Fue sincero el llanto de aquel raquítico hombre arrodillado bajo el hacha oxidada. Parecía arrepentirse de cosas que había hecho en un pasado, y no quería morir sin recibir el perdón.
La gente reía.
La gente disfrutaba.
La Colmena volvía a demostrar la oscuridad que albergaba el ser humano. Héctor lo había comprobado en varias ocasiones.
Tras cinco meses de trabajo, bajo el cielo verde oliva y las frías temperaturas del Páramo Hispano, sentía la angustia e impotencia de aquel que ve como su castillo se desmorona y no puede hacer otra cosa que observar.
Aquella cita era ineludible. No quedaba otra que reconocer su derrota, y aceptar las condiciones de quien fuera el acusador.
Durante el trayecto hacia las coordenadas que el acusador le había proporcionado, no podía dejar de pensar en la última ejecución perpetrada por la locura de Unai. La cabeza del hombre raquítico que sollozaba bajo sus pies, se desprendió del resto del cuerpo tras varios hachazos vitoreados por la multitud. Y mientras Héctor observaba la escena desde la tercera planta del Bloque Z, el gentío gritaba que la lanzase.
«¡Vuela! ¡Vuela! ¡Vuela!», resonaba en su cabeza.
Unai no desestimó la petición del pueblo. Y el sonido de aquella cabeza impactando contra la fachada, cerca del ventanal donde se encontraba Héctor, le sorprendió; el crujir de aquel sonido tan desagradable, como una sandía quebrándose, terminó de estremecer por completo la poca sensibilidad que intentaba preservar en alguna parte de él.