Año 540 a.C., Atenas.
Adrian, el inmortal que había visto siglos pasar, permanecía en la vibrante ciudad de Atenas, un lugar que había llegado a considerar su hogar durante la última década. La ciudad, con su bullicio constante y sus intrigas sin fin, ofrecía un telón de fondo perfecto para su existencia, permitiéndole deslizarse entre las sombras mientras la humanidad seguía su curso.
En su mansión, las noches se llenaban de risas y gemidos de placer, mientras que los días estaban marcados por un silencio sepulcral, roto solo por los susurros de los sirvientes que se movían con cautela, respetando el sueño diurno de su señor.
Las mujeres que visitaban su morada, atraídas por su presencia magnética y su misterioso encanto, compartían no solo sus cuerpos sino también los secretos e historias de la ciudad. Adrian, a pesar de su naturaleza distante, encontraba un placer peculiar en escuchar los relatos de traiciones, amor, guerra y diplomacia que se tejían en la compleja trama de la sociedad ateniense.
Una noche, mientras una mujer de cabellos oscuros y ojos profundamente marrones compartía sus historias, Adrian se encontró reflexionando sobre su propia existencia. Aunque su vida estaba llena de placeres físicos y la satisfacción de sus necesidades más básicas, había una parte de él, enterrada profundamente, que anhelaba algo más, algo que había perdido hace mucho tiempo.
La mujer, notando su distracción, colocó suavemente una mano sobre la suya. "Pareces distante esta noche, mi señor", murmuró, sus ojos buscando los de él.
Adrian, sacudiendo su cabeza ligeramente, volvió su atención hacia ella, permitiéndose sumergirse en el momento presente, en las sensaciones físicas que le ofrecía. Pero incluso mientras se entregaba a los placeres de la carne, una parte de él seguía distante, perdida en pensamientos de lo que había sido y lo que podría haber sido.
Los días y las noches se mezclaban en un torbellino constante de placer y alimentación, pero incluso en medio de esta existencia hedonista, Adrian no podía sacudirse completamente de la sensación de que algo faltaba, algo que estaba más allá de su alcance.
Y así, la vida en Atenas continuó, con Adrian como un espectador silencioso, participando en los placeres de la sociedad pero siempre con una parte de él apartada, oculta en las sombras de su propio ser.