Adrian, su figura etérea y solitaria, se deslizaba por el paisaje, sus pasos apenas perturbando el suelo bajo él. La ciudad en ruinas detrás de él era un eco de un pasado distante, y ahora, su mirada estaba fija en el horizonte, donde las luces de una civilización desconocida parpadeaban en la distancia.
El aire nocturno era fresco, acariciando su piel con dedos invisibles, y mientras caminaba, los sonidos de la noche llenaban el silencio: el susurro de la brisa, el crujir de las hojas secas, y el distante aullido de una bestia en la oscuridad. Pero Adrian no sentía miedo. La noche era su aliada, y las criaturas que la habitaban eran sus iguales en la oscuridad.
A medida que se acercaba a la civilización, los sonidos de la vida nocturna se volvían más evidentes: las risas distantes, el murmullo de conversaciones, y el ocasional grito de alegría o sorpresa. Adrian se movía como una sombra, sus ojos observando, aprendiendo, mientras se deslizaba por las calles de una ciudad que no conocía.
Las personas, vestidas de maneras que le eran extrañas, no notaban su presencia mientras él se movía entre ellas. Sus conversaciones, en un idioma que le era vagamente familiar, eran murmullos incomprensibles en sus oídos. Pero Adrian no buscaba entenderlos, no todavía. En su lugar, observaba sus acciones, sus interacciones, y la forma en que se movían por su mundo.
En un callejón oscuro, encontró a una mujer, su risa suave y sus ojos brillando con una mezcla de diversión y deseo. Adrian se acercó, su presencia envolviéndola como una capa invisible. Ella no se asustó, en lugar de eso, sus ojos se encontraron con los de él, reconociendo algo en su mirada que era tan antiguo como el tiempo mismo.
No hubo palabras, solo un entendimiento silencioso mientras se unían en un abrazo de pasiones entrelazadas y necesidades insaciables. Y en ese momento, en ese encuentro fugaz, Adrian se permitió olvidar, permitió que el deseo lo consumiera y lo liberara de los grilletes de su pasado.
Cuando la alba teñía el cielo de tonos suaves de rosa y oro, Adrian dejó a la mujer en el callejón, su cuerpo satisfecho y sus ojos cerrados en un sueño tranquilo. Él, sin embargo, no sentía paz. En su lugar, una inquietud se agitaba en su pecho, una sensación de que, a pesar de los siglos que habían pasado, no podía escapar de los espectros de su pasado.
Adrian continuó su vagar, moviéndose a través de la ciudad y luego más allá, hacia otras tierras y otras gentes. Observó imperios nacer y caer, vio a los mortales luchar por poder, amor y supervivencia, y a través de todo ello, permaneció como un observador silencioso, un fantasma en la tapeztería de sus vidas.
Y mientras caminaba, las preguntas que habían dormido en su mente durante su largo sueño comenzaron a despertar, susurros que se negaban a ser silenciados. ¿Había propósito en su existencia eterna? ¿Había redención para un ser como él? ¿O estaba destinado a vagar, siempre buscando y nunca encontrando las respuestas que anhelaba?
En la inmensidad de la noche, Adrian, el vampiro solitario, buscaba respuestas en un mundo que había cambiado más allá de su comprensión.