con Lord Thorgal al mando de los Dragones Zafiro y los Caballeros Fieros, cargarán directamente contra los elfos. Su misión será sembrar el caos, desatar una tormenta de confusión en las filas élficas. Mientras tanto, yo y varios de ustedes dirigiremos la formación desde el centro, manteniendo el control de la batalla.

El rey hizo una pausa, dejando que sus palabras penetraran en la mente de cada hombre presente, clavándose como espinas en la conciencia de aquellos que comprendían la gravedad de la situación.

—Arthur—dijo, fijando su mirada helada en el joven rey del Sur—. Tú dirigirás el flanco derecho con tu guardia real, la Orden de los Caballeros Azules, los Caballeros del Toro Negro, los Caballeros de los Leones de Oro, y los Caballeros de los Enviados del Cielo. Lord Areth, junto a Lady Frovz, Lady Froztion y Lord Blackheart, comandarán el flanco izquierdo con sus jinetes pesados norteños, los Caballeros Escarlata, y otros caballeros de casas menores. Esta maniobra de pinza no solo atrapará a los elfos; los aniquilará, convirtiendo el campo de batalla en un mar de sangre y cadáveres.

La voz del rey resonó en la carpa como un presagio de muerte, cada palabra impregnada de la certeza de un destino ineludible. Los rostros de los presentes se endurecieron, comprendiendo que no había espacio para el error. La estrategia de Aldric no era solo un plan; era una sentencia, una promesa de destrucción total para aquellos que se atrevían a enfrentarse a él.

—Nuestra principal prioridad debe ser la destrucción de sus dirigentes—añadió el rey, su voz descendiendo a un susurro gélido, casi conspirativo—. Golpearemos en su corazón, donde más les duele. Sin sus líderes, las tropas élficas se desmoronarán como castillos de arena bajo la marea. Y cuando eso suceda, los aplastaremos, sin piedad, sin remordimientos. 

El silencio volvió a caer sobre la carpa, pesado, opresivo. Cada hombre sabía que la batalla que se avecinaba no sería solo una contienda por el control de un territorio; sería una masacre, una purga que borraría del mapa a aquellos que osaban desafiar el poder del Norte. La sangre de los elfos mancharía la tierra, y su caída sería recordada como un testamento del poder implacable de Aldric y sus seguidores.

Muchos de los lores presentes murmuraron de acuerdo, asintiendo solemnemente mientras las palabras de Aldric se asentaban como un pesado manto de acero sobre sus hombros. El eco de la estrategia general resonaba en la carpa, susurrando promesas de gloria y advertencias de muerte. Cada hombre era consciente de la carga que ahora llevaban sobre sus hombros: no solo la responsabilidad hacia sus hombres y tierras, sino hacia sí mismos, hacia su propia ambición y supervivencia en un mundo donde la debilidad se pagaba con la sangre. Era el momento de la acción, de poner en marcha la maquinaria implacable de la guerra, y todos lo sabían.

El ambiente en la carpa estaba cargado, tenso como una cuerda a punto de romperse. Los lores se dispersaron en silencio, como sombras deslizándose hacia la oscuridad exterior. Cada uno de ellos llevaba consigo una parte del plan, una pieza del rompecabezas mortal que se armaría en el campo de batalla. Mientras se retiraban, el sonido de sus pisadas sobre la tierra dura resonaba en sus oídos como el redoble de un tambor de guerra, marcando el compás de una marcha hacia un destino incierto.

Vraken, por su parte, no perdió tiempo. Se encaminó hacia el campamento de sus hombres con pasos firmes y decididos, como un lobo que regresa a su manada. Su ejército, una fuerza de cincuenta mil guerreros curtidos, era una extensión de su propia ferocidad, una manifestación física de su voluntad indomable. Cada uno de ellos, desde el más joven arquero hasta el más veterano de los jinetes, llevaba en su interior la marca de su líder: una mezcla de crueldad, disciplina y una brutalidad que inspiraba miedo incluso en sus aliados.

Mientras caminaba entre sus hombres, Vraken observaba con una mirada implacable y helada. Sus ojos, pozos oscuros de locura y cálculo, recorrieron cada fila, cada grupo de guerreros que se preparaba para la batalla. Los hombres bajo su mando eran un reflejo de su carácter; endurecidos por la guerra, indiferentes al dolor y sedientos de sangre. Este ejército no solo era una fuerza militar; era una bestia colectiva, alimentada por la violencia y mantenida unida por el miedo y la devoción ciega a su líder.

Entre sus tropas, se destacaban los doce mil jinetes pesados del norte. Estos guerreros, verdaderas torres de acero y músculo, eran conocidos por su habilidad y su implacabilidad en combate. Montados sobre sementales tan imponentes como ellos mismos, los jinetes se movían con la gracia y la precisión de un depredador acechando a su presa. Las bestias que montaban, con pelajes que variaban desde el negro azabache hasta el gris oscuro, cada uno de ellos estaba protegido con pesadas y poderosas bardas de acero grisáceo, parecían criaturas de leyenda, salidas de las pesadillas de aquellos que se atrevían a enfrentarse a ellos. Los caballos resoplaban, impacientes por sentir el sabor de la sangre en sus fosas nasales, mientras sus jinetes ajustaban los correajes de sus armaduras y afilaban sus espadas y lanzas.

Los jinetes pesados revisaban su equipo y se preparaban para el enfrentamiento inminente, con sus pesados yelmos con viseras que ocultaban sus rostros, sus pesadas armaduras de placas grises opacas eran como la de su señor, sin ninguna abertura. Los doce mil soldados de caballería pesada del ejército de Vraken estaban equipados con una amplia variedad de armas y escudos. Espadas largas de doble filo colgaban de las caderas de muchos jinetes, diseñadas para cortar y apuñalar con precisión mortal. Otros preferían grandes hachas o alabardas, confiando en la fuerza bruta para deshacer a sus enemigos. Algunos más optaban por gigantescas mazas y martillos de guerra, armas capaces de infligir golpes contundentes que podían romper huesos y desfigurar armaduras. Pero todos ellos portaban lanzas de caballería, listas para cargar con devastador efecto contra las líneas enemigas. Todos expertos jinetes manejaban estas armas con maestría, preparados para desatar el caos entre las filas enemigas y abrir el camino hacia la victoria. Con cada hombre y cada caballo listo para el combate, el ejército de Vraken se erigía como una fuerza imparable, lista para desafiar cualquier obstáculo en su camino hacia la recompensa de su victoria.

Los ocho mil arqueros montados, se preparaban para la batalla montando caballos feroces y ágiles. Con arcos compactos y cuatro carcajes llenos de flechas, estos arqueros mantenían sus miradas fijas en el horizonte, listos para desencadenar un vendaval de muerte sobre sus adversarios en el momento oportuno. Para el combate cuerpo a cuerpo, llevaban espadas y mazas, y se ajustaban un escudo redondo en sus brazos para ofrecer protección adicional. Cada hombre estaba equipado con una cofia de malla y un yelmo cónico de acero, salvaguardando así sus cabezas y cuellos de los golpes enemigos. Sus torsos y brazos estaban envueltos en una armadura de cota de malla y cuero endurecido, proporcionando una defensa sólida contra los ataques enemigos. Además, aseguraban sus antebrazos derechos con correas de cuero, lo que les permitía un mejor control del arco y minimizaba su exposición mientras disparaban. Con sus habilidades de tiro precisas y su preparación meticulosa para la batalla, estos arqueros montados se erigían como una fuerza formidable que contribuiría decisivamente al triunfo de Vraken en el campo de batalla.

Estos ocho mil arqueros a caballo, un regimiento que había sembrado terror en las tierras del sur, se preparaban en silencio. Estos hombres, más veloces que cualquier enemigo, habían perfeccionado el arte de la muerte desde la distancia. Sus flechas, ligeras pero mortales, estaban diseñadas para penetrar armaduras y carne con igual facilidad. Se alistaban con una calma mortal, revisando sus arcos y carcajes, conscientes de que su papel en la batalla sería crucial. No eran meros soldados; eran verdugos a caballo, encargados de llevar la muerte desde la distancia antes de que sus enemigos pudieran siquiera acercarse a la línea de combate.

Vraken se detuvo ante ellos, su presencia tan imponente como la sombra de una montaña. Su rostro, una máscara de crueldad y determinación, reflejaba el odio que lo impulsaba, un odio que había sido forjado en los fuegos de incontables batallas y traiciones. Alzó la voz, su tono un rugido gutural que resonó por todo el campamento, impregnado de una violencia contenida que prometía desatarse en el campo de batalla.

—¡Escuchen bien, bastardos mal nacidos!—comenzó, su voz como el retumbar de un trueno en una noche sin estrellas—. ¡Nuestro único objetivo es acabar con esos malditos elfos! ¡Ninguna misericordia, ningún descanso, ninguna piedad para esos hijos de puta de orejas puntiagudas! ¡Hasta que su puto ejército esté completamente reducido a cadáveres y charcos de sangre!

El grito de Vraken resonó en los corazones de sus hombres, encendiendo en ellos una furia y un fervor que solo él podía inspirar. Los guerreros respondieron con vítores y bramidos, sus voces mezclándose en un coro infernal que llenó el aire con una promesa de muerte. Eran los hijos de la guerra, nacidos para matar y morir, y estaban listos para seguir a su líder hasta el abismo si eso era lo que él deseaba.

Mientras el estruendo de sus guerreros se alzaba hacia el cielo, Vraken continuó, su voz firme y autoritaria cortando el aire como una cuchilla.

—¡Los jinetes y Cory me acompañarán!—ordenó, señalando al núcleo de su caballería pesada y a sus más leales capitanes—. ¡La infantería se quedará al mando de Grod! ¡Sigan las órdenes y mantengan las posiciones!

La infantería de Vraken comenzó a formarse en una alineación que destilaba un orden meticuloso, casi inhumano, como si fueran peones de un juego de dioses crueles. Sus movimientos eran precisos, casi mecánicos, fruto de un entrenamiento tan implacable como el mismo líder que los comandaba. Los soldados de infantería media, figuras sombrías en sus gambesones negros, avanzaban con un silencio que helaba la sangre. Sus cotas de malla, desgastadas por innumerables batallas, colgaban como un peso que no sólo protegía sus cuerpos, sino que también representaba las almas que habían arrebatado. Bajo estas armaduras, una capa de grueso cuero endurecido se ceñía a sus cuerpos, y las placas de metal que la reforzaban estaban colocadas estratégicamente, ocultas bajo la coraza de acero que cubría sus torsos. Los guanteletes, hombreras y grebas de acero resonaban en un siniestro eco metálico con cada paso, un recordatorio constante de la brutalidad que pronto desatarían.

Sus rostros estaban ocultos tras yelmos barbutas de acero que envolvían sus cabezas como si fueran mascarones de un horror antiguo. Estos cascos protegían no solo sus cráneos, sino también la nuca, las orejas y parte del rostro, dejando al descubierto únicamente los ojos, que brillaban con una ferocidad casi animal. Las dagas afiladas colgaban de sus cinturones, listas para ser desenvainadas en el clímax del combate, mientras sus armas principales —espadas largas, hachas de batalla y mazas— permanecían en sus vainas, sus filos sedientos por la promesa de sangre. Las lanzas, largas y robustas, brillaban bajo la escasa luz, un resplandor oscuro que anunciaba la muerte a cualquiera que se interpusiera en su camino. Los soldados portaban escudos de torre, enormes y pesados, construidos con madera maciza y reforzados con bandas de acero. Estos escudos, decorados con el emblema de Vraken, un lobo rojo oscuro rodeado de espadas negras sobre un campo gris, parecían reflejar el alma misma de su líder: implacable, despiadada y siempre al acecho.

A un costado, la infantería pesada se destacaba como titanes en medio de hombres comunes. Eran colosos de guerra, con cuerpos que parecían esculpidos de roca y acero. Cada pieza de su armadura estaba forjada con el mejor metal que la tierra podía ofrecer, trabajado por las manos de herreros que vertían en su trabajo una devoción casi religiosa. Estos guerreros gigantescos llevaban escudos rectangulares de metal grueso, más parecidos a muros móviles que a simples defensas. Cada uno empuñaba una imponente espada de dos manos, capaz de dividir a un hombre en dos con un solo golpe, o una gigantesca hacha de batalla que podía desmembrar cuerpos con la facilidad con que se corta la manteca. Otros preferían martillos de guerra tan pesados que podían destrozar armaduras y triturar huesos en un solo impacto. Pero su arma más temida era la alabarda, una lanza con una hoja ancha en un extremo y una afilada punta en el otro, capaz de perforar armaduras y carne con la misma facilidad. Estos guerreros formaban la punta de la lanza en el ejército de Vraken, el martillo que aplastaría cualquier resistencia con una furia imparable.

Los arqueros de arco largo, ubicados en la retaguardia, observaban todo con una calma mortal. Sus arcos, obras maestras de la artesanía, eran poderosos instrumentos de muerte, capaces de lanzar flechas a una distancia que ningún enemigo podría igualar. Cada arquero portaba una espada larga y una daga, listos para defenderse si la batalla llegaba demasiado cerca. Estaban vestidos con capas grises que se confundían con el paisaje, sus capuchas ocultando sus rostros en las sombras, mientras que sus torsos y brazos estaban protegidos por cota de malla y cuero endurecido, una defensa que les ofrecía la combinación perfecta de movilidad y resistencia. Sus pantalones de cuero y botas altas proporcionaban una cobertura adicional, permitiéndoles moverse rápidamente y de forma silenciosa. Cada uno llevaba varios carcajes llenos de flechas, asegurándose de que jamás se quedarían sin proyectiles durante la batalla. Estos hombres no eran simples soldados; eran máquinas de muerte, entrenadas para extinguir vidas desde la distancia con una precisión mortal.

En medio de esta marabunta de acero y muerte, Vraken se alzaba sobre Muerteblanca, su majestuoso semental blanco. Pero Muerteblanca no era solo un caballo; era una bestia de guerra, un demonio en forma equina que inspiraba un terror absoluto. Con su tamaño colosal, casi el doble de un caballo normal, Muerteblanca dominaba el campo de batalla, sus músculos poderosos y su estatura imponente haciéndolo parecer más una criatura mítica que un simple animal. Vestido con una barda de placas diseñada específicamente para protegerlo de cualquier proyectil, el caballo se movía con una agilidad y velocidad que desafiaban la lógica. Su pelaje blanco brillaba con una luz etérea, casi sobrenatural, mientras su melena y cola, trenzadas con hilos de oro, ondeaban al viento como estandartes de la muerte misma.

Vraken, montado en este coloso, era la encarnación del poder absoluto. Su armadura, tan oscura como su alma, relucía bajo la tenue luz, y sus ojos, ardían con una furia que solo puede venir de un alma consumida por la sed de poder. Elevando su enorme martillo al cielo, gritó con una voz que resonó por todo el campamento como el trueno de una tormenta apocalíptica. —¡Guerreros de Zokya, hoy somos los elegidos de Mukon, y le daremos una ofrenda digna de su grandeza!— La respuesta fue un rugido de aprobación que reverberó en el aire, los soldados levantando sus armas, listos para la masacre que se avecinaba. —¡Sangre y muerte!— El grito de guerra de Vraken fue repetido por miles de gargantas, una cacofonía que parecía sacudir la tierra misma bajo sus pies. —¡Demuestren que son verdaderos hijos de Zokya, dispuestos a vivir y morir por los dioses en este día!— La pasión en su voz era incendiaria, un fuego que prendió en los corazones de sus hombres, llenándolos de una furia aún mayor.

Sin perder tiempo, Vraken dio la orden de avanzar. La infantería media y pesada, junto con los arqueros, se separaron de la columna de caballería y se desplazaron hacia la retaguardia, preparando la trampa que había sido cuidadosamente diseñada para destrozar al enemigo. Mientras tanto, Vraken, al frente de sus jinetes pesados y arqueros a caballo, lideraba la carga hacia el frente de batalla, una fuerza imparable que se abalanzaba sobre el enemigo con la ferocidad de una tormenta.

El estruendo de los cascos de los caballos, el crujir del metal y el rugido de los guerreros se mezclaban en una sinfonía de destrucción, un preludio a la aniquilación total. Con cada paso, con cada latido de sus corazones, Vraken y sus hombres se acercaban más al enemigo, un ejército de sombras que avanzaba para reclamar su lugar en la historia a través del fuego y la sangre. La guerra era su arte, la muerte su musa, y en ese día, se disponían a crear una obra maestra de horror que resonaría en las leyendas por generaciones.

No tardaron en divisar a los caballeros sureños, una visión que contrastaba ferozmente con la crudeza de los guerreros del norte. Bajo el mando de Sir Jock, el renombrado líder de la guardia real del rey Aldric, los sureños se presentaban como una imagen de pomposidad y ostentación. Sir Jock, un hombre de estatura imponente que rozaba los dos metros, destacaba por su porte regio y la aura de nobleza que parecía emanar de cada poro de su ser. Su armadura de acero blanco, impecablemente ajustada, brillaba bajo los rayos del sol como una promesa de invulnerabilidad, pero para los ojos de Vraken, aquella brillantez no era más que un oropel destinado a cegar a los incautos. Cada pieza de la armadura de Jock, forjada por los artesanos más hábiles del reino, relucía con una perfección que irritaba a los norteños, quienes veían en ella más un símbolo de la decadencia sureña que de la verdadera habilidad en la batalla. Los símbolos heráldicos del reino, estampados con esmero en su coraza y brazales, eran un recordatorio constante de su lealtad inquebrantable al rey Aldric, aunque para Vraken, esos símbolos no eran más que una advertencia del tipo de hombre que Jock era: un perro fiel que lamía las botas de su amo.

Las capas que ondeaban tras los mil caballeros de la guardia real, con el distintivo león azul sobre un campo blanco enmarcado por bordes dorados, parecían más aptas para un desfile que para el campo de batalla. Estos hombres, aunque en número limitado, eran considerados la élite, la guardia personal del rey, un grupo al que cualquier caballero aspiraba unirse, pero para Vraken y sus norteños, no eran más que carne engalanada destinada a ser sacrificada. Junto a ellos, se alineaban miles de caballeros nobles y jinetes ligeros, portando estandartes que representaban las casas más poderosas de Heartland y del reino. Sin embargo, para los ojos afilados de los guerreros del norte, esos estandartes no eran más que trapos, ondeando con un aire de superioridad vacía.

Entre los caballeros sureños, uno destacaba más que el resto: Lord Autnulf, un hombre cuya estatura y presencia rivalizaban incluso con la de los guerreros más temibles del norte. Su armadura de placas azules, grabada con intrincados diseños que hablaban de un linaje antiguo y poderoso, resplandecía con un brillo casi místico, pero para Vraken, no era más que un blanco fácil. El yelmo de Autnulf, moldeado en la forma de un dragón gruñendo, era un símbolo de su linaje, un recordatorio de que los sureños veían en la guerra una oportunidad para exhibir su riqueza y poder, en lugar de una lucha por la supervivencia. El caballo de guerra de Autnulf, un magnífico corcel cubierto con una barda ornamentada, exhalaba vapor por las fosas nasales, ansioso por la batalla, pero Vraken sabía que, al igual que su jinete, no era más que una bestia que caería ante la brutalidad del norte.

Para Vraken, aquellos sureños eran poco más que marionetas adornadas, moviéndose al ritmo de la música de la nobleza y la riqueza. En su mente, no alcanzaban ni de lejos la autenticidad y la ferocidad de los verdaderos guerreros. Pensó en Baelgard, el último lord de una línea de hombres duros y despiadados. Aunque enemigo, Vraken reconocía en él a un líder digno, un hombre cuyas cicatrices y armadura negra, marcada por las batallas, eran testimonio de su valor. El emblema del puño de hierro empuñando una espada roja en campo negro que adornaba su pecho no era un símbolo de estatus, sino una declaración de fuerza bruta y voluntad indomable. Acompañado por sus quince mil jinetes pesados y sus nueve mil arqueros a caballo, todos norteños, todos criados en la dureza del invierno y la batalla, Baelgard era el tipo de líder cuya muerte cambiaría el curso de la guerra, no solo por la pérdida estratégica, sino por la posibilidad de que Vraken reclamara sus tierras y sus hombres, sumándolos a la causa de Zokya.

Mientras observaba a la distancia, Vraken no pudo evitar lanzar una mirada despectiva hacia el campamento sureño. —Mira esos peones, adornados como si estuvieran en un torneo de justas—, murmuró con un tono que destilaba desprecio. No esperaba respuesta, pero la figura a su lado, un guerrero tan endurecido como él, soltó una carcajada sombría.

—Sir Jock se ve más como un maniquí que como un soldado—, replicó con sarcasmo, mientras sus ojos seguían la figura de aquel líder sureño que se erguía como si su sola presencia pudiera intimidar a los norteños.

Vraken asintió, su mirada se endureció mientras la figura del joven rey Arthur, envuelto en su reluciente armadura dorada y blanca, captaba su atención. —Ese muchacho... ¿qué sabe él de la guerra?—, comentó con un tono más oscuro. —¿Qué sabe de la muerte? De la verdadera batalla, donde la sangre se mezcla con la tierra y las almas se arrancan del cuerpo sin piedad ni compasión—.

—¿Qué opinas, majestad? ¿No es este el momento que tanto anhelabas?— Vraken lanzó la pregunta como una flecha envenenada, su tono cargado de un sarcasmo helado. Arthur, rodeado por la pompa de su corte y la protección de sus caballeros, parecía pequeño, insignificante incluso, en medio del vasto campo de batalla que se extendía ante ellos. La armadura dorada y blanca del joven rey brillaba como un faro, pero a los ojos de Vraken, solo lo hacía más visible, más vulnerable. Montado en su elegante corcel blanco, el joven rey parecía más un príncipe de cuento que un guerrero hecho para la brutalidad de la guerra.

Antes de que Arthur pudiera siquiera formar una respuesta, Baelgard intervino, su voz rasposa y cargada de desprecio cortó el aire como una cuchilla. —Si el muchacho quiere probar su valentía, quizás debería unirse a nosotros en la vanguardia y no esconderse en los bosques como un cobarde—. Su provocación, aunque revestida de brutal sinceridad, contenía una verdad que resonó en el aire. 

La furia de Arthur era palpable, sus labios se apretaron en una línea delgada mientras intentaba contener su ira. Pero Vraken ya se retiraba, una sonrisa burlona jugando en sus labios, satisfecho con haber plantado la semilla de la discordia en el corazón del joven monarca.

—¿Cómo te atreves a hablarme así, maldito bárbaro?— bramó Arthur, su voz resonando con una mezcla de incredulidad y rabia contenida. Sin embargo, su desafío cayó en oídos sordos, pues Baelgard no era un hombre que se impresionara con títulos o linajes.

Baelgard se volvió lentamente hacia el rey, su mirada tan fría como las tierras del norte. —¿Quién eres tú para demandar respeto, niño?—, preguntó con una indiferencia calculada, como si las palabras de Arthur fueran poco más que el parloteo de un pajarillo.

—Soy Arthur, hijo de Areth y rey de Thenal—, declaró Arthur con la arrogancia de un joven que nunca había sido desafiado en su vida. —Y tú, insolente bárbaro, debes pedirme disculpas—.

Baelgard soltó una risa áspera y seca. —No me importa, no me interesa quién seas o de dónde vengas—. Sus palabras eran como un golpe en la cara, cortantes y despectivas. —No eres más que un niño jugando a ser rey. Tu nombre no significa nada aquí, donde la sangre y el acero deciden el destino de los hombres—. 

Arthur se quedó sin palabras, su rostro una máscara de frustración e impotencia. Vraken y Baelgard lo habían dejado expuesto, sin escudo tras el cual ocultarse. Los ojos del joven rey ardían de rabia, pero antes de que pudiera responder, uno de los caballeros de su padre lo tomó del brazo, llevándolo hacia el flanco derecho, lejos de la confrontación que amenazaba con convertirse en algo más que una simple guerra de palabras.

—Recuerda esto, Arthur—, le susurró el caballero mientras lo alejaba de la línea de fuego. —Aquí, tu linaje no te protegerá. Aquí, solo el acero y la sangre cuentan—. Y con esas palabras, la realidad de la guerra se cerró sobre el joven rey como un sudario, mientras el sonido del metal chocando contra metal empezaba a resonar en la distancia, anunciando el inicio de la carnicería que estaba por venir.

Antes de que Vraken pudiera avanzar hacia la colina con sus jinetes, un caballero de la guardia real se interpuso en su camino, la voz grave y cargada de un respeto teñido de miedo.

—Lord Ironwind, por favor espere —el caballero, un hombre recio a ojos de cualquier otro, parecía un niño frente al coloso de Vraken. Su voz, aunque firme, temblaba bajo el peso de su propia osadía al ordenar a alguien que lo superaba en altura, fuerza y, más importante aún, en un aura de terror que pocos podían soportar.

Vraken detuvo su avance con un ademán de molestia, sus ojos, dos pozos negros de impaciencia, se clavaron en el caballero. Los músculos de su mandíbula se tensaron, y por un instante, el caballero temió que Vraken lo despedazara allí mismo. Pero antes de que el gigante pudiera reaccionar, una figura inesperada surgió entre las filas: la princesa Elise, tímida y delicada, rodeada por un pequeño séquito de guardias y doncellas que parecían tan fuera de lugar en ese campo de batalla como una flor en medio de un pantano.

Vraken frunció el ceño, más en sorpresa que en ira, al ver a la princesa acercarse. La delgada silueta de Elise, envuelta en una capa ligera que apenas ocultaba su fragilidad, contrastaba cruelmente con la brutal realidad del lugar.

—¿Qué haces aquí? —La voz de Vraken, normalmente cargada de autoridad y desprecio, se suavizó solo un ápice ante la princesa. Había en sus ojos un destello de curiosidad, como si no pudiera comprender del todo la temeridad de esa joven.

—Yo... —Elise titubeó, su voz apenas un susurro ahogado por el bullicio de la preparación para la batalla. Era evidente que la presencia de Vraken la aterraba, y sin embargo, había algo más en sus ojos, algo que no era solo miedo. Para él, esa mezcla de temor y nerviosismo resultaba casi encantadora, una debilidad que podía explotar a su antojo. —Quería darte esto —Con manos temblorosas, la princesa extendió hacia él un listón blanco, finamente tejido, tan frágil y delicado como la propia Elise. —Mi padre me dijo que sería tu esposa —sus palabras, apenas audibles, temblaban con la inocencia de alguien que no entendía el abismo que estaba por cruzar. —Y dicen que si una dama le da una parte de su ropa a su señor esposo, él estará a salvo...

Elise no se atrevía a levantar la mirada, su rostro enrojecido por la vergüenza y el temor. Vraken la observó, sus ojos azules recorriendo cada detalle de su expresión, su piel pálida, el ligero temblor de sus labios. Con un gesto casi despreocupado, tomó el listón de sus manos y, antes de que la joven pudiera retirarse, él la detuvo. Con una lentitud calculada, acarició su rostro, su piel suave contrastando con la aspereza de sus dedos curtidos por el combate. La sorpresa se reflejó en los ojos de Elise, pero antes de que pudiera reaccionar, Vraken levantó su mentón con delicadeza y la besó. Fue un beso que no tenía nada de ternura; era una muestra de autoridad, de dominio, un sello oscuro que marcaba el inicio de un juego cruel del que Elise ni siquiera era consciente.

Elise se retiró rápidamente, sus mejillas encendidas en un rubor que no podía ocultar, su vergüenza palpable en cada movimiento torpe y apresurado. Vraken se limitó a sonreír con frialdad, colocando el listón en su brazo derecho con un gesto casi despectivo antes de girar sobre sus pasos y dirigirse hacia la vanguardia. Su mente, ya estaba enfocada en la batalla que se avecinaba.

—Malditos sureños —La maldición de Baelgard cortó el aire como un trueno oscuro, sus palabras impregnadas de un desprecio que resonó en el tenso silencio que se había formado a su alrededor. Vraken lo observó con una mezcla de curiosidad y desdén, preguntándose qué habría provocado ese arranque de ira.

—¿A qué te refieres? —La pregunta de Vraken era directa, su tono casi indiferente, aunque la oscura curiosidad brillaba en sus ojos.

—A que su estupidez nos puede condenar —Baelgard señaló con un gesto de desprecio hacia Arthur, que se alejaba hacia uno de los flancos, su paso orgulloso y altivo a pesar de la situación.

—El plan tiene muchas posibilidades de éxito, pero si alguno de esos mocosos decide que va a hacerse un nombre adelantándose al resto, todo se irá a la mierda —Baelgard escupió las palabras con amargura, su mirada fija en el joven rey sureño, cuya arrogancia era evidente incluso a la distancia.

Vraken dejó escapar una risa seca, una carcajada que carecía de cualquier rastro de humor. —Ve el lado bueno, si mueres, tus hombres y tus tierras serán míos —respondió con una sonrisa torcida, sabiendo exactamente cómo golpear los nervios de Baelgard. El norteño lo miró con fastidio, pero también con una especie de resignación. Sabía que no tenía sentido enfrentarse a Vraken en ese momento.

—Tus burlas no me divierten, Ironwind —La voz de Baelgard era fría como una tumba, sus palabras cortantes como el filo de una hoja envenenada.

—No te preocupes, cuidaré bien de tus hijas —Vraken sonrió, una sonrisa que no prometía nada bueno. Los ojos de Baelgard se encendieron con furia, pero, conteniendo su ira, aceptó la mano que Vraken le tendió, un gesto que, aunque respetuoso, estaba cargado de un peligroso juego de poder.

—Solo espero que te maten antes que a mí —dijo Baelgard, su voz baja y gélida. Era una declaración que flotó en el aire entre ambos, cargada de la amargura de un hombre que había vivido demasiado tiempo en las sombras de la muerte.

Ambos se separaron sin decir más, cada uno montando su caballo y tomando posición junto a sus hombres. El campo de batalla los esperaba, un escenario de muerte y gloria donde solo los más fuertes sobrevivirían. 

No pasó mucho tiempo antes de que la vanguardia de los elfos se abriera paso a través de los densos bosques. Los sureños comenzaron a rezar fervientemente al Iluminado, sus palabras llenas de desesperación y temor, como si ya sintieran la fría mano de la muerte sobre sus corazones. Mientras tanto, los norteños se preparaban a su manera, haciendo cortes profundos en sus manos y usando la sangre para trazar viejas y sagradas plegarias en sus armaduras. Sus rezos eran silenciosos, oscuros, dirigidos a los antiguos dioses de la guerra, de la muerte, de la venganza, de la sangre. Eran plegarias que no pedían salvación, sino victoria, a cualquier precio.

En el corazón de esa inminente carnicería, Vraken avanzaba, su mente fría y calculadora, saboreando la violencia que estaba a punto de desatarse. Él no rezaba, no pedía nada a dioses ni a hombres. En su interior, solo había espacio para una cosa: el poder, y el goce perverso que sentía al doblegar a otros bajo su bota. La batalla era su altar, y pronto, los campos se teñirían de rojo, y el mundo se estremecería ante la fuerza imparable de Vraken y su sed insaciable de conquista.

La densa niebla que cubría el campo de batalla se disipaba lentamente, revelando la ominosa figura de Lirion, un ser cuya presencia parecía dominar el paisaje con una oscuridad palpable. A lomos de un ciervo colosal, cuyas astas estaban adornadas con afilados pinchos de acero y una armadura que parecía parte de su piel, Lirion avanzaba desde la espesura. La criatura, más bestia que animal, emitía un gruñido bajo que resonaba como un tambor funesto, sincronizado con los corazones de aquellos que se preparaban para la masacre que se avecinaba.

A su alrededor, las filas interminables de elfos marchaban con una precisión casi inhumana. Su organización era tan perfecta que cada movimiento parecía calculado para maximizar la efectividad en el campo de batalla. Las túnicas verdes, que al principio podrían haber parecido simples, revelaban detalles finos al acercarse: cada pliegue, cada costura estaba bordada con runas antiguas, cargadas de un poder que solo los elfos oscuros comprendían. Las armaduras, forjadas en las profundidades de los bosques místicos de Anhöt, eran negras como la noche, con bordes que reflejaban la luz en un verde oscuro que parecía absorber el entorno, fundiéndose con los árboles y la tierra.

El ejército elfo se dividía en tres partes, pero no de manera caótica. Cada división era una manifestación del poder y la estrategia élfica, cada general una encarnación del terror en formas distintas.

Kael, la pesadilla encarnada, lideraba la primera parte del ejército. Su presencia era imponente, con una musculatura que parecía desbordar la armadura que portaba. Los rumores decían que Kael no era del todo elfo, que en su linaje corría sangre de criaturas salvajes, bestias de tiempos olvidados. Al mando de trescientos mil soldados de infantería, cuyos cascos eran adornados con cráneos de sus enemigos caídos, y doscientos mil jinetes montados en ciervos que rugían con hambre de guerra, Kael avanzaba con una calma brutal, consciente de la destrucción que estaba a punto de desatar.

La segunda parte del ejército, bajo la mirada penetrante de la general Ilsa, era un contraste perturbador. De estatura más baja, su piel pálida brillaba como la luna llena en una noche sin estrellas. Ilsa era conocida no solo por su destreza en el combate, sino también por su crueldad. Se decía que su rostro angelical era lo último que sus enemigos veían antes de que la muerte los reclamara. Comandaba ciento cincuenta mil soldados de infantería que se movían con la gracia de asesinos, y cien mil jinetes de ciervos que se movían en silencio, como sombras a la espera de devorar a su presa.

Pero el verdadero terror se encontraba en el núcleo del ejército, donde Lirion, el señor supremo de Anhöt, guiaba a la élite élfica. Dos cientos veinticinco mil soldados de infantería de élite, vestidos con armaduras negras que parecían esculpidas de la misma oscuridad, marchaban al compás de sus corazones llenos de odio. Ochenta mil jinetes de élite, cada uno entrenado desde su nacimiento en el arte de matar, rodeaban a Lirion como un mar de muerte. Y detrás de ellos, como una sombra que se alimenta de los miedos más profundos, marchaba el escuadrón de guardias reales, compuesto por diez mil elfos oscuros, criaturas cuya sola presencia era suficiente para hacer que el más valiente de los hombres temblara.

Los elfos avanzaban sin prisa, su serenidad era tan espantosa como efectiva. La infantería, con lanzas que relucían bajo el tenue sol que apenas se atrevía a brillar, estaba lista para clavar sus armas en la carne de sus enemigos. Los arqueros, maestros del arte de la muerte a distancia, no solo llevaban arcos, sino también cuchillos envenenados, listos para rematar a cualquier desafortunado que sobreviviera a su primera andanada. Cada uno de estos guerreros estaba equipado no solo con armaduras, sino con la certeza de que la muerte estaba de su lado.

Los jinetes de ciervos, con sus monturas blindadas, se destacaban como demonios del bosque. Las armaduras de los ciervos eran tan gruesas que parecían impenetrables, y sus yelmos, con viseras en forma de "Y", ocultaban miradas llenas de malevolencia. Estos jinetes no solo llevaban lanzas y escudos; portaban también mazas que relucían bajo una capa de sangre seca, testimonio de las vidas que ya habían segado.

Vraken observaba esta monstruosa maquinaria de guerra desde su posición, su mente calculando, sopesando las probabilidades. A su lado, Cory, su lugarteniente más confiable, no podía evitar sentir una punzada de preocupación al ver las interminables filas de elfos que se aproximaban.

—Son más de lo que estimábamos —murmuró Vraken, su voz resonando como una sentencia de muerte.

Cory asintió, su mirada fija en los elfos que avanzaban como una marea oscura, sin detenerse, sin dudar.

—¿Cómo lo sabe, mi señor? —preguntó, aunque en su interior ya sabía la respuesta.

—Es simple —replicó Vraken con frialdad—. Solo cuento el número de la primera fila y luego multiplico por las filas restantes. El problema es que no veo el final de esas filas.

La respuesta dejó a Cory en silencio, mientras ambos observaban cómo la vanguardia elfa, liderada por el brutal Kael, se acercaba con la inexorabilidad de la muerte misma.

—¿Algunas últimas palabras, mi señor? —preguntó Cory, mientras ajustaba su postura, preparándose para lo inevitable.

—Ya les di su motivación —gruñó Vraken, con una furia que encendía el aire a su alrededor. Muerteblanca, su caballo, parecía percibir la tensión, resoplando con impaciencia. Un jinete se acercó a Vraken, ofreciéndole su escudo, un monstruo de madera y acero que parecía más una pared que un simple protector, y un yelmo que ocultaba su rostro, transformándolo en una visión de pura amenaza.

—¡¡Avancen!! —el grito de Vraken resonó como un trueno, y en un instante, su caballería pesada se lanzó hacia adelante, un torrente de metal y músculo dispuesto a destruir todo a su paso.

Mientras tanto, los elfos, fríos y calculadores, se preparaban para recibir el ataque. Pero en el fondo de sus corazones, incluso los más valientes entre ellos sabían que estaban a punto de enfrentarse a una fuerza que solo un loco o un dios podría desafiar.

El campo de batalla se transformó en un infierno viviente, donde la brutalidad y el salvajismo reinaban sin control. Apenas se dio la orden de ataque, los líderes norteños se lanzaron a la carga con un fervor casi suicida, guiados por la furia ciega de Vraken. El suelo tembló bajo los cascos de Muerteblanca, el imponente semental blanco de Vraken, mientras su martillo de guerra descendía con una fuerza inhumana, aplastando cráneos y destrozando cuerpos. Los gritos de los moribundos resonaban por todo el campo, mezclándose con el chocar del acero y el crujir de huesos rotos.

El avance de los norteños fue un torbellino de muerte, un torrente imparable que se llevó todo a su paso. Los elfos, a pesar de su disciplina y habilidades en combate, no podían contener la brutal embestida. La lluvia de flechas que inicialmente había oscurecido el cielo se volvió casi inútil ante la furia de los jinetes de Vraken, que maniobraban sus caballos con una destreza salvaje, esquivando los proyectiles mientras sus armas cortaban y aplastaban a través de las filas élficas. Las flechas que lograban encontrar su blanco solo provocaban una furia aún mayor en los norteños, que continuaban su avance sin inmutarse, como si el dolor y la muerte fueran meras distracciones en su camino hacia la destrucción total.

Vraken, al frente de sus hombres, era una fuerza de la naturaleza. Cada golpe de su martillo enviaba a los elfos volando por los aires, sus cuerpos desmembrados y destrozados esparciéndose por el campo. Los que intentaban detenerlo eran aplastados sin piedad, sus vidas extinguidas en un instante de pura brutalidad. No había honor en la manera en que Vraken combatía; solo una furia primitiva, una sed insaciable de sangre que lo impulsaba a seguir adelante, arrasando con todo lo que se interponía en su camino.

Los jinetes de Vraken no se quedaban atrás. Inspirados por la ferocidad de su líder, atacaban con una salvajismo igual de despiadado. Sus propias y colosales armas se manchaban de la sangre de los elfos, mientras ellos gritaban en una mezcla de furia y éxtasis, disfrutando de cada momento de la matanza. Los caballos relinchaban y pateaban, sus cascos aplastando cuerpos caídos, mientras sus jinetes cortaban y aplastaban a través de la carne y el hueso con una precisión mortal. Era un espectáculo de horror y violencia, donde la vida era arrebatada sin compasión, y el campo de batalla se convertía en un abismo de muerte y desesperación.

Lord Autnulf y Sir Jock se unieron al frenesí con la misma intensidad. Autnulf, con su espada larga, cortaba a sus enemigos con movimientos rápidos y letales, sus golpes diseñados para matar en un solo impacto. No había espacio para la misericordia en su corazón endurecido por la guerra; cada vida que tomaba era un escalón más hacia la victoria, un paso más en su búsqueda de gloria. Sir Jock, por su parte, manejaba su lanza con una destreza que bordeaba lo sobrenatural. Derribaba a los elfos desde sus monturas con una fuerza devastadora, perforando corazones y rompiendo huesos con una facilidad que hacía que el acto de matar pareciera una danza macabra.

Pero fue Baelgard quien se destacó por encima de todos en su brutalidad. El viejo guerrero, cuyos años no habían hecho más que aumentar su ferocidad, se lanzó a la batalla como una bestia enloquecida. Sus hachas gemelas, manchadas de la sangre de incontables enemigos, se movían con una rapidez y precisión que desafiaban su edad avanzada. Con cada golpe, cuerpos eran despedazados, cabezas volaban y miembros eran arrancados de sus torsos. La furia de Baelgard era tal que incluso sus propios hombres se apartaban de su camino, temerosos de ser atrapados en su tormenta de muerte.

El campo de batalla se tiñó de rojo, la sangre de los caídos creando un fango espeso que dificultaba el avance de los combatientes. Los gritos de los heridos y moribundos llenaban el aire, un coro de agonía que resonaba por encima del ruido del combate. Y en medio de todo, Vraken continuaba su marcha imparable, su martillo alzándose y descendiendo en un ritmo implacable, cada golpe una sentencia de muerte, cada paso una declaración de su dominio sobre la vida y la muerte.

El estruendo de la batalla era ensordecedor, una sinfonía macabra donde cada sonido parecía anunciar el fin de una vida. Los gritos de los heridos y moribundos resonaban como lamentos de almas condenadas, mezclándose con el chocar implacable del acero contra el acero y el agónico crujir de huesos quebrados. El campo de batalla, una vez un vasto terreno de pasto verde, ahora era un paisaje infernal cubierto de sangre, vísceras y barro. Bajo los cascos de los caballos y los ciervos élficos, la tierra se había transformado en un pantano de muerte, cada paso resonando con el chapoteo espeso de sangre coagulada y carne destrozada. El aire estaba cargado con el hedor penetrante de la muerte, el olor acre de la sangre mezclándose con el sudor agrio de los cuerpos exhaustos y el inconfundible aroma de las entrañas expuestas al sol.

Vraken, Autnulf, Jock y Baelgard, junto con sus tropas, se movían como una tempestad de furia y destrucción. Eran como osos colosales y rabiosos, cada uno montado en un caballo tan descomunal como ellos mismos, cuyas fauces parecían ansiosas por desgarrar carne. Los norteños eran una visión de pesadilla, cubiertos de la sangre de sus enemigos, sus armaduras ennegrecidas y maculadas por los restos de los caídos. Eran la encarnación de la brutalidad, su salvajismo inhumano alimentado por una sed insaciable de sangre y victoria.

Cada golpe, cada movimiento, era una exhibición de violencia desatada. Las armas cortaban y destrozaban la carne con facilidad, arrancando miembros, abriendo gargantas, aplastando miembros y desgarrando carne. Los caballos, salvajes y entrenados para la guerra, aplastaban cráneos bajo sus cascos, y los cuerpos caían como muñecos rotos, sus almas liberadas de la carne en un instante de agonía. La batalla era una danza mortal de vida y muerte, donde cada guerrero luchaba no solo por la victoria, sino por la gloria, la supervivencia y, para algunos, simplemente por el placer de matar.

Tras varios minutos de un combate frenético y sin tregua, Vraken finalmente alcanzó el borde del mar de jinetes elfos. Allí, ante él, se erigía la imponente formación de la infantería de Kael, un muro casi infranqueable de escudos y lanzas que apuntaban hacia él y sus jinetes con una precisión mortal. Las lanzas, finas y afiladas como las agujas de una criatura infernal, parecían ansiosas por perforar la carne de cualquier ser lo suficientemente audaz como para acercarse. Pero Vraken no conocía el miedo. Sin vacilar, apretó las riendas de Muerteblanca y se lanzó hacia el muro de escudos élfico con una rabia primitiva, sus ojos encendidos con un fuego que solo un verdadero señor de la guerra podía entender.

El impacto fue devastador. Vraken, con su martillo de guerra decorado con runas que parecían brillar con una luz maligna, se abrió paso a través de las filas élficas, cada golpe suyo un terremoto de destrucción. Las armaduras se rompían como si fueran de papel, y los cuerpos de los elfos eran destrozados como muñecos de trapo, esparciendo sangre y vísceras en todas direcciones. Cada oscilación de su martillo enviaba a los enemigos volando, sus cuerpos aplastados y rotos cayendo al suelo como despojos de carne inútil. Poco después, Lord Baelgard se unió a él, sus hachas gemelas bailando en un frenesí de muerte, cortando miembros y cabezas con una facilidad espantosa. Sir Jock y Lord Autnulf lo siguieron de cerca, sus propias armas esculpiendo un camino sangriento a través de las filas enemigas.

El caos era total. Los elfos, a pesar de su disciplina y valentía, no podían hacer nada frente a la implacable brutalidad de los norteños. A cada paso, las filas élficas eran desgarradas, su resistencia desmoronándose ante la pura ferocidad de sus atacantes. La sangre fluía en riachuelos por el campo de batalla, tiñendo la tierra de un rojo oscuro y viscoso, mientras los cadáveres se amontonaban en pilas grotescas. La visión era tan horrenda que incluso los más duros de los guerreros sintieron un escalofrío recorrer sus espinas.

Y entonces, en medio de ese mar de muerte, Vraken divisó a Kael. El general élfico emergía entre sus tropas como un coloso, su armadura verde jade resplandeciendo bajo la luz del sol, una guja mortal en sus manos. Kael era una figura imponente, su presencia en el campo de batalla inspiraba tanto temor como respeto. Pero para Vraken, Kael no era más que otro enemigo a aplastar, otro obstáculo en su camino hacia la dominación.

Con una sonrisa feroz en su rostro, Vraken espoleó a Muerteblanca, ordenando al semental que cargara hacia el general élfico. El martillo de Vraken, aún goteando con la sangre de los elfos caídos, estaba listo para descargar su ira sobre Kael. El líder norteño lanzó un rugido primitivo que resonó por todo el campo de batalla, un desafío directo a Kael, cuyo propio grito de guerra respondió con una ferocidad igual. Los dos titanes se acercaban rápidamente el uno al otro, el aire cargado con la anticipación del choque inevitable.

El impacto fue apocalíptico. El martillo de Vraken se estrelló contra el pecho de Kael con una fuerza tan descomunal que atravesó su armadura y carne, haciendo que su cuerpo volara por los aires como una muñeca de trapo. El crujido de los huesos y el desgarrar de la carne resonaron por todo el campo, seguidos por un silencio mortal. El cadáver de Kael cayó al suelo en un charco de su propia sangre, su vida extinguida en un solo golpe brutal. La sangre del general salpicó a los soldados élficos cercanos, que retrocedieron horrorizados, sus caras desfiguradas por el terror ante la brutalidad del ataque.

Pero Vraken no se detuvo allí. Su furia era un fuego inextinguible, y con un giro salvaje, se lanzó contra la guardia personal de Kael. El martillo de guerra cayó sobre ellos como una tormenta de destrucción, despedazando cuerpos con cada oscilación. La cabeza de uno de los guardias explotó en una masa sangrienta de hueso y cerebro, mientras otro fue aplastado contra el suelo, sus extremidades quebrándose bajo la fuerza del golpe. Era un espectáculo de carnicería pura, donde la vida era arrancada con una violencia tan extrema que incluso los propios soldados de Vraken miraban con una mezcla de asombro y horror.

La muerte repentina y brutal de Kael desató el caos entre las filas élficas, una tormenta de ira y terror que desgarró la disciplina cuidadosamente mantenida hasta ese momento. El orden que antes los había distinguido se desintegró en un frenesí de venganza y desesperación. La infantería, antaño un muro impenetrable, ahora se dispersaba como hojas al viento, mientras los jinetes elfos, sus rostros contorsionados por la furia, arremetían sin estrategia ni coordinación hacia Vraken y sus hombres, cegados por el deseo de vengar a su general caído. Incluso Ilsa, una de las comandantes más disciplinadas del ejército élfico, perdió toda noción de táctica y se lanzó al combate, su mente nublada por el odio y la desesperación.

Vraken, imperturbable ante la locura desatada a su alrededor, levantó su cuerno de guerra y lo hizo sonar con una fuerza que resonó a lo largo y ancho del campo de batalla. El estruendo era como el grito de un demonio, una señal clara y ominosa que indicó a sus tropas la retirada. Pero esta retirada no era un acto de cobardía; era la preparación para una masacre aún mayor. Con decisión y una agilidad brutal, Vraken dirigió a sus hombres a través de las caóticas formaciones élficas, cortando y aplastando a cualquiera que osara interponerse en su camino.

A medida que los hombres de Vraken retrocedían, los arqueros a caballo que los acompañaban demostraban una valentía y precisión dignas de leyendas. Disparaban flechas con una velocidad y destreza tales que los cielos se oscurecían, convirtiendo el día en una noche mortal para sus enemigos. Cada flecha encontraba su blanco, perforando corazas y clavándose en la carne con un sonido húmedo y final. Cuando uno de estos arqueros quedaba rezagado, no había vacilación ni miedo; desmontaban y se enfrentaban al enemigo cuerpo a cuerpo, blandiendo espadas y mazas con una ferocidad que les aseguraba llevarse al menos a un enemigo consigo a la muerte.

El galope de Vraken y sus jinetes resonaba como el martilleo de un herrero infernal, una cadencia que marcaba el ritmo de una sinfonía de destrucción. Atravesaron la llanura, conduciendo a los elfos hacia la trampa que les esperaba en el bosque. Las pérdidas sufridas en el camino no hicieron más que alimentar la furia de los norteños, cada muerte una chispa que avivaba el incendio de su venganza. Al fin, lograron llevar a los elfos al bosque, donde el ejército humano aguardaba en formación de media luna, un abrazo mortal dispuesto a cerrarse sobre los desprevenidos enemigos.

Mientras los jinetes y caballeros se abrían paso a través de las filas élficas para retirarse, una nueva lluvia de flechas descendió desde las líneas humanas. Los arqueros y ballesteros, ocultos tras la imponente infantería, disparaban con precisión letal, cada proyectil una sentencia de muerte. Las flechas perforaban armaduras y carnes, destrozando músculos y huesos, mientras gritos de dolor y desesperación se elevaban sobre el campo de batalla. La tierra se teñía de rojo, los cuerpos de los elfos amontonándose en un grotesco mosaico de carne destrozada y huesos rotos.

Los jinetes norteños y los caballeros, exhaustos pero implacables, atravesaron las líneas humanas que se abrían para dejarlos pasar, permitiendo que los jinetes atravesaran las formaciones humanas. El rey Aldric y su selecta guardia, junto a los caballeros sureños y más jinetes del norte, aguardaban en la retaguardia, listos para el asalto final. La llegada de los últimos jinetes cerró las filas de la infantería humana, que se preparó para el inminente embate de los elfos.

El choque entre las fuerzas élficas y humanas fue cataclísmico. Los elfos, cargando sin orden ni concierto, se estrellaron contra la muralla de escudos humanos, una fuerza imparable contra un objeto inamovible. Las primeras filas de elfos se desintegraron en una nube de sangre y vísceras, sus cuerpos destrozados por la fuerza del impacto. Pero no había marcha atrás, y los que les seguían se vieron empujados hacia adelante, atrapados en una espiral de muerte donde la masa de sus propios compañeros se convertía en su perdición. Los cuerpos caídos dificultaban el avance, y cada paso que daban los acercaba más a la aniquilación.

Vraken, observando desde la retaguardia, contemplaba la carnicería con una mezcla de satisfacción y expectación. A su lado, el rey Aldric observaba también, y cuando dio la señal, los cuernos y trompetas sonaron, anunciando el inicio de la maniobra final. El centro de la infantería humana comenzó a retroceder lentamente, una retirada calculada que tenía como objetivo atraer a los elfos aún más hacia el abrazo mortal que se cerraba en torno a ellos. Los flancos humanos avanzaban, sus filas estrechándose y preparando el terreno para la masacre definitiva. Pero en medio de esta táctica meticulosamente ejecutada, un presentimiento oscuro se apoderó de Vraken.

Antes de que pudiera expresar su inquietud, un sonido gutural y primitivo atravesó el campo de batalla. El flanco derecho, liderado por Arthur, había cargado antes de tiempo, rompiendo la sincronización de la maniobra. El imbécil había actuado impulsivamente, arruinando la estrategia que tan cuidadosamente habían planeado. Ahora el flanco derecho estaba comprometido, y aunque el flanco izquierdo se mantenía firme, desde la distancia se podían ver las siniestras insignias de Lirion, con su distintivo diseño de hoja de árbol esmeralda sobre fondo blanco, delineado en oro. Vraken maldijo por lo bajo, sus ojos centelleando con rabia, y preparó a sus jinetes para lo que temía sería un desastre. Pero cuando giró para dar la orden, un escalofrío le recorrió la columna.

El sonido que escuchó a continuación fue el preludio de una catástrofe. Cientos de miles de pezuñas resonaban en la distancia, un sonido que crecía en intensidad con cada segundo que pasaba. Vraken se volvió hacia el bosque, y lo que vio le heló la sangre. Desde la espesura emergía una marea de sombras esmeraldas, un mar de jinetes elfos que se lanzaba a la carga. Eran miles, una fuerza arrolladora de jinetes ciervos pesados y ligeros que descendía sobre ellos como una tormenta...