18/03/2111
El sudor perlaba su rostro blanquecino, provocando que las manchas de grasa acumulada en las mejillas dejasen extraños dibujos de picudas formaciones. Pese a no haber dormido desde que aceptó el encargo de aquel extraño al que apodó el Merodeador, sentía el frescor de quien alcanza la fase REM. Uno de sus cuatro hermanos controlaba de forma constante las pulsaciones de Luca, anotando con extrema atención las ocasiones en que aparecían una serie de tics en su cara, y sus pupilas cubrían casi todo el color índigo, indicándole de tal forma que era hora de conectar con Morfeo y evitar el colapso. Como aquella vez que se vio obligado a administrar de forma intravenosa una buena dosis de diazepam. A veces, para Luca, debido a un gran cambio de hibridación en partes de su cuerpo, le era imposible saber cuándo parar. Jugar con sus instrumentales de ingeniería era algo apasionante para Luca, hasta el punto de perder la conciencia.
—Dos anclajes más y procedo a la novena prueba—dijo Luca.
El repiqueteo de la arenisca golpeando los cristales de la ventana turbaba la frágil atención de Luca. Odiaba aquel temporal; tener que ponerse una indumentaria tan áspera para combatir las ráfagas de frío y calor era desesperante, agrietaba su fina piel carente de vello, y debido al cambio brusco que portaban aquellas tormentas, las gafas adheridas a las cuencas de los ojos no hacían más que acumular sudor y vaho. Ver como sus hermanos se mostraban aturdidos ante este tipo de embestidas de la naturaleza, porque la suciedad del polvo y la presencia de piedras casi microscópicas de las tormentas de arena se introducían por cualquier hendija del acero, era frustrante. «Fallos técnicos», le decían los cuatro hermanos, fallos que, para Luca, requerían de pincel y mucha paciencia. La comida, escasa y de poco sabor, adquiría el desagradable espesor de la arena. Por eso, siempre que podía, elegía encerrarse entre cuatro paredes.
Terminó de desatornillar otra vez, con delicadeza, la tapa central.
—Cuidado, el punto de ese giro es extremadamente sensible.
—Lo sé, hermanito —dijo Luca—. Y lo sabía las anteriores veces que me lo mencionaste, pero gracias, Enzo. Muchos dirían que lo deje de lado, que la manipulación de dispositivos de radiación ionizante debe dejarse en manos de profesionales, pero —dijo, levantando la vista de la lupa y sonriendo a sus hermanos—, ¿quién mejor que yo? ¿Quién se merece más que yo crear este dardo envenenado de venganza?
—Quieto ahí Hojalata, primer aviso —ordenó Oliver.
Luca tuvo que parar con la manipulación del dispositivo, pues Hojalata hacía caso omiso al hermano. El gato se acercaba a Luca ronroneando, como siempre lo había hecho desde que sus caminos se toparon. Hacía ya varios meses que convivían juntos en aquel piso mugriento de un bloque no muy afortunado en los Suburbios, donde constantes redadas de la policía militar obligaban a Luca a transportar su mercancía lejos de allí, en diferentes puntos de los Suburbios; algunos bajo tierra; otros pidiendo favores en diferentes viviendas, y otros camuflados en falsas paredes. Los constantes conflictos de los habitantes por defender sus pertenencias y mantener la ingesta calórica del día, sumado a las pequeñas bandas callejeras que comenzaban a surgir y que formaban los más jóvenes, mantenían la zona casi tan hostil como el resto del Páramo Hispano. Y para Hojalata, aquel día debió ser como si un ángel llegado del pútrido cielo cayese para darle una segunda oportunidad. Aquel día, Luca sintió en su corazón una enorme presión y angustia al ver como un perro mordisqueaba la parte trasera de Hojalata, mientras otro zarandeaba la cola de este, y, mientras otro, le arrancaba de cuajo una de sus patas delanteras. Un pensamiento fugaz de asombro surgió en Luca al comprobar que aquella angustia creciente ya no la sentía por el ser humano. Tras un maullido desgarrador a causa de aquel tirón, y malherido, Hojalata pareció haber dejado de luchar, hasta que las hábiles técnicas de persuasión de los hermanos de Luca, lograron despejar el lugar de aquellos salvajes asesinos de colmillos afilados, pero no sin dejar de escuchar pocos segundos después como aquella manada se peleaba por llevarse la pata de Hojalata una calle más allá. Desde entonces, la existencia de Hojalata fue todo un reto a la hora de vagabundear en busca de pequeños alimentos que llevarse a la boca. La eficiente incorporación de la prótesis mecánica que Luca le instaló, le permitía moverse con la misma agilidad, pero el ruido del metal…, debía ser más rápido que nunca. Cuando Hojalata alcanzaba a uno de esos ratones, o también aves, que debido a sus pesados bultos y malformaciones en las alas se veían incapaces de volar, los trasladaba al piso de Luca, allí los destripaba con gusto, y le ofrecía el botín para posteriormente relamerse el bigote con aquel festín de tripas y sangre. El problema era, que un gato como él, aun faltándole una pata de carne y hueso, era un suculento plato exótico para las personas que vivían alrededor. Aunque nadie iba a la caza del gato mientras estuviese a cobijo, ya que bien sabían que aquel piso podría ser su tumba, no desperdiciaban la oportunidad de la vía libre que dejaba estar en la calle.
—¿Tienes hambre pequeñín? —preguntó Luca. Y Hojalata, seguía ronroneando, enroscando su cuerpo en las piernas de Luca.
—Probablemente, a este paso, nos quedaremos sin suministros en cuatro días —dijo Gael.
—No hay que preocuparse por eso, la comida está ahí a fuera, solo hay que encontrarla. Si termino esto a tiempo, saldré mañana a buscar provisiones. —Luca se levantó de la silla ergonómica, y el ruido que produjo el pistón de gas asustó a Hojalata al punto de saltar a lo más alto de una estantería.
Luca se rio de buena gana, las reacciones grotescas de los animales domésticos ante minucias de la creación humana siempre le parecieron curiosas.
Fue hasta la cocina, alcanzó una lata de atún sintético y la abrió. El aroma dulzón que desprendía le abrió el apetito, pero prefirió servirse otra taza de café y dejar aquel alimento para Hojalata. Después de unos segundos de haber dejado el atún en el cuenco de Hojalata y sorber aquel mejunje que mantenía despierta toda su atención, escuchó el golpe de quien deja caer su Astra A-70 al suelo. Hojalata buscaba a su enlatada presa.
Otro golpe similar sonó a fuera.
—Problemas —dijo Oliver.
Luca dejó la taza de café y se dirigió a la ventana. Con la columna encorvada y con sumo cuidado, apartó la cortina lentamente.
Un hombre se arrastraba de espaldas por el suelo, intentando escapar de su perseguidor, pero fue alcanzado con una contundente patada que le desequilibró. La garrafa que portaba el hombre derribado parecía haber sido aplastada por este en la caída, provocando que el tapón saliese disparado junto a la poca agua que quedaba dentro.
—Lee los labios de ese desgraciado que se ha quitado el pasamontaña de la boca, por favor —pidió Luca.
La escena era grotesca, como siempre que actuaba la Colmena en estas situaciones dentro de los Suburbios. Un soldado con el estandarte de la Colmena golpeaba con una porra de brillo metálico el frágil cuerpo del hombre ya tendido y derrotado. Poco a poco, golpe a golpe, se iba formando una pequeña aglomeración de personas que mantenía la vista en aquel salvaje, pero nadie pretendía ir más allá del insulto. ¿Quién en su sano juicio lo haría? Aunque Luca tuvo un fugaz pensamiento que llevó a una lógica pregunta: ¿Quién sigue sano en este mundo enfermo? Algún que otro grito de reproche e insultos se escuchaba hacia el soldado, pero la repentina llegada de refuerzos acalló aquellos gritos. El aterrador silencio se veía opacado por los contundentes golpes.
—Perro miserable, si no fueses en un futuro no muy lejano un trozo de carne que llevarnos a la boca —relataba Oliver—, te pegaría un tiro aquí mismo. Vosotros. —El soldado señaló a los refuerzos—. Mirad su mochila, estoy seguro de que ha robado más, recoged todas las botellas que tenga y quitadle sus pertenencias. Esto es mercancía de la Colmena.
—Si, de la Colmena… —dijo Luca, pensado que aquellas botellas no llegarían a su destino.
—Puedo neutralizarlos —dijo su otro hermano, Aldo. Y Luca le negó con la mano, aun sabiendo el potencial armamentístico de Aldo y que no fallaría ni un solo disparo, no pensaba adentrarse en aquel problema. El problema de otros.
—Y para que aprendas bien la lección por haber derramado tanto dinero —siguió relatando Oliver, mientras, el soldado agarraba el brazo de aquel hombre—, hoy harás un pago extra.
El grito desgarrador de aquel pobre hombre cuando el soldado posó su bota sobre su raquítico brazo, quebrándolo en dos partes, se sintió dentro del piso de Luca.
Aquella escena fue suficiente para Luca. Otra escena más de la Colmena a la que aferrarse en su incansable meta. Tapó la ventana con la cortina, y se sentó apoyando su espalda contra la pared. Intentó reprimir el llanto. Su pecho se contraía, y volvía a surgir como una especie de explosión.
—Respira profundamente —le aconsejó Enzo—. Tienes el pulso muy acelerado.
¿Volvía a recuperar aquel sentimiento por el ser humano, o simplemente le inundaba la rabia de ver como la Colmena volvía a salirse con la suya? Recordaba a sus hermanos, y recordaba el odio que tenía hacía aquella pútrida y falsa utopía. Como de dura debía ser la desesperación, para pensar que aquello era el paraíso. La salvación.
Luca dirigió su mirada al dosímetro. ¿Cuántas vidas puede llevarse la acción de una sola persona?
—Se que lo que estoy haciendo está mal…, pero…, ¿me querréis igual? —preguntó Luca, dejando por fin escapar unas gotas.
—Eso no lo dudes —contestaron los cuatro.
Volvió en sí la manía. No quedaban más uñas que morder en su mano izquierda, y los guantes de cuero recortados a mitad de la falange ya comenzaban a adquirir un extraño sabor. Se sacó el guante de la otra mano. La observó con admiración. El brillo que adquiría a la luz de los neones de la habitación, recordaba a nubes de electricidad.
—Entonces, ¿me vais a seguir queriendo?
—Siempre —contestaron los cuatro.
—¿Aunque haga cosas malas?
—Claro —volvieron a contestar.
—¿Y aunque vuelva a usarla?
—¿A qué te refieres? —preguntó Enzo.
Luca levantó la mano derecha hacia ellos y movió los dedos.
—La última vez casi me da un puto ataque —La grasa de sus mejillas adquiría cada vez más picos pronunciados.
—Forma parte de tu anatomía, estás en todo tu derecho a usarla —dijo Aldo.
—¿Y si el ojo vuelve a verme?
Los cuatro hermanos, flotando, descendieron a la altura de su cabeza.
—Te protegeremos.
Luca sonrió.
Se levantó y volvió a la mesa de trabajo.
—Pues voy a usarla. Necesito que esta mierda no se active a pesar de toda la radiación que contenga el agua. En este encargo no puede existir la mínima posibilidad de fallo.
Luca inspiró profundamente y, aunque ya tenía la decisión tomada, la completó con más determinación que nunca.
—Gracias por estar ahí, hermanitos.
—De nada, hermana.