Año 405 a.C., Atenas.
La guerra del Peloponeso se desangraba en las tierras de Grecia, y aunque Atenas aún se mantenía, las sombras de la derrota se cernían ominosamente sobre ella. La mansión de Adrian, un bastión de oscuridad y secretos, se mantenía imperturbable en medio del caos que se desataba en el exterior.
Una noche, el sonido de pasos pesados y el murmullo de voces rudas rompieron la habitual tranquilidad de la mansión. Un grupo de soldados espartanos, sus ojos llenos de avaricia y violencia, habían llegado a las puertas de Adrian, atraídos por rumores de riqueza y belleza escondidos dentro de sus muros.
Las sirvientas, aterrorizadas, se escondieron donde pudieron, sus corazones latiendo con un miedo palpable mientras los soldados forzaban su entrada, sus armas desenfundadas y sus intenciones claramente malévolas.
Adrian, sus ojos rojos ardiendo con una fría ira, se movió con una velocidad sobrenatural, su figura deslizándose entre las sombras mientras se acercaba a los intrusos. Clio, su semblante tan imperturbable y frío como siempre, observaba desde las sombras, su mirada fija en la violencia que estaba a punto de desplegarse.
Los gritos de las sirvientas que no habían logrado esconderse resonaron en los oscuros pasillos de la mansión mientras los soldados saqueaban y destruían, sus risas crueles llenando el aire.
Entonces, la muerte descendió sobre ellos.
Adrian, su figura envuelta en una oscuridad casi tangible, se abalanzó sobre los soldados con una ferocidad brutal. Sus garras, afiladas y mortales, desgarraron carne y armadura con igual facilidad, y la sangre de los espartanos manchó los opulentos tapices de la mansión.
Los soldados, tomados por sorpresa por la aparición repentina y letal, intentaron luchar, pero Adrian era una tormenta de muerte y oscuridad, su furia inhumana no conocía límites ni piedad. Uno por uno, los espartanos cayeron, sus cuerpos desgarrados y sus vidas extinguidas en un baño de sangre.
Clio, moviéndose entre los cadáveres, no mostró emoción ante la carnicería, su humanidad había sido erosionada por años de existencia junto a Adrian, y lo que quedaba era una criatura de la noche, tan despiadada y fría como él.
Las sirvientas, emergiendo de sus escondites, miraron la escena con ojos amplios, el horror y la gratitud mezclándose en sus miradas mientras se arrodillaban ante Adrian, sus salvador y su verdugo, agradeciéndole en susurros temblorosos.
Adrian, limpiando la sangre de sus manos, miró a su alrededor, su expresión inmutable. "Deshaceos de los cuerpos," ordenó, su voz tan fría y oscura como la noche.
Y así, la mansión, aunque manchada con la sangre de los invasores, permaneció en pie, un oscuro monumento a la inmutable y brutal existencia de Adrian y Clio, mientras que fuera de sus muros, Atenas continuaba su lucha desesperada contra la inevitable marea de la derrota.